Michael Jacobs fue un apasionado de los viajes, la literatura, la gastronomía y la cultura hispana. Pero fue en Frailes, un pequeño pueblo de Andalucía, donde encontró su hogar, que terminó por convertir en su propio Macondo.
La beca de crónica viajera en honor al escritor, que organizan la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) y el Hay Festival Cartagena, está abierta en su edición 2017. Ver convocatoria.
El periodista que resulte ganador no solo obtendrá 5.000 dólares para financiar su trabajo, sino que además podrá disfrutar de una estadía de máximo seis meses en Frailes, gracias a la Asociación Manolo El Sereno –Maelse–. El pasado ganador de esta beca, Federico Bianchini, narra la experiencia de su paso por Frailes y ayuda a entender la fascinación de Michael Jacobs por este lugar y su gente.
Frailes, Jacobs y sus personajes
Por Federico Bianchini
Me habían advertido sobre la generosidad andaluza. Muchas de las personas con las que había hablado me dijeron que la iba a pasar bien. Que disfrutaría del aceite de oliva, del jamón serrano, de las charlas. Antes de ir a Frailes, con Malena decidimos que iríamos a Rusia: San Petersburgo y Moscú y, luego sí, el sur de España. Entre estaciones de subtes majestuosas y cirílicas, bustos marxistas y leninistas (alguno que otro stalinista: aunque la mayoría se quitaron en los años 90), edificios ampulosos y tazas y remeras de Putin fui leyendo “La fábrica de la luz”, el libro en el que Michael Jacobs describe a Frailes.
Fue una buena decisión. En el pueblo, no hubo persona que no me refiriera un lugar, una escena o a un vecino en relación al libro. Como si, de alguna manera, después de la visita de Jacobs y en esas páginas, Frailes hubiera dejado de ser lo que era para convertirse en otra cosa. Como si, en cierta forma, a partir de la publicación el pueblo se hubiese transformado.
Conocí a grandes amigos de Jacobs (Jesús Pozo, Nieves Concostrina, Custodio López y Espiri, Manolo y Merce, Santiago Campos) y conocí también, aunque de lejos, a algún detractor (ofendido quizás por la sinceridad con la que a veces los cronistas hablamos del mundo, lejos de lo políticamente correcto: gente que en una discusión en un bar puede asumirse de derecha pero que no tolera que, por escrito, se diga que él o ella comparte esas ideas).
Visité la cueva del Santo Custodio y me dieron una estampita que, a pesar de mi agnosticismo, llevo en la billetera como un buen recuerdo. Subí, en la sierra nevada, al pico Los Machos, 3324 metros sobre el nivel del mar, mientras iba hablando con Custodio López, que parecía una cabra (iba lento, pero nunca se detenía) y en la cima nos encontramos una enorme pirca: le agregamos dos piedritas.
Festejé mi cumpleaños en un patio andaluz, bajo una parra rebosante de uvas almibaradas: escuché el feliz cumpleaños en inglés, italiano y holandés. Fui a lugares que, de un modo lejano como cuando nos despertamos de un sueño agradable, por haberlos leído en el libro, creía conocer.
Viví en “El azno azul”, un alojamiento de turismo rural, con una fascinante biblioteca y una bodega dentro de una cueva de piedra. Viví en la casa de Manolo y Merce, que tienen de mascota un pavo real y gallinas que disfrutaban comiéndose sus propios huevos (a esta altura, imagino, ya no disfrutarán mucho: habrán sido puchero). Viví, durante varios días, en un pueblo en el que como en la Antártida no hay llaves (todos dejan las puertas abiertas), donde una mujer me mostró un anillo de diamante de Tiffany, que sólo se ponía a veces, incluso si iba a lavar los platos.
Conocí a Jackie Rae y con ella merendamos y fuimos al cortijo del escritor inglés Chris Stewart, ex baterista del grupo Génesis, que vive con Ana, su mujer, en La Alpujarra, a varios kilómetros del vecino más próximo, y tiene una pileta ecológica de musgo y agua verdosa, con sapos y serpientes. Me zambullí (desnudo) durante algunos minutos sin mirar demasiado hacia abajo, pero con la sensación de que en cualquier momento podría pasar algo. No pasó y fue un baño agradable. Esa noche, cenamos mirando un cielo negro y profundo en donde las estrellas parecían hundirse.
Conocí a Chumba, el perro de Jackie y de Michael, un perro enorme y viejo, de mirada tierna y tranquila. Revisé la biblioteca de Michael y allí leí los versos de Quevedo: De una madre nacimos/Los que esta común aura respiramos/Todos muriendo en lágrimas vivimos/Desde que en el nacer todos lloramos.
Comí como nunca había comido: en Andalucía, la gente tiene una capacidad extraordinaria de disfrute, lo que a un citadino sufriente como yo puede dejarlo anonadado.
Conocí muchas cosas que me hicieron pensar en la frase de Paul Preston: “Frailes es un Macondo español”. Jacobs no escribió una novela, tampoco le cambió el nombre a la ciudad pero construyó otra, mágica y verosímil que, como pasó con Gabo y su Aracataca, poco a poco se fue mimetizando con la originaria. El Frailes anónimo dejó de serlo: Jacobs lo eternizo en un libro y, ahora, los habitantes del pueblo eternizan a Jacobs: cuando recuerdan su manera de ser o cuentan una anécdota suya; cada vez que para describirse a sí mismos lo nombran o, directamente, se piensan como uno de sus personajes.