Utiliza casos individuales, aunque no guste a los científicos

11 de Mayo de 2018

Utiliza casos individuales, aunque no guste a los científicos

Tres historias que demuestran cómo hacer periodismo de salud de una forma humana, no aséptica o aburrida.

Fotografía: rawpixel en Pixabay | Usada bajo licencia Creative Commons
Pere Estupinyà, Presentador y director de contenidos de Cazador de Cerebors en TVE. Bioquímico. Autor de S=EX2 y El Ladrón de Cerebros.

A los 12 años el sistema inmune de Javier empezó a hacer algo muy extraño: pensar que las células de las paredes de sus intestinos eran un organismo invasor, y empezar a atacarlas. Los médicos le diagnosticaron la enfermedad autoinmune de Crohn, y empezó un calvario de diarreas, inflamaciones, incluso cirugías, que en lugar de estabilizarse como la mayoría de casos, fue empeorando progresivamente hasta poner en riesgo su vida. Fue tan severa la evolución, que a los 24 años, los médicos que le trataban en el Hospital Clínic de Barcelona le recomendaron un tratamiento experimental drástico, y muy peligroso. El tratamiento consistía -ni más ni menos- en resetear el sistema inmune de Javier para intentar que dejara de reconocer como externas a sus células intestinales. El procedimiento fue el siguiente: extraer células madre sanguíneas de la médula de Javier, suministrarle una agresiva quimioterapia que destruyera todas las células de su sistema inmunológico -dejándole por casi dos meses expuesto a que cualquier mínima infección fuera fatal-, y trasplantarle sus propias células madre para que poco a poco construyeran un nuevo sistema inmune “virgen”. De hecho, Javier se tuvo que volver a vacunar como si fuera un bebé. A los 5 años, el sistema inmune de Javier no ha vuelto a atacar sus intestinos y lleva una vida normal. “He engordado un montón”, me dijo medio contento medio quejándose, “porque cuando me curé pude empezar a comer de todo y no hubo manera de controlarme”.

El sistema inmune de Annalisa hizo algo todavía más inverosímil. Un día, cuando era estudiante de la Columbia University en NY, Annalisa notó que no podía decir algunas de las palabras que pensaba. Era muy extraño. Llamó a su madre, pero no se podía explicar. Las palabras no salían de su voca. A los pocos días empezó a estar muy irritable y a tener ataques de ansiedad, violencia, y fuertes dolores de cabeza. Los neurólogos le hicieron un TAC del cerebro, buscaron restos de drogas en su sangre, pero no encontraron nada anormal. Sin embargo, Annalisa no dejaba de empeorar. Agredía a sus padres, tenía ataques de locura, pérdida de control absoluta, hipersexualidad, movimientos de cuerpo y cabeza espasmódicos… se convirtió en una especie de niña del exorcista, hasta que la ingresaron en el hospital e indujeron un estado de coma. Los médicos estaban absolutamente desconcertados. Hasta que uno leyó un estudio recién publicado por un investigador llamado Josep Dalmau, que describía una extraña encefalitis de origen autoinmune en chicas jóvenes que tenían quistes benignos en los ovarios. El mecanismo era muy singular: esos quistes (teratomas), por su origen embrionario podían generar diferentes tipos de células, como fragmentos óseos, tejido muscular, o incluso nervioso. Y cuando esto último ocurría, el sistema inmune las reconocía como algo anormal y generaba anticuerpos contra células nerviosas, que si llegaban al cerebro, podían atacar los receptores NMDA de las neuronas de las pacientes, llevándolas a estadios de locura. Los médicos analizaron el vientre de Annalisa, y efectivamente tenía esos teratomas: su cerebro estaba enloqueciendo porque unos anticuerpos atacaban unos receptores concretos de sus neuronas. Annalisa recibió una terapia inmunosupresora, y poco a poco empezó a mejorar. “No recuerdo nada de los meses que pasé enferma y en coma”, me dice Annalisa un par de años después de la traumática experiencia y a punto de graduarse, “y todavía tengo lapsus de memoria, pero me siento más fuerte y con muchas ganas de vivir”.

A Pepe, en cambio, su sistema inmune le salvó de un cáncer terminal. Él vivía en un pequeño pueblo de Castellón cuando el médico le recomendó que fuera al dermatólogo a analizarse un lunar que tenía forma extraña. Era un melanoma; un cáncer de piel metastásico que ya se estaba expandiendo por otros tejidos del cuerpo. Pasó por varios especialistas, pero el pronóstico fue desolador: el tumor estaba muy extendido y le quedaban meses de vida. Sin embargo, un médico le ofreció un rayo de esperanza: en la Universidad de California en Los Ángeles estaban haciendo unos ensayos clínicos contra el cáncer con algo llamado inmunoterapia, que se basaba en hacer que el propio sistema inmune reconociera las células tumorales y las destruyera. Era algo que había funcionado en ratones y que ahora lo estaban probando en humanos con cáncer de piel y de pulmón. Quizás Pepe fuera un buen candidato. Lo fue, y durante meses realizó dos viajes al mes para recibir tratamiento en la UCLA. “Fue uno de los que mejor respondió al tratamiento”, me dijo una de las investigadoras del departamento, cuyos resultados contribuyeron a que la revista Science catalogara a la Inmunoterapia como el descubrimiento científico más importante del 2014. Cinco años después, cuando llamé a Pepe a su casa, estaba durmiendo tranquilamente la siesta. “El bichito parece controlado”, me dijo un señor a quien la ciencia le había curado de un cáncer metastásico terminal.

Estas tres “historias inmunológicas” tienen algo en común: las publiqué en artículos periodísticos y libros, y tuvieron mucho éxito entre los lectores. ¿Por qué? Porque relatan casos concretos de personas. Son historias reales, que permiten explicar avances científicos y médicos, pero añadiendo el componente humano y el hilo narrativo. Por eso enganchan. Pero por desgracia, no suele ser así como se presenta la ciencia. Muchos científicos recelan de los casos individuales, porque no siempre son representativos del general. Ellos prefieren las estadísticas. En sus artículos no hablan de Javier, ni Annalisa, ni de Pepe, sino de un X% de los N pacientes, y de un Y% de reducción de la mortalidad. Eso es sin duda más preciso, pero también más aséptico, deshumanizado, falto de emoción, y aburrido. A ellos les da igual, porque viven en su submundo científico, y pretenden que expliquemos la ciencia como les gusta a ellos. Ni puto caso. Nosotros nos debemos a los lectores, y al buen periodismo. Mi recomendación en este post es muy clara: haciendo periodismo de salud, siempre que podáis, utilizad ejemplos reales, contad historias que enganchen al lector, y a partir de ellas explicad de manera rigurosa toda la ciencia, medicina y farmacología que hay detrás. Debemos ser rigurosos, pero también interesantes. La medicina está repleta de casos sorprendentes. Aprovechémoslos, guste o no a los investigadores.      

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