Por Paula Escobar, editora de revistas de El Mercurio.
En esta casa ha vivido durante los últimos 16 años, y hoy la tiene que dejar. El boom de la construcción de edificios que hay en Santiago llegó hasta su barrio y dejó su casa transformada en una "casa isla". "Yo había pensado resistir y quedarme, pero no puedo, porque me quedo sin sol", dice, con su voz suave y dulce que no es la voz que se espera de una mujer tan aguerrida, con tanto temple y carácter.
Vestida de negro, con el pelo rubio un poco más oscuro y corto de lo que habitualmente lo usa, delgada y sin maquillaje, Mónica es sobre todo ojos. Ojos azules, grandes, atrevidos, que enfatizan cada una de sus palabras y van revelando sus pensamientos. Los abre y cierra casi con dramatismo. Ella es toda ojos.
Esto de "resistir y quedarme" no es raro ni nuevo en ella, una de las grandes periodistas chilenas, destacada por su sobresaliente capacidad investigativa, y por su tesón y coraje. Es esta su pulsión natural: resistir y quedarse ante las durezas de la vida, por ejemplo, o ante los mil y un episodios que han puesto a prueba su resiliencia y hasta su cordura: desde su infancia pobre, a veces con zapatos rotos, adorando a su padre obrero, hasta las varias veces en que estuvo detenida a causa de los reportajes que hizo en la época de Pinochet en las revistas Cauce y Análisis. Hay que destacar también su labor en favor de la democracia en La Nación "como editora y subdirectora", y la publicación de cuatro libros, el último de ellos, La Conjura: los mil y un días del Golpe, agotó varias ediciones.
También parece ser muy de ella lo otro, lo de irse para no quedarse sin sol. Es esa capacidad de salir adelante, reinventándose cada vez que sea necesario, aferrándose a lo bueno y luminoso de la vida. "Vendí esta casa y me compré otra muy bonita, con patio, con higueras, con un tercer piso entero de madera donde voy a instalar mi escritorio". Mientras sirve excelente café, galletas y mermeladas de naranja. Esta es francesa, pero en su cocina tiene muchas hechas por ella.
"De niña era inquieta, siempre estaba escudriñando. Era muy bandida, muy maldadosa, de subirme a los árboles, a los techos, de jugar al equilibrismo. Era muy hiperactiva. Soy hija de un obrero, entonces la familia era muy modesta: no teníamos dinero para ir al psicólogo, ni al médico, ni al dentista, para ninguna de esas cosas. No lo digo con drama, es así no más".
¿Cómo era su familia?
Voy a hablar de mi papá. Era obrero ferroviario, un tipo muy culto, súper culto, que había estudiado derecho pero no terminó. Murió atropellado por un tren, cuando yo tenía trece años. Me quedé con muchas carencias.
¿Era muy apegada a él?
Sí, lo era. Mi papá, con el poco sueldo que tenía me compraba las Selecciones Escolares, la revista Billiken. Yo aprendí desde muy chiquita a cortar, a guardar archivos. Mi papá trabajaba de noche, lo veía durante las tardes hasta que se iba, como a las ocho. él dormía en la mañana. Después que se levantaba, almorzábamos juntos, a veces, ya que era dirigente sindical y por eso tenía muchas actividades. Cuando murió le quedaban pocos meses para jubilarse. Él había pensado que en ese momento nos iríamos a vivir juntos a otro lado. Era como empezar una nueva vida.
¿Cómo tomó la noticia de su muerte?
Me vino una descalcificación enorme, fue una cuestión horrible. Hizo que se me cayera la mandíbula. Me llevaron al hospital para que me la encajaran pero tampoco había plata para médicos. Fue un impacto muy fuerte, muy muy fuerte. Al año siguiente empecé a militar en las Juventudes Comunistas, era delegada de curso. La Juventud Comunista me dio en ese momento algo que también tenía mi padre, esa cosa como franciscana: austeridad, mucho compañerismo y una cantidad de viejos maravillosos enseñándote en clases. Y siempre teníamos la inquietud de ir los fines de semana a ayudar, de ir al campo a alfabetizar. Todavía se me paran los pelos cuando me acuerdo de esos campesinos que lloraban cuando te veían juntar las letras con sus nombres... y tú te sentías que servías, que servías para algo, que podías cambiar tu historia y ayudar a cambiar la historia de los demás.
¿Tenía carencias materiales también?
Es decir, zapatos rotos tuve muchas veces, manos con sabañones también, porque yo lavaba en una artesa mi uniforme: el delantal blanco, las camisas, los calcetines y los guantes.
Entró a estudiar periodismo en 1968, pero quería estudiar medicina y no pudo porque necesitabas trabajar.
Si, y viví siempre en casas de amigos y en otras casas también. Pero me casé en segundo año y fui mamá al tiro.
¿Cómo fue ese primer matrimonio?
Súper bonito, precioso. Los domingos comprábamos almejas y mariscos que eran muy baratos, invitábamos a la familia, a los amigos, a los que quisieran venir. Mi casa era el lugar de encuentro de todos los amigos de la universidad. Y después se amplió con un comité de la Unidad Popular.
¿Y cómo era tener tanta responsabilidad siendo tan joven?
No recuerdo que haya sido drama: seguí estudiando, trabajaba en el periódico El Siglo. Mi marido no trabajaba, siguió estudiando, pero hacía trabajos porque él era un tipo fascinante. Hacía veinte mil cosas para poder aportar plata para el hogar. Y todo era súper metódico: como no había pañales desechables porque eran muy caros, los que comprábamos los echábamos a los baldes y a la una de la mañana, que era la hora en que terminábamos nuestras actividades, a lavar pañales, colgarlos y al día siguiente, seguir. Las tareas se compartían, no solamente con mí marido, sino que con los amigos. Me sentía cobijada por una gran red de amigos.
¿El periodismo le apasionó desde el principio?
No, no me apasioné al tiro. Mi misión era provocar los cambios en este país. Entonces si el periodismo era eso, era eso. Llegué al diario El Siglo, donde había mucho compañerismo, mucha cultura, gente con mucho conocimiento. Yo fui de la primera generación que llegaba desde la universidad. Entonces, era la regalona, y a mí me indignaba que me cuidaran demasiado. Por ejemplo, me compraban un litro de leche todos los días porque yo estaba embarazada. Hubo una manifestación en la Plaza de Armas y no me dejaron ir. Igual fui una vez y me saqué la mugre embarazada y caí en cama. Creían que era dirigente estudiantil, yo les decía que era periodista, pero igual me pegaron y me patearon.
¿Y qué pasó cuando nació su primera hija?
Esa es una historia bien increíble, porque no tenía plata para pagar una clínica y tuve a la Andreíta en un hospital público, con mucho dolor. Y después, con la Lorena, mi marido había trabajado como una bestia para poder juntar la plata para la clínica privada y me fui a una. Era tanta la diferencia que yo hice el reportaje de parir con y sin dolor, que son dos mundos totalmente distintos. Lo hice, pero sin decir que era yo, el pudor me lo impidió. Y ese fue, a la vez, mi primer reportaje firmado y mi primera querella con el Hospital Salvador.
¿Fue a la cárcel por ello?
No, a comparendo. Yo era súper flaca, con una cara de niñita con falda tweed y sweater tortuga beige, además de unas botas de cuero súper sencillas, pero me veía toda una señorita. Y el director del hospital me dice: "Ahora entiendo todo, la engañaron, usted no tiene idea cómo son los animales que vienen a parir aquí". Yo trataba de no mover un músculo, y de no enojarme, porque soy muy buena para pegar; ¡pegaba unos combos! Entonces le dije al director que le trajeran el registro de partos de abril del 69. Lo vio y me dijo que cómo pude ser tan irresponsable de venir a parir aquí, no entendió que yo lo había hecho porque no tenía dinero. Aquello era terrible: dos mujeres por cama, las ventanas con vidrios rotos, frío, no dejaban entrar visitas, las mujeres que hacían el aseo te echaban agua hirviendo encima. En el pre parto metí un combo porque la bruta me pasó una rasuradota y me rompió toda mi pelvis y no me aguanté. Y la tipa me dice ¡qué te has imaginado! Le planté dos combos.
¿Siempre ha sido tan luchadora y fuerte?
No, no soy fuerte. Tuve que hacerme fuerte, no me quedó otra.
¿Cómo eran sus hijas cuando pequeñas?
Yo debo haber sido una madre muy fuerte, muy fuerte. Por ejemplo, las tareas se hacían hasta las ocho de la noche, si no las han hecho, problema de ellas. A esa hora se comía, se conversaba y después se acostaban y sin televisión. Y si no las hicieron, ustedes se las arreglan mañana. Les contaba muchas historias, las llamaba "Las historias de María". Es un personaje que yo creé y todos los días les contaba una historia distinta, y a veces eran terribles. Dos hijas muy distintas físicamente, uña y mugre, unidas, cariñosas.
¿Qué tienen ellas de usted?
Ojalá lo menos posible, digo yo. Tienen el amor por la casa. Yo, a donde llego a vivir, hago cortinas con mis manos, arreglo la casa, es una cuestión súper fuerte en mí. Eso de reunirse alrededor de la mesa los domingos, con los que tú quieres. Las dos tienen lo mismo, que no son cosa de la generación actual. Son muy buenas cocineras. Son mucho mejores madres que yo porque nunca dejarían a sus hijos como las dejé yo.
¿Es lo peor que le ha pasado en la vida?
Sí. Para el 11 de septiembre de 1973 yo estaba sola en la casa con mis hijas y con la empleada, que era secretaria del Sindicato de Empleadas Domésticas. La vinieron a buscar de inmediato. Sabía que estábamos en peligro, a mis amigos los estaban poniendo presos, entonces me mudé de casa. Te quedas sin techo, sin piso, sin paredes, todo tu mundo se derrumba. Pero ahí no había tiempo para llorar, había que salir y empezar a ver qué se hacía. Nos dedicábamos a asilar gente todos los días.
Me instalé con mis hijas en Francia, donde también vivía su padre, pero ya nos habíamos separado. No tenía ni un peso. Trabajaba en una imprenta, vivía en un departamento súper precario, con cortinas que hice con mis manos, camas que nos regaló la gente por solidaridad, una radio que escuchaba todos los días, ollas, platos, unas mesas, unas sillas, y las camas de las niñas, y nada más. Y empezó otra vida.
¿Nunca pensó en quedarse a vivir allá?
Nunca conocí el Louvre, lo vine a conocer mucho después. Para mí era todo ajeno: el pan, los olores. Ahí entendí algo súper importante: el país de uno no es la cordillera. ¿Sabes lo que es el país de uno? Es cuando sales en la mañana y conoces los ritmos de tu ciudad y sus códigos secretos. Y otra cosa más, tú caminas y sientes que es lo tuyo, tienes códigos que te hacen cable a tierra, que te dan fuerza, que le dan sentido a la vida. Ese es el sentido de la vida: honrar a los tuyos. Y yo en Francia no tenía nada de eso, ¡qué me importaba la cultura, el Louvre, los impresionistas! Eso era para gente que tenía plata, y no lo digo despectivamente. Así es que, aunque allá llegué a tener un alto puesto en el municipio de Sarcelles, me vine de vuelta a Chile con mis hijas.
Llegó con una mano por delante y otra por detrás, a comenzar de nuevo, una vez más. Se instaló en una pequeña casa en una población de la periferia de Santiago, puso a sus hijas en un buen colegio francés y trató de encontrar trabajo en lo que fuera. Nada le resultó: la CNI “Central Nacional de Inteligencia“ del régimen de Pinochet emitía informes sobre ella que hacían que sus empleadores la despidieran por no adherirse al gobierno militar. Matriculó a sus hijas en un liceo público y retomó el trabajo periodístico en la revista opositora Cauce.
"Era 1983 y decidí investigar sobre la casa que Pinochet se estaba construyendo en Lo Curro, y de lo que nadie sabía. Había aprendido a investigar con periodistas franceses, me había leído todos los libros habidos y por haber sobre el nazismo, y además sabía lo que me había enseñado Mario Planet, mi maestro de la Universidad de Chile. Y salió ese reportaje de Lo Curro que causó gran impacto. Fue un escándalo. Entrevisté a más de cincuenta personas, conseguí documentos, facturas, hasta que armé todo el puzle".
¿En ese momento sus hijas todavía estaban con usted?
No, se habían ido a Francia con su padre.
¿Cómo fue tomar esa decisión?
Fue muy fuerte, pero yo no tenía familia y lo que estaba pasando era muy terrible. Me detuvieron una vez en una comisaría y mis hijas se quedaron solas. Había que tomar una decisión: o nos íbamos las tres, o se iban ellas dos. Y yo las convencí que se fueran, les regalé un perrito, una cocker negra. Y se fueron con el perrito. Y fue lo peor para mí, pero fue lo mejor para ellas.
Después de este gran dolor, Mónica se dedicó con todas sus fuerzas al periodismo y a develar las verdades ocultas del gobierno militar en las revistas Cauce y Análisis. Después de una de sus entrevistas, al general Leigh, le hicieron una querella y la mandaron presa a la cárcel de hombres de San Miguel, donde acababa de haber un motín.
"Yo andaba con trajecito de dos piezas y me mandaron donde los amotinados, que estaban en una celda de castigo. Me tiraron en una celda que tenía un lavatorio, un colchón asqueroso en el suelo y unas rejas debiluchas que daban al pasillo. Y por ese pasillo empezaron a salir los hombres con los ojos vendados, sin brazos, sin una pierna: eran los amotinados, que no veían una mujer desde hacía mucho tiempo. Me gritaban cosas horribles. Un horror, yo pensé que me volvía loca".
¿Cómo sobrevivió?
Porque escuché cantar "Dime dónde vas morena...". Pensé que me había vuelto loca y metí la cabeza en el chorro de agua fría y seguí escuchando. Pensé que me había vuelto loca, pero no, era un grupo de presas políticas que estaban en un sucucho. Desde allí me cantaban para acompañarme porque debían imaginar lo que me estaba pasando. Y eso me salvó. En la cárcel uno ve lo mejor y ve lo peor. Cuando salí publiqué muchas historias. No paré en esos años.
¿Cómo ve esos años?
He tratado de no mirar hacia atrás. Soy como los canarios, los canarios no se mueren de a poco; un día están cantando y luego, de un minuto a otro, se acaba.
¿Cómo manejaba el miedo?
Miedo tuve mucho, absolutamente. Me mataban mis mascotas, me orinaban la casa. Estuve dos veces en la cárcel y me buscaban para meterme en la comisaría. Una vez el papá de mis hijas me mandó un pasaje para que fuera a pasar la pascua con ellas, que me estaban esperando llenas de regalos. Me bajaron del avión y ellas se quedaron esperando.
¿Cuál es el reportaje o el artículo que más la ha llenado de orgullo?
El testimonio de Andrés Valenzuela, un uniformado de la Fuerza Aérea de Chile a quien hice desertar. Estuve encerrada tres días con él, es lo más fuerte que me ha pasado, y me contó como había asesinado a mis amigos. El no podía más con esa culpa y yo entendí que nadie sobra en Chile. Dejé de ser militante comunista.
¿Sintió que hubo reconciliación?
No me gusta la palabra, no le encuentro sentido, está tan manoseada. Lo único que hay son encuentros, acercamientos de verdad. Andrés Valenzuela demostró que nadie nace para ser así y que existía una máquina de muerte que había que desarmar. Había que demostrar que no nos volvimos locos repentinamente el once de septiembre. Esa era la historia que había que contar. A eso me dediqué yo.
Sus últimos trabajos han sido como editora general de Cosas y como directora de la revista 7 + 7 y del Diario 7 que se cerró recientemente.
¿Cuál es su análisis de lo que pasó?
Se cerró. Y el esfuerzo de un equipo de 50 personas, que trabajaron entre doce y catorce horas diarias, se fue a la basura. Terminé agotada. Es una historia muy frustrada, pero bueno, me he caído tantas veces. Me caí en un hoyo profundo, pero profundo. Se me dislocó un huesito, se me quebró una pierna, viví mucho stress, pero hay que seguir. Me equivoqué, a lo mejor, en haberme dedicado a trabajar adentro, en vez de haber salido y desde afuera convencer a la gente. Pero lo de uno es el periodismo.
Se casó por segunda vez y se separó. ¿Cree que el precio que tiene que pagar una mujer exitosa es no tener pareja?
No puedo generalizar, pero en mi caso, sí. Si tengo un reproche que hacerme es no haber amado mucho. Porque la pasión del periodismo "de noches y días juntando pistas, uniendo cabos" es insoportable para un hombre. Además, yo creo que soy exigente. Tengo mi lado geisha que es la cocina, mi lado amoroso, pero yo soy una bruja. (Sonríe)
¿En qué se considera exigente con los hombres?
Yo puedo entender que un hombre esté deprimido un rato, pero no mucho. Yo no creo que la vida te deba nada, y hay gente que cree eso. Pienso que tienes que ganarte todo. Es más: yo creo que lo más importante es aprender a encontrar la pasión y el sentido de la vida. Y si el sentido de la vida es hacer canastos, bueno, eso es. Lo que no entiendo es que vivas quejándote.
Es la primera mujer, y la primera chilena, que recibe este galardón de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. ¿Cree que en Chile hay un cambio cultural respecto al rol de la mujer?
Yo tengo una mirada bien particular. Siento que aquí hubo una perversión en el tiempo de la dictadura, cuando la dictadura salió selectivamente a buscar a los hombres y quedaron muchos hogares sin ellos. Al quitar al hombre, que era el patriarca, el que daba los permisos, el que entregaba la tradición oral de la familia, el que en el fondo entregaba los principios por los cuales esa familia se regía, las mujeres tuvieron que asumir ese rol. Y el hombre se convirtió en un ente. La mujer salió a trabajar, salió a buscar todo. Y hoy no es muy feliz porque no es posible que lo sea teniendo que trabajar, ser madre y ser amante. Creo que éste se ha convertido en un país de mujeres muy guerreras, muy conscientes de su fuerza, pero muy solas. Y eso no me gusta. Estoy convencida que uno es mucho más feliz en pareja. Para mí es urgente y necesario que la vida recupere su sentido normal: compartir. No creo para nada que Chile tenga que estar marcado por el estigma de tener mujeres guerreras y solas.
¿Qué sensación le produce recibir esta distinción?
Que estoy vieja. Y me da un orgullo enorme. Siento pudor al preguntarme majaderamente por qué yo me lo merezco, que otras personas van a pensar que se lo merecen más y van a sentirse ofendidas. Pero en la mañana me levanto y digo "soy feliz porque me lo merezco". No estoy dispuesta a jubilarme. Tengo muchas cosas que hacer, y este premio me obliga. Si me premiaron tengo que seguir. Quiero dedicarme mucho más a investigar, ya sea para un libro o para algún reportaje. Y quiero que mi casa siga siendo el centro de muchas reuniones de amigos, de periodistas. Quiero seguir buscándole sentido a esta profesión.
Un aroma a comida casera invade la casa de Mónica González. Es una casa antigua, con piso de madera, llena de detalles suyos: desde una colección de botellas azules hasta cuadros naif, platos mexicanos, muchas plantas, y sillones burdeo de colores azul y amarillo. Tiene calor de casa vivida, de almuerzos dominicales largos y conversados, de comidas con amigos cocinadas por ella misma, gran chef, cuya mayor felicidad es que se coman todo lo que han preparado sus manos "y no quede nada".