Monterrey, 2002
Hacia una descripción de la prensa de México en 1947 o 1956 o 1960 o 1967: redacciones colmadas, tecnología nunca muy de punta, noticias a las que se maquilla para que estén presentables, uso amenazador o casi abstracto del lenguaje que se descifra en penumbras y entre líneas, gángsteres que compran periódicos para convertir lo publicable en lo impublicable (mientras sus asesores les hacen memorizar los comentarios adecuados en caso de visita de personalidades), jóvenes que ingresan al periodismo tan convencidos de sus ideales como del plazo máximo para abandonarlos en definitiva (cinco años), publicaciones destinadas al Único Lector posible, ese que habita en la Presidencia de la República (donde no se lee), compra y venta de conciencias o si no se quiere ser tan extremo, agradecimientos cuantiosos a la disponibilidad informativa... En este paisaje de la sumisión altanera ingresa Julio Scherer en 1947, en Excélsior.
Toda la historia de la vida de un hombre está en su actitud, afirmó el escritor mexicano Julio Torri. Si por actitud se entiende positivamente lo irrenunciable de cada persona, la lealtad razonada a los valores que norman la trayectoria, la de Scherer se concentra en el apego al oficio.
Reportero, jefe de redacción, coordinador editorial, director de publicaciones muy significativas (Excélsior, Proceso), Scherer construye tenazmente su sistema de rechazos y de afirmaciones. No es cuestión sólo de distanciarse en forma crítica de los poderes, sino de lanzar el no y luego, en forma progresiva, hacer de la negativa el punto de partida de las transformaciones.
Al periodismo más que servicial con los de arriba y más que despótico con los demás, el de la etapa que va del gobierno de Miguel Alemán al de Luis Echeverría (la era de Excélsior), Scherer le aporta su fe en el lector, la convicción irrebatible que entonces parece una desmesura, porque el lector ni patrocina las publicaciones ni enriquece a dueños y reporteros ni otorga los contratos. Trabajar para una legión de destinatarios anónimos, es en aquella época casi inconcebible informar de algo -es la premisa del Cuarto Poder-, no les servirá de nada.
El homenaje a los impunes se inicia en la frustración de quienes denuncian. Scherer, que a la práctica le confía sus lecciones perdurables, aprende a fondo el oficio y construye sus mandamientos ayudado por la sabiduría de los cínicos (esos maestros del desaliento regocijado). Desde las convicciones éticas es posible oponerse a la tradición donde el periodista hace como que informa y el gobierno hace como que le sorprende gratamente la nota de júbilo por su comportamiento que recién ha encargado.
El don de gentes de Scherer, ése que tal vez hoy se llamaría cualidades originales del Producto antes del tratamiento mercadotécnico, le sirve repetidamente en su búsqueda de exclusivas. Si el periodista no confunde jamás amistad y complicidad, será un interlocutor de muy distintos niveles sociales y podrá persuadir a los menos indicados (los que tienen que perder con las revelaciones) de proporcionarle los elementos que, muchas gracias licenciado, los exhibirán en la cúspide de su ineptitud y su rapacidad (no sé por qué distingo entre una y otra). Desde la firmeza sin vanagloria o, si se quiere, desde la congruencia sin aplausos adjuntos, Scherer resiste la embestida del presidente Luis Echeverría, empeñado en ajustar su política represiva con sus ambiciones de Premio Nobel de la Paz.
La pelea es muy desigual y el 8 de julio de 1976 se consuma el golpe a Excélsior, un hecho ignominioso y extraordinario del periodismo en México. La ignominia corre a cargo de los manipuladores gubernamentales, de los periodistas que se prestan gustosos a la maniobra, de los actores del asalto; a la dignidad la representan -sin poses, algo agradecible- Scherer, el grupo en torno suyo y el sector de la sociedad civil que los apoya. En Proceso se concentra, por unos años, el periodismo ya iniciado en Excélsior, con las novedades que trae consigo la disminución creciente o la abolición de la censura. Se implanta el reportaje de investigación y lo avizorado en Excélsior, el periodismo que sólo es interlocutor del poder si lo es previamente de la sociedad, se extiende. Todavía en México, el reportaje de investigación es limitado, suele caer en el tremendismo, le concede a la nota roja un sitio desmesurado y cree más de la cuenta en la teoría de la conjura, pero en sus mejores instancias, ya numerosas, es la mayor desmitificación del poder que América Latina ha conocido.
Con este género periodístico termina una garantía histórica de la clase dirigente: la invisibilidad presuntuosa. En el período 1976-1996, el periodismo crítico se vuelve un gran hábito inquisitivo de sus lectores. A veces los reportajes pueden ser repetitivos o grandilocuentes, pero en su conjunto intensifican el conocimiento público sobre el gran engaño perpetrado por los profesionales del autoengaño. La sociedad se globaliza y a Scherer le interesa cada vez más lo internacional, ya no lo que está allí afuera, sino las tragedias y los avances que en buena medida también son nuestros.
La sociedad incorpora el miedo a sus haberes cotidianos y Scherer se interesa por la delincuencia organizada, esa tributaria no tan secreta del neoliberalismo. De acuerdo con su perspectiva, sin la narrativa de lo real (el periodismo) las sociedades naufragarían en la interpretación de lo que no ocurre... Por supuesto, él le opondría a mi descripción un lapidario: ¿Y qué quiso decir con esto?. En la actitud de Scherer, interviene el gusto por las distintas manifestaciones de la noticia, lo que se advierte desde Siqueiros. La piel y la entraña, de 1966. (Dicho sea de paso, La piel y la entraña no contiene la mayor parte del material de las entrevistas de Scherer con David Alfaro Siqueiros en la cárcel de Lecumberri. Éstas vienen, sin crédito, en Me llamaban el Coronelazo.) Scherer es un entrevistador implacable y cortés, es un entusiasta de los logros verbales y un convencido de que detrás de la apariencia de los poderosos se levanta una montaña de prontuarios. De allí: Los presidentes (1986), Historias de familia (1990), Estos años (1995), Salinas y su imperio (1997), Parte de guerra (1999) y Pinochet, vivir matando (2000). También, a él le incumbe el crecimiento de la violencia delincuencial y los métodos hasta ahora tan fallidos para regenerar a los transgresores de la ley, y esto explica Cárceles (1998) y Máxima seguridad (2001). Toda la historia de la vida de un hombre está en su actitud. Toda la historia de la actitud profesional de Julio Scherer se centra en su obsesión: la única información privilegiada concebible es la del lector.
Por ésta y otras muchas razones resulta hoy el justo e inevitable ganador del Premio Nuevo Periodismo 2001, otorgado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano y Cemex. Felicitaciones, Julio.