Probablemente varios de ustedes han experimentado esa mágica sensación de irrealidad que produce leer, en el periódico venerable y creíble en el que se ha confiado toda la vida, el relato de algún hecho del que uno ha sido testigo o participante y encontrarse con algo totalmente distinto a lo que sucedió. Varias veces me ha ocurrido, aunque tal vez el caso más sorprendente fue el de leer en un diario varios trozos de un discurso que nunca pronuncié, inventados por un reportero que nunca estuvo en el sitio y nunca se preocupó por averiguar de qué tema había hablado. Después de eso me dediqué durante algún tiempo a leer la prensa al final de la semana o del mes, de para atrás, para comenzar por las rectificaciones, cuando las había, y avanzar lentamente hacia la primera noticia del hecho, o para entretenerme con la flaqueza de las previsiones y el incumplimiento de las promesas de ampliar o completar alguna información, cuyos cabos se quedaban sueltos por toda la eternidad. El ejercicio me dio muchas ideas acerca de la lógica y la retórica de los periodistas, de sus estrategias para darle importancia a un hecho y convertirlo en algo de actualidad, de los mecanismos para volver la información un producto atractivo para el público, de los procedimientos que permiten borrar y llevar al olvido la sorprendente noticia de ayer bajo el peso abrumador de nuevos titulares. Fue una experiencia fascinante, tanto como la que he disfrutado, como miembro del jurado del premio Simón Bolívar de periodismo: leer, en forma concentrada, las más interesantes publicaciones hechas en un año en la prensa del país y seguir, en ocho días de atención, varios centenares de horas de radio y televisión.
La experiencia del premio, sin duda, es más compleja y rica que la del juego de las rectificaciones anticipadas y los informes interruptos: pocos periodistas mandan textos que hayan tenido que rectificar, o cuya veracidad haya sido puesta en duda en forma expresa. Más que una contraposición de verdad y falsedad, de acierto y error, lo que resulta sorprendente es la multiplicidad de imágenes del país que elaboran los medios de comunicación, la extraordinaria variedad de puntos de vista y perspectivas, la superposición casi esquizofrénica entre el país violento y el país de la paz, el país en el que, como dice García Márquez, cada colombiano es un pais que está en guerra con el otro y el país de la solidaridad, el país de la corrupción general y la honestidad heroica, el país del carnaval y la masacre. Y aún más que una visión del país, de sus violencias, sus glorias, sus tragedias y sus trabajos, lo que poco a poco va calando es una visión inquietante sobre el papel que desempeñan en este retablo de las maravillas los medios de comunicación, y sobre la lógica y los criterios que guían a periodistas y comunicadores. La misma selección de trabajos por parte de muchos participantes, que omiten columnas, textos o relatos que uno recuerda con admiración para enviar trabajos dominados por la retórica del dolor o de las buenas intenciones, por el efectismo emocional o la capacidad para manipular a las fuentes o a los lectores, es un indicio de hábitos de pensamiento que no dejan de ser sorprendentes en quienes tienen el poder de construir nuestra sociedad.
Construir, por supuesto, en un doble sentido. El primero es puramente perceptivo: los colombianos saben del mundo por los medios de comunicación. Para la casi totalidad de los colombianos, las fuentes alternas de información se han secado o nunca han brotado. El rumor, el chisme, la información trasmitida en forma oral, que llenaba la vida en las pequeñas aldeas y se refería ante todo a los hechos de la comarca, ya no tiene mucha importancia: a pocos interesa el embarazo de la vecina, o la muerte de un simple conocido, o los pesos que se robó un empleado local, cuando la prensa o la televisión narran las tragedias, pecados y fortunas, preferiblemente ilícitas, de grandes y poderosos, en Bogotá, París o Nueva York. Y los libros, que ofrecían la mayoría de la información para nuestros políticos o intelectuales de antaño, quizás hasta la generación de Alberto o Carlos Lleras, nunca dejaron de ser en nuestro analfabeta e iletrado país objetos de uso exclusivo de una reducida elite, fascinada a veces por el poder de la gramática y a veces por la fuerza presuntamente revolucionaria de las ideas. Por ello, así como en el siglo XVIII los idealistas ingleses afirmaba que ser es ser percibido, hoy no es excesivo afirmar que no existe, al menos en el ámbito del presente, sino lo que se imprime o se trasmite. Y al lado de este poder de configurar la realidad, los medios tienen, y esto es más complicado, una evidente capacidad para transformarla, para convertirse en actores y sujetos del cambio mismo. Una serie de noticias sobre la guerrilla o los paramilitares, con la adecuada titulación, puede modificar radicalmente las percepciones que tengan los colombianos de sus justificaciones y razones, y estas percepciones, convertidas en hechos reales mediante una encuesta que existe también solo porque es publicada, pueden permitir o impulsar o hacer inevitable el cambio de una política estatal. O en otro campo, la noticia de que una entidad financiera está en dificultades puede agravar exponencialmente esas dificultades, o la información sobre el estado de la economía puede guiar las decisiones del público en forma casi inevitable hacia resultados sólidos como rocas: los medios nos indican sin reposo cuando debemos invertir o como sería de absurdo admitir un crédito en UPACS, y acaban en buena parte configurándonos, construyéndonos a nosotros mismos: empezamos a hacer parte de los ciudadanos agobiados por las arbitrariedades de un alcalde, o de las víctimas de un estado que no nos ayuda lo suficiente, o de grupos, categorías y generaciones que los medios inventan y que poco a poco, tras ejercicios de incesante martilleo, se vuelven parte esencial de nosotros mismos. Y en la medida en que deciden sobre la inexistencia o la existencia de los seres, los medios definen las jerarquías y asignan la importancia relativa de hechos y personas: periódicamente nos indican cuales son los jóvenes que dominarán el país ( y que podrán hacerlo en buena parte porque los medios les dan el poder para negociar poder: esto explica que siempre haya un elevado número de periodistas en estos inventarios de la gente más poderosa), o los mejores escritores, o los pintores del siglo, en estos juegos de anticipación al milenio en los que yo mismo he participado con obediencia y sumisión, resignado a mi identidad de "experto histórico" definida por los medios.
Esta función de actor histórico real, que supera la visión tradicional de puro espejo de ella, es cada día más fuerte. Ya la transmisión de la toma de Florencia por el M-19, o el micrófono ofrecido al atacante del Palacio de Justicia para que exponga sus pretensiones parecen balbuceos infantiles, todavía inciertos y vacilantes. Hoy el reciente proceso de paz nos ha mostrado unos medios comprometidos totalmente con los acontecimientos, lo que quiere decir que, por un lado, han decidido dedicar una parte substancial de su espacio y su tiempo a seguir todos los detalles de una historia en proceso de hacerse, pero por la otra que la noticia, la información, es transformada de algún modo por el interés de lograr ciertos resultados. Por el interés de la prensa, en cuanto esta considera, al asumir que su función no es informar sino influir a la opinión, que contribuye al éxito al proceso de paz presentando las noticias en cierta forma, omitiendo la información negativa sobre determinado grupo, silenciando el escepticismo o presentando como parte de estrategias interesadas todo desvió del pensamiento políticamente correcto. Y por el interés de otros grupos, cuando la prensa, muchas veces de buena fe, se vuelve arma en manos de los contendientes, cuanto convierte en canónicas versiones mentirosas o fragmentadas del pasado reciente, cuanto presenta como información una interpretación discutible de la realidad del país, que justifica muchas veces la acción de quienes han escogido al fusil, guerrillero o paramilitar, como fuente primordial del poder en la sociedad.
Los problemas y dificultades, políticos y éticos, que plantea una situación como la colombiana, cuando el periodismo se hace en medio de la guerra y la violencia, son especialmente agudos y de muy difícil respuesta. Probablemente no hay respuesta para ellos, al menos una respuesta clara, unívoca y definitiva. ¿Hay que silenciar, como en los pactos de silencio de los años cincuentas, la información sobre la violencia, para dar prioridad a lo positivo o animador, a lo que contribuya a la paz o al respeto de la ley? ¿Puede someterse la información a restricciones derivadas de la inconveniencia política de su difusión? Yo tiendo a pensar que, como en la frase bíblica, solo la verdad nos hará libres, y que la obligación de los medios es presentar toda la información y todas las perspectivas, sin dejarse arrastrar por invitaciones moralistas o paternalistas, sin preparar con buenas intenciones pacifistas los caminos del infierno. Y que la razón de los medios, en un sentido político, esta en la necesidad de una comunidad democrática de tomar las decisiones con base en la más completa e integral información: todo lo que deforme esta obligación, o por el interés de lograr determinados resultados, o por el compromiso y la solidaridad con unos u otros, o por la urgencia de revestir la información del sensacionalismo que promueva un aumento en la circulación o la audiencia, o por la negligencia en la búsqueda de las pruebas y testimonios que hagan completo e integral el relato, representa una abdicación en las obligaciones etico-políticas del periodismo.
Esto no tiene porque excluir la toma de posición, debidamente identificable como tal, de los medios o de sus directores, de los periodistas o los columnistas. El discurso de opinión es parte central del discurso democrático, pero su mezcla acrítica con la información, la generalización de la táctica de editorializar con los titulares o con las reticencias, trampas y figuras retóricas del relato, con el análisis que se disfraza de presentación factual, no hace sino distorsionar la función de los medios y lleva a que los lectores se vayan acostumbrando a leer cada vez más entre líneas: ¿qué será lo que busca este editor, este redactor? Y la prioridad de la obligación de informar debe estar siempre enmarcada y limitada por la pregunta de qué es relevante para la vida ciudadana de los lectores: la invasión de la vida privada que caracteriza algunos medios no puede ser justificable por el interés legítimo de la audiencia, pues no puede hacerse equivalente la curiosidad y el interés psicológico por la vida privada de los demás, que todos tenemos en mayor o menor grado, con el derecho a recibir esa información cuando no tiene relevancia para la vida de la comunidad.
He ofrecido algunas opiniones en una forma más o menos dogmática: discutir en forma razonable estos problemas exigiría un largo debate, pues, repito, son temas de una complejidad casi insoluble. Nadie puede pretender que los periodistas tengan una respuesta final a ellos, que cuenten con un recetario que les permita determinar en cada caso cuando están actuando dentro de los intereses legítimos de la comunidad y cuando el sensacionalismo, el afán de incrementar la audiencia para indirectamente garantizar la supervivencia financiera del medio, el acomodamiento acrítico con los deseos del lector, pueden estar haciendo que su función se cumpla de manera precaria. Es una tarea continua, pero es una tarea seria, que de alguna manera debería poder desarrollarse frente a los lectores y con el apoyo crítico de la audiencia, y que a veces, como en alguno de los programas de debate televisivo presentados al premio, desarrollan con alguna profundidad los mismos periodistas. Lo que no es válido es minimizar el problema con respuestas simplistas y sofistas o contradictorias, como la de quienes creen en el poder de los medios para influir la conducta de los consumidores o los votantes, para vender jabones o toallitas higiénicas o puestos en los concejos municipales, y están dispuestos a vender este poder a los anunciantes, pero se refugian detrás de la falta de pruebas definitivas y contundentes que demuestren que influye sobre la conducta más o menos violenta de los ciudadanos o sobre su voluntad de obedecer la ley o respetar las normas. Como no es valido apoyarse, para eludir estos problemas, en perogrulladas o truismos como los que subrayan que la objetividad total es imposible, que todos los discursos están interesados, que toda narración incluye un punto de vista, y que como la mayoría de los argumentos que nos hablan, en temas sociales, de todos o de ninguno, son usualmente falaces.
Tras la lectura condensada de tantos periódicos y la atención obsesiva a tanta radio y tanta televisión, creo que mis colegas del jurado coinciden conmigo al advertir que, si puede hacerse alguna generalización acerca del papel democrático de la prensa, es que ha disminuido, hasta casi desaparecer, una de las formas más arcaicas de parcialidad de la prensa colombiana, y que hasta hace treinta o cuarenta años era de una abrumadora presencia: el compromiso partidista. Ya en 1998 el cubrimiento del proceso electoral mostró un periodismo que empezaba a obsesionarse con la idea de una información imparcial, que buscaba los mecanismos para ofrecer al público un contenido que le permitiera actuar como corresponde al supuesto de fondo de la democracia, como un ciudadano informado. Este avance tan claro está acompañado sin duda por una perspectiva global más profesional, en la que medios y periodistas se conciben, se definen, como unos medios modernos, independiente de presiones, sin temor a los poderes políticos o económicos. Evaluar en que medida esto ha avanzado sería imposible, y los matices demasiado finos para poder ofrecer un cuadro global. Pero a pesar de que ciertas servidumbres continúan, creo que las dos docenas de años en que se ha otorgado el premio Simón Bolívar han sido testigos de un significativo avance en el profesionalismo y la independencia de los medios de comunicación, a pesar de la inquietud que surge del creciente dominio de las empresas de comunicación por grandes conglomerados económicos y a pesar de la ocasional evidencia de que en este campo es donde menos claro ha sido el avance en la independencia y la capacidad de información crítica.
No tengo dudas de que la existencia de un premio como este ha contribuido y contribuirá a definir los parámetros de calidad de un periodismo serio, y constituye por si mismo una invitación a un trabajo más serio y exigente. Por ello creo que vale la pena agradecer a Seguros Bolívar, que bajo la orientación de José Alejo Cortés y con la coordinación de Ivonne Nichols, han dado un respaldo comprometido al premio y un impecable apoyo logístico al trabajo del jurado. Pero el avance no ha sido homogéneo, y una de las comprobaciones más obvias de nuestro grupo, es el contraste tan violento, en el universo ya seleccionado de quienes consideran que sus trabajos se encuentran entre los mejores del país, entre obras de calidad extraordinaria, con muestras de improvisación y pobreza, publicados muchas veces lado a lado, en el mismo medio, el mismo periódico, el mismo canal, la misma emisora. Entre los materiales sometidos al juicio del jurado, y dejando de lado pecata minuta como los guiones poéticos o la retórica localista o lacrimosa, había, sobre todo en televisión y radio, una amplia representación de ejercicios de acoso a la víctima, guiada o forzada muchas veces al llanto; de muestras de falta de respeto al derecho a la vida privada, de delectación morosa en la tragedia, la enfermedad o la miseria. Igualmente evidentes eran los casos que respondían a una estrategia determinada por las fuentes, y ofrecían entrevistas hechas en evidente complicidad con el entrevistado, o narrativas dictadas por la lógica de relaciones públicas de una entidad pública o hasta de alguno de los actores armados: en estos casos, se pregunta uno si el periodista actuó con mala fe o simplemente descuidó negligentemente la investigación de los hechos, que le hubiera permitido ofrecer puntos de vistas y perspectivas contrastantes y críticas.
Pero, a pesar de estos reparos, fueron muchos los momentos de satisfacción ante programas y textos que resultaban, por su calidad periodística, bellos y emocionantes, y que daban una medida del nivel al que debe aspirar el periodismo de un país enfrentado a tantas dificultades como la Colombia de hoy. Algunos de ellos recibirán hoy los premios Simón Bolívar, después de un trabajo del jurado cuya dedicación, seriedad y ecuanimidad, en lo que toca a mis colegas, quiero reconocer públicamente. Muchos otros habrían merecido también este reconocimiento, pero las reglas sabiamente inflexibles del premio nos obligaban a escoger, a veces después de muchas vacilaciones, entre quienes habían sido definidos como finalistas. Los ganadores, junto con los finalistas, representan una variada agrupación de periodistas, que ofrecen una especie de retrato colectivo del mejor periodismo de Colombia. Un periodismo en el que mujeres y hombres tienen una participación más equilibrada, y en el que al lado de las figuras reconocidas de veteranos trabajadores del medio surgen con ambición y entusiasmo jóvenes que en sus primeros pasos muestran ya maestría y seguridad. Colombia sólo saldrá adelante si desarrolla su capacidad de dialogo y comunicación, de comprensión y reconocimiento de los demás, la calidad del periodismo, como la de la educación, es central. Los trabajos premiados responden a esta demanda, y muestran que es posible alcanzar los niveles de excelencia que hoy requiere el país. Este es un motivo de esperanza, lo que no es poco en el horizonte desolado que hoy tenemos al frente. Alegrémonos por ello, y agradezcamos a quienes tales motivos nos ofrecen.
Jorge Orlando Melo Santa Fe de Bogotá, 23 de julio de 1999