Buenas noches, señoras y señores:
Cuando me dieron la noticia de que había ganado el reconocimiento Clemente Manuel Zabala al editor colombiano ejemplo como periodista, formador y ciudadano, mi primera reacción fue de una alegría enorme. Nunca había imaginado recibir en mi vida un honor semejante, entregado bajo la mirada tutelar nada menos que del propio Gabo.
En medio de mi euforia caí en cuenta con la mayor vergüenza de que no tenía ni idea de quien era ese señor que le da sus sonoros nombre y apellido al premio. Pero como hoy todo está al alcance de los dedos, inmediatamente lo guglié, y al conocer su vida, no solo entendí de inmediato la gran dimensión del reconocimiento, sino confirmé todo lo que intuyen quienes asumen de corazón el papel del editor: que su trabajo, allá en las soledades tardías de la redacción, es de verdad muy importante.
Clemente Manuel Zabala fue un maestro, un humanista, un “hombre lámpara”, como lo llamó su amigo Héctor Rojas Herazo, que desde el relativo anonimato contribuyó a formar a ese genio que fue García Márquez. Tanto, que alguna vez el propio Gabo dijo que no habría sido el mismo si sus primeros textos no hubieran sido víctimas, en el diario El Universal de Cartagena, de su implacable y ya legendario lápiz rojo.
Pero mientras Gabo ascendió a la gloria, muy poca gente hoy sabe quién fue su editor crucial. Por eso, no quiero recibir este reconocimiento solo para mí, sino en nombre de tantas personas, casi siempre relativamente anónimas que, como Clemente Manuel Zabala, se entregaron y se entregan en cuerpo y alma a una tarea apasionante pero ingrata: la edición de textos.
Es ingrata: se parece a lo que hacen los árbitros del fútbol, a quienes los locutores deportivos elogian porque nadie los notó en el partido. Porque el buen editor logra que su trabajo sea imperceptible, tanto, que a veces ni siquiera los autores se enteran muy bien de qué pasó con sus textos. Ese buen editor del que hablamos sonríe entonces para sus adentros: ha hecho su trabajo bien, porque no se ha notado. Nadie lo sabrá. Pero él habrá hecho bien su trabajo.
¿Y por qué ese buen editor se acomoda de buen grado a ese anonimato al que él mismo se ha condenado en su vida periodística, una vida que tiene a la figuración pública como uno de sus atractivos?
Porque siente pasión por los textos, por la comunicación y por el idioma. Quien asuma las funciones de editor sin tener esa pasión, puede muy bien aplicar a esas altas horas de la noche, solo frente a su texto en la pantalla, aquel famoso principio colombiano del “deje así”. Al fin y al cabo en muchísimas ocasiones el texto cumple los requisitos necesarios, es más o menos comprensible y las informaciones son correctas. Podría pasar de agache y tomárselo a la ligera, conciente de que muchas veces hacerlo no tendría consecuencias graves. Podría simplemente darlo por aceptable, apagar el computador e irse para su casa.
Pero el buen editor no hace eso, porque, repito, siente pasión por su oficio, tiene ese elemento que lo diferencia, que lo mueve, que le hace a veces asumir riesgos desproporcionados. Porque siente a fondo el contraste entre un texto aceptable y uno brillante, y porque comprende que, en momentos en que los medios, impresos o digitales, están bajo la amenaza de los tiempos, solo la excelencia salvará a la palabra escrita.
Esa es una excelencia que, cuando hablamos de la redacción periodística, no se reduce a que lo que se cuenta sea verdadero y pertinente, sino a que sea capaz de seducir al lector. De conducirlo amablemente por la historia, hasta llevarlo a una conclusiòn coherente y satisfactoria. Para que al final, cuando levante la vista, de pronto con una sonrisa en los labios, sienta que se enriqueció, que no perdió su tiempo leyendo el texto, y que quiere volver a hacerlo en la próxima entrega.
Pero a veces a los periodistas se nos olvida que no somos más que unos intermediarios entre los hechos, los protagonistas, los expertos y nuestros lectores. Que trabajamos para estos últimos, nuestros usuarios, que transitan por otros caminos de la vida y quieren recibir una información a la que no podrían acceder por sí mismos. Nosotros les prestamos un servicio, y lo mínimo que debemos ofrecerles es que les llegue con eficacia.
Para ello es indispensable la claridad, la hermana en los textos de la elegancia. Su peor enemigo es el ego, sobre todo entre los periodistas jòvenes, que suelen creer que por usar palabras raras y construcciones gramaticales audaces impresionan más. Pero se equivocan. Solo mediante la claridad podemos cumplir nuestro deber frente al lector, ese otro gran protagonista de nuestro trabajo, que cierra el cìrculo de la comunicación.
Pero además, y no menos importante, porque un texto brillante enaltece la inteligencia de quien lo escribe y de quien lo lee y sirve de punto de referencia para el buen uso del idioma. Los medios de comunicación tienen un deber colectivo frente a éste, y por supuesto no es posible exagerar la importancia de la lengua en su sociedad. En este aspecto, por ejemplo, resalta la ausencia de un verdadero editor de textos en los medios televisivos y radiales, por no hablar de los periodistas ciudadanos de internet, donde es muy poco lo que es posible hacer, más allá de tratar de convencerlos de que escribir bien es comunicarse bien.
Yo haría votos porque las facultades de comunicación social y periodismo busquen sembrar en sus estudiantes esta pasión. Para que el oficio de editor periodístico sea una opción profesional, como en otras latitudes, más que, como sucede con frecuencia ahora, una escala jerárquica sin mayor trascendencia. Y porque los medios de comunicación impulsen la importancia de la buena escritura en sus contenidos, lo que muchas veces pasará por tener en sus listas de colaboradores a estos editores de corazón a quienes me he venido refiriendo.
Para terminar, quiero agradecer a los directivos del premio, al jurado conformado especialmente al efecto, y a los directivos de la revista Semana, el medio que ha presenciado prácticamente toda mi carrera periodística. Y dedicárselo a mi señora Marìa Clara y a mi hija Gabriela, las luces de mis ojos. Sin todos ellos nunca hubiera tenido el placer de dirigirme a ustedes en esta noche mágica para mí.
Muchas gracias.