Es la primera vez que llueve en Cartagena para mí. Desde que nos conocimos hace 12 años, un enero, siempre había sido una ciudad amarilla, de cielo azul y sol brillante y picante. La gente, sin preguntarle, explica que el problema de Cartagena es la humedad y no el calor, pero a mí no me importa la diferencia, porque yo siento que todo hierve cuando estoy afuera. Esa vez, el calor me hizo odiarla y no me acuerdo de haber visto ni las murallas ni el castillo de San Felipe ni la Ciudad Vieja. No vi nada. Luego volví, con cinco años más, y nos quisimos después de dormir una noche encerrada en un cuarto de hotel a 12 grados centígrados. Cartagena me conquistó por el aire acondicionado. Entonces en una pequeña ventana que tiene la muralla, vi a una pareja darse un beso justo cuando los dos azules, el del cielo y el del agua, se confundían, y me dio envidia.
Cartagena lloviendo es otra ciudad, aunque la piel siga siendo un pegote por las explicaciones de la humedad. Las calles se vuelven ríos de aguas estancadas y los aviones se retrasan o, como en el que venía yo, asustan a los pasajeros haciéndoles creer que ya van aterrizar y, en un golpe abrupto, el avión vuelve a montarse en las nubes, el piloto explica que es una maniobra sin peligro y una señora grita que ella no entiende que es un viento de cola, que no se quiere morir. Es una ciudad gris que no contrasta con el amarillo de la Torre del reloj, y el sol no es tan fuerte para odiarla ni para usar sombrero. El taxista dijo que en noviembre era normal que lloviera, que cuando los huracanes pasan por México la cola termina pasando por Cartagena, pero que hace como veinte años que ninguna tormenta deja sin techos las casas.
Es la primera vez que vengo a Cartagena en noviembre y que debo andar, como en Medellín, con un paraguas en la mochila.
El taxista me contó además que la tormenta por la que el vuelo en Medellín no salió a tiempo fue tan fuerte que se llevó las carpas rojas en las que la gente se sienta a tomar el sol en las playas frente al mar. Cuando pasamos, ya solo con las calles mojadas como recuerdo, las carpas estaban de nuevo y la gente volvió al mar, aunque ese día no hubo sol. Me hubiera gustado estar en el supermercado en el que estuvo dos horas atrapada una amiga por culpa de la lluvia, para que luego le ofrecieran cruzar la calle poniendo unas tablas de lado a lado. Dos mil pesos por no mojarse los zapatos.
No se lo dije a nadie, pero el resto de ese día Cartagena fue perfecta: sus callecitas estrechas con casas de balcones y puertas de madera, sus pequeñas plazas, los caballos haciendo que te muevas al andén y que revises los pies para no pisar el estiércol. Llovió esa noche también, despacio, con pequeñas goteras que se veían a través de la luz. A nadie le importó y el camino fue guiado por el agua. De seguro Pedro de Heredia, sin poderse mover en esa escultura de bronce, se sintió fresco en la plaza de la Torre del Reloj con tanta lluvia para un solo día cartagenero.
Cartagena y yo nos quisimos esa noche por segunda vez.
Días para la lluvia
Los cañones de la muralla de Cartagena miran al mar. Nadie les ha dado un beso de pólvora desde hace tantos años, que les queda consolarse con dos hombres que conversan mientras los dedos de él y de él se van cruzando miedosos. Las murallas que antes espantaron a los piratas sirven hoy para proteger el amor.
18 de noviembre de 2015. 6:30 de la tarde. En el horizonte solo hay una embarcación con seis ventanas de luces amarillas, que no se mueve. No vienen los piratas, pienso, pero a mi lado dos hombres y una mujer conversan de cómo se construyeron las murallas, de que fueron casi 200 años, de que se utilizaron esclavos, y hablan del más famoso ataqué a La Heroica, el que hizo Drake. No se acuerdan del año, y yo, que pierdo la voz cuando hace calor, respondo pianísimo que es 1586. No me escuchan. Qué importan ya los piratas si ahora hay enamorados que caminan sobre ellas, mirando pequeñas embarcaciones a lo lejos, o qué mirarlas si están ocupados entre los besos, que los miren a ellos, mejor.
Luego están las fotos. Las dos mujeres se toman selfies sentadas en el andén de la muralla. Un par de viejitos me dicen que les tome una foto, pero que se vea el horizonte. Está muy oscuro, les advierto, y que no importa, responden. En la foto quedan ellos con un fondo negro y una lucecita que es la única embarcación que hay. Unos recién casados están en sesión de fotos. Ella con su vestido largo se hace en un pequeño puente mientras el novio espera fuera de foco y la fotógrafa le dice que mejor se quite las chanclas verdes, las que son para levantarse, que no se vayan a ver. No he pasado de los dos primeros baluartes de las murallas, el primero, al que se sube después de la Torre del Reloj, de unas esculturas, de la Alcaldía, el segundo, después de pasar el pasaje Roda, donde están los artesanos y unos extranjeros tocan dos instrumentos delante de un sombrero en el que hay 30 mil pesos, contó de reojo esta miope.
Miro al cielo. Llovió al mediodía mientras iba al hotel, pero no ha vuelto la lluvia. Hace calor, pero está fresco, le escucho decir a una de las tres señoras que llevaron sillas a la muralla y se sentaron a conversar dándole la espalda al mar. El viento sopla para los despeinados, pero es cariñoso. Recuerdo la única ciudad en donde me dio miedo del viento, Edimburgo, en Escocia, cuando pensé que iba a salir volando con mi pequeña sombrilla desbaratada. No importa lo que dicen las señoras. Al atardecer las horas de los turistas, que son los que más van a la muralla, pasan con el afán del Caribe, que es ninguno. El mundo gira más despacio en estas tierras, incluyéndome.
Camino sola, con una sombrilla en mi mochila, y me da envidia, otra vez. Pienso en vos. Nunca vinimos a Cartagena, ni siquiera cuando no estaba lloviendo.
***
18 de diciembre. 2:00 p.m. No había ido al Castillo de San Felipe desde la primera vez, cuando tenía 17 años, llegué a Cartagena en bus después de un viaje de 24 horas desde Riosucio, Caldas, con mis amigas de colegio, también adolescentes, que me obligaron a escuchar reguetón a las 6:00 de la mañana y ya hacía un calor infernal en el bus y aún no habíamos visto el mar. No recuerdo el castillo y en mi mente aparecía un lugar al que no quería volver, jamás de los jamases, porque olía a orines y a mierda. No me acuerdo de que tuviera túneles largos por los que uno entra y siente calor, pero quiere saber que esos cajones de al lado, donde no cabe ni una cama, están hechos para que los soldados se escondieran y atraparan al enemigo cuando pasara por allí. Hay uno en donde las escaleras son tan empinadas, y la luz que pusieron para que los visitantes puedan bajar a mirar se hace roja, que uno parece que estuviera entrando al infierno aunque termine siendo de más túneles y más cajones. San Felipe tiene xx metros de túneles en toda la fortaleza, que se comunican entre sí, si bien uno no puede ir más allá de las luces oficiales porque entra pánico y claustrofobia y el calor hace que el pelo sea una masa pegajosa que no está ni peinada ni despeinada. Hasta ahí no más, y me devolví.
De los días en que odié a Cartagena no me acuerdo que desde el castillo se pudiera ver una panorámica y el contraste entre los edificios blancos y modernos de la izquierda y los coloniales del centro histórico. Resultó, además, que San Felipe estaba a solo cinco minutos y siete mil pesos en taxi de la ciudad vieja, pero el Policía me sugirió no caminar. Tampoco me imagino que haya ladrones en esta ciudad, pero dicen, como dicen de las brujas, que los hay los hay.
Visitar a San Felipe, después de tantos años, fue empezar otra vez. Una pausa a nuestra guerra. Un señor vestido de español de la Conquista trataba de hablar inglés y francés, según el turista, y luego tocaba su trompeta para dar la bienvenida, o la despedida, depende. Qué pensarían los españoles de entonces si vieran que la fortaleza en la que invirtieron tanto dinero para defenderse contra los piratas españoles y franceses, ahora esté lleno de franceses y, más que ingleses, de gente que habla inglés. Carmen Consuelo, guía del castillo, dice que debe poner cuidado cuando cuenta la historia de los piratas, que Drake para los ingleses era un caballero y no un corsario. Teoría de la relatividad, al fin y al cabo. Igual que volver a un castillo, mirar el cerro de la Popa, saber que estuve allí alguna vez, que desde ahí se ve otra Cartagena, la no turística, la de los barrios pobres, y que no me acuerdo si no de esa sensación de pesar, de engaño. Muchos cartageneros no conocen ni las murallas ni el castillo ni el centro histórico por los que miles de turistas del país y del extranjero vienen a tomarse fotos, y viven solo a un pasaje de bus que no tienen.
No llueve más. No llovió el día que corrí detrás de Mario Vargas Llosa por toda la plaza del hotel Santa Clara para decirle que nos tomáramos una foto, pero el aire no me dio para contarle que no me gustan las fotos y que en la entrevista del día anterior, por la que lo esperé un año, la grabadora no grabó, pero que igual la había escrito con mi memoria de gallina. Fue lo único que me quedó de Vargas Llosa: una imagen de él con su copete blanco de Alf, sus gafas negras, su lapicero en el bolsillo de la camisa de rayas, yo con el pelo mojado del sudor, una camisa blanca –cómo odio las camisas blancas– y el cordón de la acreditación. Sonreímos los dos, pero lo único que se ve de Cartagena atrás es un árbol, un poste y unos señores en unas sillas. No es Cartagena, aunque hace sol, sobre todo en mi cara.
Nunca he contado las veces que he vuelto a la Ciudad amurallada desde la primera vez que nos vimos, pero han sido más de diez. Aquí aprendí que los escritores no siempre son tan queridos como parecen en los libros, o que hay unos maravillosos que se sientan en la palabra y uno no quiere que se acabe nunca, como cuando el inglés Julian Barnes estuvo en el Hay Festival en 2010. Y he entendido que el español no suena siempre a español en costeño y que a los taxistas hay que dejarlos hablar aunque uno no entienda, y que nunca se les puede dar una dirección en números, porque ellos entienden es de nombres de calles. Yo no entiendo ni de nombres de calles ni de números cuando estoy en la ciudad vieja. Para mí es un laberinto por el que entro por un lado, termino en otro, vuelvo al mismo lado, salgo en otro, salgo en otro y así hasta que veo un lugar y me acuerdo cómo devolverme a comprar dulces de coco.
19 de noviembre. No ha vuelto a llover, y ya me voy. Cuando llueve en Cartagena, ella y yo nos queremos, y veo todo, incluso que en el reloj de la Torre del Reloj son las ocho.