Este perfil, escrito por el propio Miguel Ángel Granados Chapa Q.E.P.D, ofrece un recorrido por su trayectoria periodística, en la que hasta su muerte se mantuvo resistente ante las presiones del poder y siempre atento a denunciar la inequidad y la injusticia. Granados Chapa, quien murió este 16 de octubre de 2011, preparó el siguiente texto para la ceremonia del Premio Nuevo Periodismo CEMEX+FNPI 2009, en el que fue galardonado en la modalidad Homenaje. Nací en Real del Monte, y crecí en Pachuca, un villorio pobre y la no menos menesterosa capital del estado de Hidalgo. Durante la Colonia, y a los largo del siglo XIX y la media centuria siguiente, esos dos centros mineros aportaron toneladas de plata y oro a la vasta producción de esos metales preciosos que caracterizó a la economía mexicana. Los explotadores de las minas (y de los mineros) no dejaron nada a cambio en esas localidades. Mi familia escapaba, involuntariamente, a los moldes tradicionales. Estaba regida por mujeres. Mi abuela materna repudió a su marido, tras descubrirlo en una aventura extra conyugal que, al parecer por comodinería de mi abuelo, había tenido lugar en la misma casa de vecindad donde crecían los catorce hijos de su matrimonio. Al comprobar la deslealtad de su esposo, mi abuela se dotó a sí misma de destrezas comerciales que hasta entonces ignoraba poseer y que le permitieron, convertida en jefa de la casa, construir su propia vivienda, en un terreno que sirvió también como corral para criar aves domésticas y al fondo del cual levantó un pequeño cuarto en el que Ponciano Chapa vivió en soledad durante décadas. María de los Ãngeles Díaz salvó así su dignidad de mujer sin romper formalmente la unidad, pues entonces el divorcio era vitando y reprochable. Mi madre no corrió mejor suerte con el padre de sus hijos. Al contrario, la versatilidad conyugal de su marido, que engendró hijos por aquí y por allá, menos con la mujer con la que estaba casado, la forzó a encabezar a su propia familia, integrada por dos mujeres (una de ellas la mayor de todos) y tres varones, el penúltimo de los cuales es quien firma estas líneas. Tras un desempeño escolar más que notable (según repetían las buenas lenguas) en la pubertad se hizo notorio mi apetito por la información. Gilberto Chapa, hermano menor de mi madre, era lector de periódicos, y como su soltería se prolongó más allá de lo usual, se interesaba por sus sobrinos y me comunicó su afán de consumidor de diarios y revistas. Fue imperceptible, pero indudable, el tránsito que me llevó de absorber la información periodística (que incluía la fiel escucha del noticiario radiofónico patrocinado por la cerveza Carta Blanca, a las 18.45 horas. al deseo de trabajar en su producción. Demasiado formal para mis años y mi condición, en vez de improvisarme periodista en el diario local, resolví estudiar la licenciatura correspondiente en la Universidad Nacional. Hacía menos de diez años en el momento de mi elección, 1959, que esa carrera había sido incluida en la nueva Escuela nacional de ciencias políticas y sociales. Mi interés básico por la profesión se acrecentó cuando supe que ese era el enfoque de la enseñanza universitaria del periodismo, el que se aproxima a los rigores de la investigación social pero no descuida la expresión que comunica sus resultados. Para compensar la no declarada pero inequívoca desilusión familiar porque no estudiaba derecho el primer miembro de la familia que haría estudios superiores, me inscribí también en la escuela de leyes de la misma Universidad nacional. Fue un acierto no deliberado, pues la sabiduría jurídica, con todo y su inerte formalidad, me ha sido singularmente útil en mi trabajo periodístico, pues se precisa en México salvar la ancha distancia entre el dicho de la ley y la práctica social. La Universidad me abrió ventanas al mundo. Era yo un lector módico y en las escuelas de la UNAM y sus bibliotecas descubrí las obras y las ideas que procuraban explicar ese mundo. Comprendí que ese intento de comprensión sería tarea inacabable, porque la vida fluye constantemente y siempre es nueva y requiere de asedios permanentes para encontrar su sentido. Como miembro de una familia que apenas cumplía socialmente los mandamientos de la Iglesia aunque buscaba convertir los otros, los de la ley de Dios en regla de vida, era yo un católico superficial, ritual Carente de cultura religiosa pues nunca asistí a escuelas privadas donde se enseña el credo de la religión mayoritaria, tuve el privilegio de conocer, en los dominicos de la parroquia universitaria no la fe, que ella proviene de la gracia, don gratuito que a pocos se otorga, sino una creencia viva, más cercana a una convicción filosófica pero endulzada por sentimientos de fraternidad y solidaridad. En aulas dominadas por la enseñanza del marxismo, me resistí al dogma pero me quedé con uno de los trasfondos del pensamiento socialista, el que pone la justicia en el centro de la vida sin renunciar por ello a la libertad y a la democracia. Percibí también que contra la prédica mendaz y rencorosa del anticomunismo mercenario, os jóvenes revolucionarios con quienes conviví en los felices años universitarios vivían noble y libremente sus ideas. A partir de abril de 1964 he dedicados mis días al periodismo. En ese oficio he hecho de todo. He sido reportero, cronista parlamentario, editor, articulista y columnista político, y he tenido funciones directivas. No se si la Providencia 'a la que siento presente, no sin un dejo supersticioso y como remanente de una creencia erosionada por el espectáculo de la miseria humana'o el azar, o la Fortuna, hicieron de mi una persona privilegiada, siempre rodeada de amor y amistad, que convirtieron en su contrario las horas de desgracia y llanto. Compartí con valiosos y valerosos compañeros la fundación de publicaciones, a veces surgidas del infortunio trocado en ventura, que modificaron el rostro y acaso el alma del ejercicio periodístico, que en el sistema político autoritario que dominó a México y que no ha sido suprimido por entero, contribuyó a que los sectores más vitales de la sociedad empujaran la historia hacia delante para convertir a sus miembros de súbdito. Ese fue el caso de Proceso en 1976 y de La Jornada en 1984. En los años recientes, que son ya los del ocaso, he sido destinatario ' beneficiario estaría mejor decir-- de no pocas y siempre inmerecidas distinciones, como la que suscita la redacción de estas líneas. Las aprecio en su justo valor, pero con ellas en la mano y en el corazón compruebo que la mejor recompensa para un hombre que ha tenido algo que decir consiste en tener lectores, oyentes e interlocutores no diluidos en la penumbra de la multitud sino encarnados en personas a las que me enorgullece estrechar su mano. He tomado parte activa en la lucha por la libertad de expresión y de información y por contar con medios independientes del Estado. Conté entre los periodistas expulsados de Excélsior, a la cabeza de los cuales brilló Julio Scherer. Ese caso figura en los anales de la prensa en su pugna contra el poder arbitrario y representó la posibilidad de una respuesta pronta y eficaz a la represión gubernamental, pues un sector importante de la sociedad civil cobró conciencia de que era necesario, y por ello posible, apoyar la respuesta de profesionales de la prensa dispuestos a no dejarse derrotar por el poder. Lejos de la satisfacción 'estar satisfecho aproxima a la muerte, dijo el inolvidable don Francisco Martínez de la Vega' en este tramo final de mi existencia un lamento me aqueja: la inocuidad de mi tarea, y la de muchos otros que se afanan en ella con mejores resultados que los que aprecio en la mía, frente a la persistencia de la pobreza y la inequidad, llagas purulentas que amenazan pudrir y matar el frágil cuerpo de la contrahecha nación en que vivimos. No estoy satisfecho pero en cambio puedo afirmar sin embozo que soy feliz. Aunque sea estéril acotar con cifras la dicha, debo formular la cuenta de mis días: suman decenas mis amigas y amigos, tengo tres hijos (y dos nueras y un yerno) y dos nietos, niña y niño, Valentina y Matías. Y culmina mi vida con la mujer que amo y me ama.