Mercedes Barcha era una mujer carismática, con mucha presencia, y ojos tremendos, grandes, como una faraona de Egipto. Era de pocas palabras, pero cuando hablaba, casi siempre decía algo lapidario. Tenía una notable intuición social, y me dio siempre la impresión de que tenía la sabiduría para distinguir rápidamente entre la gente genuina y la falsa.
Era una gran observadora política y tenía una inmensa curiosidad por el acontecer del mundo, inclusive de las realidades lejanas de América Latina. Cuando nos reuníamos en México, siempre me hacía preguntas sobre los lugares donde yo había estado o sobre conflictos que quería entender mejor. Se notaba en ella un interés auténtico por el mundo.
También era una persona campechana, de gran capacidad para la vida social con amigos y de sonrisa fácil en esas ocasiones. En 2014, unos meses después de la muerte de Gabo, estuve en México durante el Mundial de fútbol de 2014. Un día, durante un almuerzo con Mercedes, Jaime Abello y los otros miembros del Consejo Rector, había un partido en la televisión; jugaban México y Brasil. Todos lo gozamos con mucho ánimo y emoción, y en un momento dado, Mercedes gritó “¡Piojo!”, como reclamando al técnico de México, que tenía ese apodo. México, claro, era el equipo que ella apoyaba.
Esa misma noche, cenando con Mercedes y un grupo menor en la casa de unos buenos amigos, de lo que quería hablar ella era la República Centroafricana, país donde yo había estado unos meses antes. No podría haber una realidad más distinta de la que compartíamos en México con la de ese país africano y su conflicto cruento entre la milicia de la etnia musulmana, los Seleka, y los antibalaka, feroces guerreros recubiertos en amuletos y talismanes animistas. Pero Mercedes quería saberlo todo en detalle, y estaba fascinada. Hablamos de África, comimos rica comida mexicana, tomamos unos tequilitas, nos reímos y fue una noche genial. Así me gusta recordar a Mercedes: viva, avispada, y sonriente.