No es fácil guardar un secreto en Santa Cruz de Mompox, la aislada joya arquitectónica de la costa Caribe colombiana, donde escasean los visitantes y todos los vecinos se conocen.
Sin embargo, durante varias semanas, el director de arte y escenografía colombo-suizo Philippe Legler y un equipo de “cómplices” han vivido para construir a escondidas dos corpulentas estructuras de madera y hierro, que servirán para devolverles a los cerca de 40.000 momposinos su desvanecido bien más preciado: el barco.
Aunque será una sorpresa que ocurrirá dentro de dos semanas, todos empiezan a murmurar sobre eso. De lo que no saben. De un supuesto submarino, hidroavión o tanque de guerra; de lo que se cocina desde hace días tras los muros que encierran los enormes patios de dos casas del barrio La Cruz, al sur de la ciudad.
Lo que casi nadie ha logrado develar es que al medio día del próximo sábado 12 de diciembre gruñirán intempestivamente hasta quedarse sin aliento, una y otra vez, las cornetas de un enorme barco de vapor sobre la corriente expedita y espesa del Río Magdalena, el más largo e importante de Colombia.
Los momposinos verán de repente pasar frente al malecón principal del municipio, un gran barco de madera, propulsado por a su vez dos enormes ruedas laterales. Es algo que ninguna de las generaciones del presente, ni sus padres, ni sus abuelos, ha podido ver con sus propios ojos.
El barco atracará en un muelle periférico y allí “parirá” a un pequeño clon que transitará las calles adoquinadas de la ciudad, hasta establecerse para siempre en una plaza, en un intento de la dirección de Patrimonio del Ministerio de Cultura de Colombia, de traer de regreso el elemento más importante de la historia de la ciudad.
Porque a pesar de haber sido durante tres siglos el puerto más importante del otrora Nuevo Reino de Granada, paso obligado entre el centro del territorio y la salida al mar del exuberante Río Magdalena 200 kilómetros más adelante, Mompox es hoy un residuo sin puerto, tan condenado a la belleza como al aislamiento.
La ciudad es esa princesa triste con el vestido y las filigranas más bonitas, balanceándose en la eternidad de su silla mecedora, en su balcón colonial perfecto, esperando a que el río traiga una faena que nunca llega.
De hecho, los barcos que alguna vez transportaron hasta aquí masivamente bienes y turistas, y que hicieron de esta ciudad una médula intelectual y una potencia mercantil, se extinguieron poco a poco a mediados de 1800, dejando a la isla, enclavada entre dos brazos del enorme río, a merced de las telarañas y las crónicas pasadas.
A Mompox sólo llegan pequeñas embarcaciones, chalupas, canoas o planchones de poca capacidad. Ni siquiera el ferry que transporta vehículos desde la cercana ciudad de Magangué viene hasta aquí.
Al caminar por las calles adoquinadas del constreñido y rehirviendo Mompox, fundado en 1537 por el conquistador español Alonso de Heredia, siento que guardan nostálgicamente la memoria de la magnificencia que alcanzó durante esa época, ampliamente narrada por exploradores y explotadores, e inmortalizada en la narración oral de los lugareños.
Los habitantes, acostumbrados a hablar y hablar; a contar y a contarse, muy dentro de la tradición narrativa costeña, explican en cada charla que alguna vez el pueblo fue una ciudad grande y que los barcos de gran envergadura era parte de la vida cotidiana de la ciudad.
Así me lo dice Jairo Rojas, un soldador momposino que trabaja en el primer taller al que voy a conocer el proyecto cultural durante su fabricación, quien asegura que estos dos barcos que está construyendo van a “calmar el dolor” de lo que les quitaron “cuando llegaron las carreteras y se inventaron los aviones”.
“Y entonces Mompox quedó asilado y olvidado para siempre”, me ilustra el hombre.
El taller es un espacio tan ancho como una calle de dos carriles y tiene cerca de 30 metros de profundidad. El piso es de tierra y la temperatura es infernal, a pesar de que lo oculta del feroz sol una enramada de árboles que deben llevar ahí varias décadas.
Los equipos de soldadura del lugar, en realidad nada pequeños, apenas se pueden ver porque los ningunea el gran esqueleto de metal que Philippe Legler, Carlos Pérez, Sandra Eichmann y cuatro soldadores y expertos metalmecánicos de Mompox han erigido dentro del patio.
“Diferencial”, “costilla de punta”, “bote de rueda”, “ son algunas de los términos que escucho mientras Carlos, el constructor y Philippe discuten sobre la estructura, que de momento consiste en esa especie de voluminoso croquis de metal soldado a una base de lo que cuentan que fue un camión y que hoy es tan sólo el eje, el motor, las llantas y el timón. A la entrada del taller un deshecho cascarón da fe de que alguna vez fue verde.
En un ejemplo perfecto de lo que significa llegar hasta Mompox hoy, Carlos, el constructor y “genio de las estructuras”, como lo presenta Philippe, me cuenta mientras suda manantiales, las pericias que tuvo que pasar para traer hasta la ciudad el material necesario del ambicioso proyecto.
Carlos tiene 30 años y es de Bogotá, la capital de Colombia. Tiene las orejas perforadas por varios modelos de piercings, los brazos forrados de tatuajes, una gorra volteada y sobre todo una sonrisa apasionada y demoledora, como si nunca se cansara. Trepa y se descuelga por todo el costillar de metal oscuro sin dejar duda de que ese es su territorio.
“Una vez nos aprobaron la propuesta en el Ministerio, hicimos un despiece de los materiales que necesitábamos”, relata Carlos. “Nos tocó encargar el material en Cartagena porque ni en Magangué ni en Mompox se conseguía nada. Viajé a Cartagena luego, cargué dos camiones y salí un miércoles a las 3 de la mañana. A Magangué llegamos un poquito más tarde del primer ferry, como a las 9 de la mañana, así que nos tocó esperar al siguiente, con ese calor... A la una de la tarde llegó el siguiente ferry; montamos los camiones y nos tardamos como una hora en llegar a Bodega y como otra hora y 45 minutos más hasta Mompox. Aquí llegamos como a las 4 ó 5 de la tarde. Fue muy estresante llegar a Cartagena con la mentalidad de que todo estaba listo y que no estuviera, y luego todo ese trayecto largo y acalorado hasta aquí, pero es la vida de la escenografía, nunca nada sale como uno espera”.
Philippe nos invita a cruzar la calle para ver la carpintería de al frente, que es el otro lugar donde también a todo vapor –valga la metáfora- trabajan contra el tiempo otras cinco personas para darles forma a los barcos.
A la entrada nos reciben lo que Philippe presenta como “cuatro generaciones de los Cortez”, los versados propietarios, carpinteros y ebanistas de la carpintería que lleva su apellido, una institución en la ciudad.
José, oriundo de Mompox y de 83 años, nos cuenta que el taller existe en ese mismo lugar desde 1962 pero que él empezó a trabajar la madera cuando tenía 10 años, “por herencia de unos tíos”.
El Cortez más pequeño se llama Mauricio, lleva una camiseta roja de un equipo de fútbol y atiende desde su bicicleta muy concentrado la conversación que ocurre a la entrada de la casa, bajo la feliz sombra de un árbol. Se ríe con lo que dicen su bisabuelo, abuelo y tío de que a él –para ellos ya no tan chiquito- todavía está “muy esquivo” con lo de la carpintería y “no quiere aprender”.
Al entrar en la casa, atravesamos un pequeño corredor, completamente reducido por trozos arqueados de madera, de al menos 40 centímetros de ancho y 6 metros de largo cada uno, arrumados dentro del espacio. Al frente, más estructuras de madera, que obstruyen la vista al fondo del taller.
Detrás, por fin algo de luz en un amplio espacio con piso y sobre todo, una fuerte atmósfera de aserrín.
Mientras Philippe me explica exactamente cómo es que van a integrar las largas paredes de madera frente a mis ojos, todavía incompresibles, habla de la mayor dificultad que ha tenido en el trabajo con la carpintería.
“Como los Cortez son carpinteros de verdad y lo que nosotros estamos fabricando es más escenográfico, o sea, en últimas falso, ha sido muy difícil que me entiendan la razón y el valor de algo que no es de real”, afirma Philippe. “Ellos fabrican desde elaboradas mecedoras, cajones ensamblados sin puntillas, hasta carpintería estructural. En este momento, por ejemplo, están rehaciendo toda la cúpula de la catedral de Mompox, que son cosas de verdad verdad. Lo mío es para que luzca como algo que tiene que verse como si fuera real pero no es real, y eso no ha sido fácil de entender ni de explicar”.
“Pero ahí nos vamos adaptando, y de todas formas estamos pasando todos bien”, termina con una risa como de sobreviviente que lo caracteriza.
Vamos al fondo de la carpintería y Philippe saca su computador. Lo coloca sobre un taburete largo cubierto de tablones de madera parda para mostrarnos el dibujo del diseño final de los barcos. Y más que el dibujo, es un programa de computador que usan los diseñadores para darles vuelta magistralmente a los elementos y que se puedan ver desde todos los ángulos, incluso patas arriba.
Frente a él, somos una audiencia mediana, de máximo 10 personas, que incluye a todos los Cortez, otros tres carpinteros, Carlos, Sandra, la productora –que es cineasta y en ese momento se dedica a registrar con su cámara la explicación- y dos colegas periodistas que me acompañan. Al frente, el pequeño Mauricio con su mirada fija y su camiseta roja, el más pequeño pero el más visible del grupo.
Ver a Philippe en acción, explicando ante este pequeño público el proyecto en el que ha trabajado sin descanso durante meses, me hace entender que este es su territorio. No en vano, fue él quien diseñó toda la idea de los barcos, desde su taller en una zona industrial del occidente de Bogotá, donde diseña y produce escenografías, obras de teatro y enseña su oficio de más de 25 años, en alianza con la Escuela de Artes y Oficios de Colombia.
Apenas empieza a mostrarnos el futuro colorido y ensamblado de lo que de momento parece es imaginario y distante, recuerda el elemento sorpresa de todo el asunto. Titubea, hace una pausa y ahí mismo baja la cabeza y le habla a Mauricio.
“Esto es un secreto, y con el perdón de tus abuelos te voy a decir que hay que decir mentiras si te preguntan tus amigos. Aquí NO hay barco”, enfatiza con ese “no” en mayúscula. “Aquí estamos construyendo un submarino o un avión, nada de barcos…”.
Mauricio se ríe entre la fantasía y la complicidad que le confiere este señor con sombrerito de paja, camisa guayabera y chancletas.
Y yo me pregunto en ese momento, entre sonrisas por la empatía que me produce el momento y el proyecto, si después de esto el niño se decidirá a seguir los pasos del oficio de sus mayores.
Su sonrisa y los ojos hundidos en las explicaciones y el dibujo, por lo menos pareciera que le llenan la cabeza y el alma de algo. Tal vez del sueño de participar en este complot nuevo y esporádico. O de pronto un regreso imaginario a una época que él, y en realidad, todos ahí, sólo sabemos por cuentos.
Al caer casi el sol, nos despedimos y yo prometo volver para ver el fin de esta historia, que quisiera que me contara dentro de dos semanas, cuando ocurra el evento tanto como dentro de 20 años, el joven Mauricio Cortez.