De tal padre, tal hijo

De tal padre, tal hijo

Un niño en medio de sus padres. Minúsculo entre ambos. Y sin embargo, inmenso. Claro. Seguro de sí mismo. Papá y mamá lo miran orgullosos. Todo parece en orden. De repente todo se derrumba. Los funcionarios del hospital donde nació Keito, hace seis años, le informan a sus padres que temen que en el momento del nacimiento hubiera habido un intercambio de bebés con otra pareja que estaba dando a luz allí mismo.
Dominique Rodríguez

Varios evaluadores. De mirada severa. ¿Estamos ante un juicio?

Un niño en medio de sus padres. Minúsculo entre ambos. Y sin embargo, inmenso. Claro. Seguro de sí mismo. Papá y mamá lo miran orgullosos. Todo parece en orden. De repente todo se derrumba. Los funcionarios del hospital donde nació Keito, hace seis años, le informan a sus padres que temen que en el momento del nacimiento hubiera habido un intercambio de bebés con otra pareja que estaba dando a luz allí mismo.

Silencio. Solo se siente la tensión contenida de una situación que jamás quisiéramos vivir. Es cierto que esto podría ocurrir en cualquier lugar del mundo. Pero pasa en Japón y su director es japonés (no puedo imaginar la reacción si esto sucediera en México, Venezuela o Colombia), así que cada gesto será medido al punto de sentir el ahogo de sus protagonistas. Un sentimiento discreto que paulatinamente se irá complejizando, aunque sin salirse del marco de una inentendible resignación, magistralmente controlada por este gran traductor del dolor que resulta ser Hirokazu Kore-eda.

Así, la razón va dándole paso a tamaña revelación. Ryota, padre de Keito, parece entenderlo todo ahora. Ya, la distancia que tiene con su hijo, esa que cree tener, adquiere sentido. Todo parece tener sentido para él. Es porque no somos de la misma sangre, parece gritar de la rabia, aunque nunca gritará de la rabia, solo le pegará a la ventana de su auto, frustrado. Todo lo que había planeado, todo por lo que había trabajado tanto, tantas horas sin dormir, sin estar en casa, todo, todo había sido para Keito. ¿Y ahora qué?
Pues bien, conocer a su “verdadero” hijo.

Conocerlos, también, a “ellos”.

“Ellos” son, claro, justo lo que él no. Parecen demasiado felices con su pobreza, con su vieja camioneta para entregar pedidos, con sus juegos, con sus risas. Son tan distintos a su ambición, a su buen gusto, a lo tanto que ha logrado, a lo tanto más que quiere de la vida. Pero es justamente allí, en tan enormes contrastes, que podrían sentirse como una caricatura, que la historia funciona. Pues es gracias a estos lugares comunes en los que escarba el director, donde se revela la naturaleza humana y las osadías a las que se atreve el hombre (Ryota les ofrece dinero por “su” hijo Ryusei, y seguir manteniendo a Keito). Y su increíble respuesta (el gesto simple y contundente de una cachetada, suave, nacida de la sorpresa). Es, por encima de cualquier cosa, la torpeza expresada de forma sublime. El desconsuelo de no saber qué hacer. De nadie.

Capítulo aparte lo merecen las dos madres. En un mundo donde la palabra “empoderamiento” es la reina, el peso cultural resulta abrumador. Sus voces no resultan ser lo suficientemente fuertes y ese dolor, contenido hasta el llanto, es brutalmente conmovedor. La soledad hace que estas dos mujeres que aman a los niños que han criado, se conviertan en amigas y sepan por lo que cada una está pasando. La escena de la despedida es quizá lo más doloroso que he visto en mucho tiempo. El pasado imponiéndose.

En medio, dos niños de seis años con más vida que cualquiera. Capaces de reescribir la historia. Sus historias.

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