Los seres humanos perdemos la vida buscando cosas que ya hemos encontrado. Todas las mañanas, en cualquier latitud, los editores de periódicos llegan a sus oficinas preguntándose cómo van a contar la historia que sus lectores han visto y oído decenas de veces en la televisión o en la radio, ese mismo día. Con qué palabras narrar, por ejemplo, la desesperación de una madre a la que todos han visto llorar en vivo delante de las cámaras? Cómo seducir, usando un arma tan insuficiente como el lenguaje, a personas que han experimentado con la vista y con el oído todas las complejidades de un hecho real? Ese duelo entre la inteligencia y los sentidos ha sido resuelto hace varios siglos por las novelas, que todavía están vendiendo millones de ejemplares a pesar de que algunos teóricos decretaron, hace dos o tres décadas, que la novela había muerto para siempre. También el periodismo ha resuelto el problema a través de la narración, pero a los editores les cuesta aceptar que esa es la respuesta a lo que están buscando desde hace tanto tiempo.
En The New York Times del domingo 28 de septiembre, cuatro de los seis artículos de la primera página compartían un rasgo llamativo: cuando daban una noticia, los cuatro la contaban a través de la experiencia de un individuo en particular, un personaje paradigmático que reflejaba, por sí solo, todas las facetas de esa noticia. Lo que buscaban aquellos artículos era que el lector identificara un destino ajeno con su propio destino. Que el lector se dijera: a mí también puede pasarme esto. Cuando leemos que hubo cien mil víctimas en un maremoto de Bangla Desh, el dato nos asombra pero no nos conmueve. Si leyéramos, en cambio, la tragedia de una mujer que ha quedado sola en el mundo después del maremoto y siguiéramos paso a paso la historia de sus pérdidas, sabríamos todo lo que hay que saber sobre ese maremoto y todo lo que hay que saber sobre el azar y sobre las desgracias involuntarias y repentinas. Hegel primero, y después Borges, escribieron que la suerte de un hombre resume, en ciertos momentos esenciales, la suerte de todos los hombres. Esa es la gran lección que están aprendiendo los periódicos en este fin de siglo.
Volvamos ahora a esa primera página de The New York Times, el domingo 28 de septiembre de 1997. Uno de los artículos a los que aludí versaba sobre la situación del Congo después de la caída y la muerte de Mobutu. Empezaba de esta manera: "Cuando Frank Kumbu se levanta cada mañana y observa el mundo desde el modesto escalón de cemento que hay a la entrada de su casa, las imágenes de los chicos jugando en las calles enlodadas, del tránsito con sus estelas de humo, y el ruidoso desfile de soldados, mendigos y bohoneros, le recuerda cómo las cosas fueron durante, más o menos, los últimos veinte años".
El otro artículo, sobre llamadas telefónicas gratis en Europa, estaba fechado en Viareggio, Italia, y estas eran sus primeras líneas: "Filippo Simonelli levanta el tubo de su teléfono, pulsa algunas teclas y una voz ladra en su oído: ¿Pizza recién hecha? Restaurante Buon Amico. Via dei Campi 24'. No, no se trata de una llamada a una pizzería. Es parte de un curioso experimento que ofrece a ciertos europeos llamadas de teléfono gratis a cambio de que acepten oír propagandas comerciales". Un tercero, sobre las tensiones raciales en Estados Unidos, tenía su origen en Durham, North Carolina, y este era su comienzo: "Para John Hope Franklin el problema era enloquecedor: las orquídeas que estaba cultivando desde hacía 37 años en la ventana de su apartamento de Brooklyn morían o se negaban a florecer. Su solución al problema fue típica de su aproximación al estudio sobre las relaciones raciales en América al que le había dedicado toda la vida: leyó todo lo que pudo sobre el tema ".
Cuatro de los seis artículos que The New York Times publicó en su primera página ese domingo comenzaban como dije con la historia de un individuo; el quinto artículo narraba la historia de una familia; el sexto daba cuenta de ciertos acuerdos sobre impuestos entre los líderes republicanos del Congreso de los Estados Unidos. Si me detengo en esta característica del periodismo es porque no se trata de algo inusual. Casi todos los días, los mejores diarios del mundo se están liberando del viejo corsé que obliga a dar una noticia obedeciendo el mandato de responder en las primeras líneas a las seis preguntas clásicas o en inglés las cinco W: qué, quién, dónde, cuándo, cómo y por qué. Ese viejo mandato estaba asociado, a la vez, con un respeto sacramental por la pirámide invertida, que fue impuesta por las agencias informativas hace un siglo, cuando los diarios se componían con plomo y antimonio y había que cortar la información en cualquier párrafo para dar cabida a la publicidad de última hora. Aunque en todas las viejas reglas hay una cierta sabiduría, no hay nada mejor que la libertad con que ahora podemos desobedecerlas. La única dictadura técnica de las últimas décadas es la que imponen los diagramadores, y estos, cuando son buenos periodistas, entienden muy bien que una historia contada con inteligencia tiene derecho a ocupar todo el espacio que necesita, por mucho que sea: no más, pero tampoco menos.
De todas las vocaciones del hombre, el periodismo es aquella en la que hay menos lugar para las verdades absolutas. La llama sagrada del periodismo es la duda, la verificación de los datos, la interrogación constante. Allí donde los documentos parecen instalar una certeza, el periodismo instala siempre una pregunta. Preguntar, indagar, conocer, dudar, confirmar cien veces antes de informar: esos son los verbos capitales de la profesión más arriesgada y más apasionante del mundo.
La gran respuesta del periodismo escrito contemporáneo al desafío de los medios audiovisuales es descubrir, donde antes había sólo un hecho, al ser humano que está detrás de ese hecho, a la persona de carne y hueso afectada por los vientos de la realidad. La noticia ha dejado de ser objetiva para volverse individual. O mejor dicho: las noticias mejor contadas son aquellas que revelan, a través de la experiencia de una sola persona, todo lo que hace falta saber. Eso no siempre se puede hacer, por supuesto. Hay que investigar primero cuál es el personaje paradigmático de que podría reflejar, como un prisma, las cambiantes luces de la realidad. No se trata de narrar por narrar. Algunos jóvenes periodistas creen, a veces, que narrar es imaginar o inventar, sin advertir que el periodismo es un oficio extremadamente sensible, donde la más ligera falsedad, la más ligera desviación, puede hacer pedazos la confianza que se fue creando en el lector durante años. No todos los reporteros saben narrar y, lo que es más importante todavía, no todas las noticias se prestan a ser narradas. Pero antes de rechazar el desafío, un periodista de raza debe preguntarse primero si se puede hacer y, luego, si conviene o no hacerlo. Narrar la votación de una ley en el Senado a partir de lo que opina o hace un senador puede resultar inútil, además de patético. Pero contar el accidente de la princesa Diana a través de lo que vió o sintió un testigo suponiendo que existiera ese testigo privilegiado sería algo que sólo se puede hacer bien con el lenguaje, no con el despojamiento de las imágenes o con los sobresaltos de la voz.
Sin embargo, no hay nada peor que una noticia en la que el reportero se finge novelista y lo hace mal. Los diarios del siglo XXI prevelacerán con igual o mayor fuerza que ahora si encuentran ese difícil equilibrio entre ofrecer a sus lectores informaciones que respondan a las seis preguntas básicas e incluyan además todos los antecedentes y el contexto que esas informaciones necesitan para ser entendidas sin problemas, pero también o sobre todo un puñado de historias, seis, siete o diez historias en la edición de cada día, contadas por reporteros que también sean eficaces narradores.
La mayoría de los habitantes de esta infinita aldea en la que se ha convertido el mundo vemos primero las noticias por televisión o por Internet o las oímos por radio antes de leerlas en los periódicos, si es que acaso las leemos. Cuando un diario se vende menos no es porque la televisión o el Internet le han ganado de mano, sino porque el modo como los diarios dan la noticia es menos atractivo. No tiene por que ser así. La prensa escrita, que invierte fortunas en estar al día con las aceleradas mudanzas de la cibernética y de la técnica, presta mucha menos atención me parece a las más sutiles e igualmente aceleradas mudanzas de los lenguajes que prefiere su lector. Casi todos los periodistas están mejor formados que antes, pero tienen -habría que averiguar por qué-menos pasión; conocen mejor a los teóricos de la comunicación pero leen mucho menos a los grandes novelistas de su época.
Antes, los periodistas de alma soñaban con escribir aunque solo fuera una novela en la vida; ahora, los novelistas de alma sueñan con escribir un reportaje o una crónica tan inolvidables como una bella novela. El problema está en que los novelistas lo hacen y los periodistas se quedan con las ganas. Habría que incitarlos, por lo tanto, a que conjuren esa frustración en las páginas de sus propios periódicos, contando las historias de la vida real con asombro y plena entrega del ser, con la obsesión por el dato justo y la paciencia de investigadores que caracteriza a los mejores novelistas. No estoy preconizando que se escriban novelas en los diarios, nada de eso, y menos aún en el lenguaje florido y adjetivado al que suelen recurrir los periodistas que se improvisan como novelistas de la noche a la mañana. Tampoco estoy deslizando la idea de que el mediador de una noticia se convierta en el protagonista. Por supuesto que no. Un periodista que conoce a su lector jamás se exhibe. Establece con él, desde el principio, lo que yo llamaría un pacto de fidelidades: fidelidad a la propia conciencia y fidelidad a la verdad. A la avidez de conocimiento del lector no se la sacia con el escándalo sino con la investigación honesta; no se la aplaca con golpes de efecto sino con la narración de cada hecho dentro de su contexto y de sus antecedentes. Al lector no se lo distrae con fuegos de artificio o con denuncias estrepitosas que se desvanecen al día siguiente, sino que se lo respeta con la información precisa. Cada vez que un periodista arroja leña en el fuego fatuo del escándalo está apagando con cenizas el fuego genuino de la información. El periodismo no es un circo para exhibirse, sino un instrumento para pensar, para crear, para ayudar al hombre en su eterno combate por una vida más digna y menos injusta.
Uno de los más agudos ensayistas norteamericanos, Hayden White, ha establecido que lo único que el hombre realmente entiende, lo único que de veras conserva en su memoria, son los relatos. White lo dice de modo muy elocuente: "Podemos no comprender plenamente los sistemas de pensamiento de otra cultura, pero tenemos mucha menos dificultad para entender un relato que procede de otra cultura, por exótica que nos parezca". Un relato, según White, siempre se puede traducir "sin menoscabo esencial", a diferencia de lo que pasa con un poema lírico o con un texto filosófico. Narrar tiene la misma raíz que conocer. Ambos verbos tienen su remoto origen en una palabra del sánscrito, gna, conocimiento.
El periodismo nació para contar historias, y parte de ese impulso inicial que era su razón de ser y su fundamento se ha perdido ahora. Dar una noticia y contar una historia no son sentencias tan ajenas como podría parecer a primera vista. Por lo contrario: en la mayoría de los casos, son dos movimientos de una misma sinfonía. Los primeros grandes narradores fueron, también, grandes periodistas. Entendemos mucho mejor como fue la peste que asoló Florencia en 1347 a través del Decamerón de Boccaccio que a través de todas las historias que se escribieron después, aunque entre esas historias hay algunas que admiro como A Distant Mirror de Barbara Tuchman. Y, a la vez, no hay mejor informe sobre la educación en Inglaterra durante la primera mitad del siglo XIX que la magistral y caudalosa Nicholas Nickleby de Charles Dickens. La lección de Boccaccio y la de Dickens, como la de Daniel Defoe, Balzac y Proust, pretende algo muy simple: demostrar que la realidad no nos pasa delante de los ojos como una naturaleza muerta sino como un relato, en el que hay diálogos, enfermedades, amores, además de estadísticas y discursos.
No es por azar que, en América Latina, todos, absolutamente todos los grandes escritores fueron alguna vez periodistas: Borges, García Márquez, Fuentes, Onetti, Vargas Llosa, Asturias, Neruda, Paz, Cortázar, todos, aun aquellos cuyos nombres no cito. Ese tránsito de una profesión a otra fue posible porque, para los escritores verdaderos, el periodismo nunca es un mero modo de ganarse la vida sino un recurso providencial para ganar la vida. En cada una de sus crónicas, aun en aquellas que nacieron bajo el apremio de las horas de cierre, los maestros de la literatura latinoamericana comprometieron el propio ser tan a fondo como en sus libros decisivos. Sabían que, si traicionaban a la palabra hasta en la más anónima de las gacetillas de prensa, estaban traicionando lo mejor de sí mismos. Un hombre no puede dividirse entre el poeta que busca la expresión justa de nueve a doce de la noche y el reportero indolente que deja caer las palabras sobre las mesas de redacción como si fueran granos de maíz. El compromiso con la palabra es a tiempo completo, a vida completa. Puede que un periodista convencional no lo piense así. Pero un periodista de raza no tiene otra salida que pensar así. El periodismo no es una camisa que uno se pone encima a la hora de ir al trabajo. Es algo que duerme con nosotros, que respira y ama con nuestras mismas vísceras y nuestros mismos sentimientos.
Las semillas de lo que hoy entendemos por nuevo periodismo fueron arrojadas aquí, en América Latina, hace un siglo exacto. A partir de las lecciones aprendidas en The Sun, el diario que Charles Danah tenía en Nueva York y que se proponía presentar, con el mejor lenguaje posible, "una fotografía diaria de las cosas del mundo", maestros del idioma castellano como José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera y Rubén Darío se lanzaron a la tarea de retratar la realidad. Darío escribía en La Nación de Buenos Aires, Gutiérrez Nájera en El Nacional de México, Martí en La Nación y en La Opinión Nacional de Caracas. Todos obedecían, en mayor o menor grado, a las consignas de Danah y las que, hacia la misma época, establecía Joseph Pulitzer: sabían cuando un gato en las escaleras de cualquier palacio municipal era más importante que una crisis en los Balcanes y usaban sus asombrosas plumas pensando en el lector antes que en nadie.
De esa manera, por primera vez, fundieron a la perfección la fuerza verbal del lenguaje literario con la necesidad matemática de ofrecer investigaciones acuciosas, puestas al servicio de todo lo que sus lectores querían saber. Fue Martí el primero en darse cuenta de que escribir bien y emocionar al público no son algo reñido con la calidad de la información sino que, por lo contrario, son atributos consustanciales a la información. Tal como Pulitzer lo pedía, Martí y Darío pero sobre todo Martí usaron todos los recursos narrativos para llamar la atención y hacer más viva la noticia. No importaba cuán larga fuera la información. Si el hombre de la calle estaba interesado en ella, la leería completa.
Si hace un siglo las leyes del periodismo estaban tan claras, ¿por qué o cómo fueron cambiando? ¿Qué hizo suponer a muchos empresarios inteligentes que, para enfrentar el avance de la televisión y del Internet, era preciso dar noticias en forma de píldoras porque la gente no tenía tiempo para leerlas? ¿Por qué se mutilan noticias que, según los jefes de redacción, interesan sólo a una minoría, olvidando que esas minorías son, con frecuencia, las mejores difusoras de la calidad de un periódico? Que un diario entero está concebido en forma de píldoras informativas es no sólo aceptable sino también admirable, porque pone en juego, desde el principio al fin, un valor muy claro: es un diario hecho para lectores de paso, para gente que no tiene tiempo de ver siquiera la televisión. Pero el prejuicio de que todos los lectores nunca tienen tiempo me parece irrazonable. Los seres humanos nunca tienen tiempo, o tienen demasiado tiempo. Siempre, sin embargo, tienen tiempo para enterarse de lo que les interesa. Cuando alguien es testigo casual de un accidente en la calle, o cuando asiste a un espectáculo deportivo, pocas cosas lee con tanta avidez como el relato de eso que ha visto, oído y sentido. Las palabras escritas en los diarios no son una mera rendición de cuentas de lo que sucede en la realidad. Son mucho más. Son la confirmación de que todo cuanto hemos visto sucedió realmente, y sucedió con un lujo de detalles que nuestros sentidos fueron incapaces de abarcar.
El lenguaje del periodismo futuro no es una simple cuestión de oficio o un desafío estético. Es, ante todo, una solución ética. Según esa ética, el periodista no es un agente pasivo que observa la realidad y la comunica; no es una mera polea de transmisión entre las fuentes y el lector sino, ante todo, una voz a través de la cual se puede pensar la realidad, reconocer las emociones y las tensiones secretas de la realidad, entender el por qué y el para qué y el cómo de las cosas con el deslumbramiento de quien las está viendo por primera vez.
Cada vez que las sociedades han cambiado de piel o cada vez que el lenguaje de las sociedades se modifica de manera radical, los primeros síntomas de esas mudanzas aparecen en el periodismo. Quien lea atentamente la prensa inglesa de los años 60 reencontrará en ella la esencia de las canciones de los Beatles, así como en la prensa californiana de esa época se reflejaba la rebeldía y el heroísmo anárquico de los beatniks o la avidez mística de los hippies. En el gran periodismo se puede siempre descubrir y se debe descubrir, cuando se trata de gran periodismo los modelos de realidad que se avecinan y que aún no han sido formulados de manera consciente.
Pero el periodismo, a la vez como lo saben muy bien todos los que están aquí no es un partido político ni un fiscal de la república. En ciertas épocas de crisis, cuando las instituciones se corrompen o se derrumban, los lectores suelen asignar esas funciones a la prensa sólo para no perder todas las brújulas. Ceder a cualquier tentación paternalista puede ser fatal, sin embargo. El periodista no es un policía ni un censor ni un fiscal. El periodista es, ante todo, un testigo: acucioso, tenaz, incorruptible, apasionado por la verdad, pero sólo un testigo. Su poder moral reside, justamente, en que se sitúa a distancia de los hechos mostrándolos, revelándolos, denunciándolos, sin aceptar ser parte de los hechos.
Responder a ese desafío entraña una enorme responsabilidad. Ningún periodista podría cumplir de veras con esa misión si cada vez, ante la pantalla en blanco de su computadora, no se repitiera: "Lo que escribo es lo que soy, y si no soy fiel a mí mismo no puedo ser fiel a quienes me lean". Solo de esa fidelidad nace la verdad. Y de la verdad, como lo sabemos todos los que estamos aquí, nacen los riesgos de esta profesión, que es la más noble del mundo.
Un periodista no es un novelista, aunque debería tener el mismo talento y la misma gracia para contar de los novelistas mejores. Un buen reportaje tampoco es una rama de la literatura, aunque debería tener la misma intensidad de lenguaje y la misma capacidad de seducción de los grandes textos literarios. Y, para ir más lejos aún y ser más claro de lo que creo haber sido, un buen periódico no debería estar lleno de grandes reportajes bien escritos, porque eso condenaría a sus lectores a la saturación y al empalagamiento. Pero si los lectores no encuentran todos los días, en los periódicos que leen, un reportaje, un solo reportaje, que los hipnotice tanto como para que lleguen tarde a sus trabajos o como para que se les queme el pan en la tostadora del desayuno, entonces no tendrán por qué echarle la culpa a la televisión o al Internet de sus eventuales fracasos, sino a su propia falta de fe en la inteligencia de sus lectores.
A comienzos de los años 60 solía decirse que en América Latina se leían pocas novelas porque había una inmensa población analfabeta. A fines de esa misma década, hasta los analfabetos sabían de memoria los relatos de novelistas como García Márquez y Cortázar por el simple hecho de que esos relatos se parecían a las historias de sus parientes o de sus amigos. Contar la vida, como querían Charles Danah y José Martí, volver a narrar la realidad con el asombro de quien la observa y la interroga por primera vez: esa ha sido siempre la actitud de los mejores periodistas y esa será, también, el arma con que los lectores del siglo XXI seguirán aferrados a sus periódicos de siempre.
Oigo repetir que el periodismo de América Latina está viviendo tiempos difíciles y sufriendo ataques y amenazas a su libertad por parte de varios gobiernos democráticos. En las dictaduras sabíamos muy bien a qué atenernos, porque la fuerza bruta y el absolutismo agreden con fórmulas muy simples. Pero las democracias cuando son autoritarias emplean recursos más sutiles y más tenaces, que a veces tardamos en reconocer. Los tiempos siempre ha sido difíciles en América Latina. De esa carencia podemos extraer cierta riqueza. Los tiempos difíciles suelen obligarnos a dar respuestas rápidas y lúcidas a las preguntas importantes. Cuando Atenas produjo las bases de nuestra civilización, afrontaba conflictos políticos y padecía a líderes demagógicos semejantes a muchos de los que hoy se ven por estas latitudes. Y sin embargo, Aristóteles imaginó las premisas de la democracia a partir de los rasgos que tenía entonces Atenas. En el siglo XVII nadie podía imaginar tampoco hacia dónde se encaminaba Inglaterra. Se sucedían las guerras de religión y de conquista, los reyes iban y venían del cadalso, pero del magma de esas convulsiones brotaron las grandes preguntas de la modernidad y las geniales respuestas de Locke, de Hume, de Francis Bacon, de Newton, de Leibniz y de Berkeley. Del caos de aquellos años nacieron las luces de los tres siglos siguientes.
Algo semejante está sucediendo ahora en América Latina. Cuando más afuera de la historia parecemos, más sumidos estamos sin embargo en el corazón mismo de los grandes procesos de cambio. En tanto periodistas, en tanto intelectuales, nuestro papel, como siempre, es el de testigos activos. Somos testigos privilegiados. Por eso es tan importante conservar la calma y abrir los ojos: porque somos los sismógrafos de un temblor cuya fuerza viene de los pueblos.
Es preciso ponernos a pensar juntos, es preciso ponernos a narrar juntos. Lo que va a quedar de nosotros son nuestras historias, nuestros relatos. Es preciso renovar también las utopías que ahora se están apagando en el cansado corazón de los hombres. Una de las peores afrentas a la inteligencia humana es que sigamos siendo incapaces de construir una sociedad fundada por igual en la libertad y en la justicia. No me resigno a que se hable de libertad afirmando que para tenerla debemos sacrificar la justicia, ni que se prometa justicia admitiendo que para alcanzarla hay que amordazar la libertad. El hombre, que ha encontrado respuesta para los más complejos enigmas de la naturaleza no puede fracasar ante ese problema de sentido común.
Tengo plena certeza de que el periodismo que haremos en el siglo XXI será mejor aún del que estamos haciendo ahora y, por supuesto, aún mejor del que nuestros padres fundadores hacían a comienzos de este siglo que se desvanece. Indagar, investigar, preguntar e informar son los grandes desafíos de siempre. El nuevo desafío es cómo hacerlo a través de relatos memorables, en los que el destino de un solo hombre o de unos pocos hombres permita reflejar el destino de muchos o de todos. Hemos aprendido a construir un periodismo que no se parece a ningún otro. En este continente estamos escribiendo, sin la menor duda, el mejor periodismo que jamás se ha hecho. Ahora pongamos nuestra palabra de pie para fortalecerlo y enriquecerlo.