Adolescencia: Divino tesoro del cine latinoamericano

Adolescencia: Divino tesoro del cine latinoamericano

Latinoamérica y el Caribe cuentan con alrededor de 100 millones de adolescentes. Es una región joven, como son jóvenes los directores de las películas mencionadas. Esto explica sin duda por qué los cineastas de la región vuelven sin tregua al tema de la adolescencia.
Sebastián Escalón

Desde que en 1896, en El regador regado, los hermanos Lumière filmaron a un joven cometiendo una travesura reprimida severamente por un fortachón mostachudo, el tema de la adolescencia siempre ha sido uno de los predilectos de los cineastas. No es de extrañar: los adolescentes son una fuente inagotable de conflictos, y los conflictos generan historias.

En la cinematografía latinoamericana actual, la adolescencia está muy presente: en el 54° del Festival de Cine de Cartagena de Indias, de trece películas en competición, seis tratan del tema. En estas cintas, encontramos sus principales aristas: la rebeldía, el descubrimiento del sentimiento amoroso, la atropellada formación de una identidad, el paso irrevocable a la edad adulta.

La directora argentina Celina Murga explicó, después de la proyección de su excelente película La Tercera Orilla, que en su obra busca contar historias desde el punto de vista de los adolescentes porque esto le permite reflejar el mundo de los adultos. El cine y la literatura suelen utilizar a “los otros”, sean menonitas, marcianos, persas o cavernícolas para hablar de nuestra sociedad y de la condición humana. Los adolescentes, aunque comparten nuestro espacio y están, quizás, encerrados en la habitación contigua, también son parte de estos “otros” paradoxales. No se nos parecen, no piensan ni hablan igual, se comportan de forma extraña y tienen metas e ideales que nos resultan incomprensibles. Su idealismo, su rechazo a todo compromiso, nos incomodan y desafían, y de allí, surge el retrato de nuestros fracasos y mezquindades.

La tercera orilla, patrocinada por Martin Scorsese, se centra en la relación entre un adolescente de quince o dieciséis años con su padre, un médico que mantiene una doble vida. Rápidamente, Nicolás pasa de ser un adolescente dócil, flojo, incapaz de mantener la espalda recta, a asumirse como el único hombre de la familia, el que protege a los suyos y administra el dinero. Para esto, simbólicamente, asesina la figura odiada de su padre incendiando su finca y su carro.

La mirada de Nicolás sobre su padre, un hombre seguro de sí mismo, implacable con los empleados de su clínica, con los peones de su propiedad agrícola y con sus animales revela que las responsabilidades de la edad adulta son alienantes y perversas. Una escena es ejemplar: el padre, preocupado por la apatía sexual de su hijo, decide llevarlo a un club nocturno, a la vez que se esfuerza por confraternizar con él. El fracaso es absoluto. Nicolás no entra en el juego. La deprimente sexualidad del macho latinoamericano se revela por medio de la indiferencia del chico a las atenciones tarifadas de una rubia.

Somos Mari Pepi, sorprendente opera prima del mexicano Samuel Kishi Leopo también sigue esta vía.  Mari Pepi es el nombre de una banda de punk rock formada por cuatro adolescentes. Tiernos, divertidos, desenfadados y siempre dispuestos a reírse con cualquier tontería, los cuatro amigos son felices mientras logran mantener a los adultos a distancia. Basta con que estos últimos aparezcan en la pantalla para que nos demos cuenta de que el futuro de estos chicos no es nada regocijante. Alex, el guitarrista, vive solo con su abuela, una anciana casi senil a la que tiene que atender. Bolton, el vocalista, tiene un primo narco, y con él aprende el lenguaje de la violencia y la dominación. Moy, el baterista, tiene como figura paterna a un hombre acabado, alcohólico y desempleado. Nada bueno puede aprender un muchacho que habita una ciudad latinoamericana de los adultos, al menos que consideremos adultos a Iggy Pop y Joey Ramone, ídolos del grupo.

Los adolescentes de Somos Mari Pepa recuerdan a los de  Gasolina, del guatemalteco Julio Hernández Cordón. En este filme del 2008 que narra las andanzas nocturnas de cuatro chicos de clase media urbana, la representación de la sociedad también es pesimista. Pero, a diferencia de Somos Mari Pepa, los adolescentes son un reflejo de ella. Un accidente de tráfico demuestra que, finalmente, por encantadores que nos hayan parecido, ellos son los hijos sanos de una sociedad que permitió un genocidio contra los indígenas hace solamente treinta años.

Los chicos de Gasolina, Somos Mari Pepa y La Tercera Orilla, están solos en el mundo. No tienen ningún referente positivo entre los adultos que pueda guiarlos o al menos los acompañarlos. Mateo, de la colombiana María Gamboa, se aparta de este pesimismo. En esta cinta, dos referentes adultos se disputan el corazón y la mente de Mateo, un adolescente de un barrio pobre de Barrancabermeja. El primero es su tío, un mafioso, jefe de una banda de extorsionistas y traficantes. Mateo es uno de sus cobradores de extorsiones, y esto le brinda dinero fácil y privilegios. El segundo es un cura de mente abierta que dirige un taller de teatro al que Mateo debe acudir: su tío le ha pedido infiltrar el grupo para tener controlado al cura. La lucha entre los dos adultos por conquistar a Mateo parece desigual, y sin embargo, el descubrimiento del teatro y el amor por una de las chicas del taller lo llevan a traicionar a su tío.

Otro referente positivo, Mateo lo encuentra en su madre quien, junto con otras mujeres de la comunidad, monta una microempresa de producción de cítricos. Hay en el filme mensajes un tanto explícitos y moralistas que María Gamboa destina a los jóvenes: con trabajo se puede salir adelante, los buenos somos más y en la unión está la fuerza. Mateo tiene otros aspectos más interesantes, empezando por la interpretación del protagonista, Carlos Hernández.

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Leonardo, hijo único de una familia acomodada de alguna ciudad de Brasil tiene una particularidad: es ciego. El tacto y el oído son sus principales ventanas al mundo. Cuando el cineasta Daniel Ribeiro nos lo presenta en su película Hoje não quero voltar sozinho (Hoy no quiero volver solo), Leonardo es apenas un niño grande: nunca ha desobedecido a sus padres sobre protectores, ni siquiera ha llegado tarde a casa alguna vez. Nunca ha besado, y no tiene prisa por que llegue el momento. Tiene una buena amiga, Giovana, pero a esa edad, besar a una amiga es como besar a una hermana: no dan ganas.

Hay que esperar la llegada de Gabriel, el chico nuevo de la clase, para que Leonardo empiece a evolucionar. Leonardo nota los cambios a partir de sensaciones sencillas: el aire sobre la cara cuando Gabriel lo lleva en bicicleta, la fuerza del brazo de Gabriel cuando este lo guía por las calles, el olor de la chaqueta que Gabriel olvidó en su cuarto. Pronto, Leonardo toma conciencia de que está enamorado de su amigo. Maravilla de las comedias románticas, Gabriel le corresponde. Él también está descubriendo su homosexualidad. En una escena valiente, que inevitablemente genera risas de incomodidad por parte de los espectadores, Gabriel observa pasmado a Leonardo desnudo en la ducha, mientras este, por ser ciego,  no se imagina lo que está provocando en su amigo.

Lejos de ser traumático, ambos adolescentes toman descubren su homosexualidad con naturalidad, acaso como algo un poco inusual, como también es inusual el gusto de Leonardo por la música clásica. Algunas peripecias más presentadas por esta comedia ligera y agradable, y tenemos a los dos enamorados hechos pareja.

El descubrimiento del cuerpo y la sexualidad como parte fundamental de la identidad, son elementos comunes a muchas películas sobre adolescencia. Estos son elementos centrales de Não quero voltar sozinho y también de Mateo.  En esta última, los ejercicios del taller de teatro dirigido por el cura, caminar por el espacio, producir un encuentro de miradas, abrazarse, dejarse caer en los brazos de los compañeros, desconciertan al joven Mateo. Todo esto rompe con lo que el joven delincuente cree que debe ser la relación física con sus semejantes. La primera vez, Mateo lo rechaza con violencia: agrede a su compañero de ejercicio e insulta a todos los participantes. Solo un marica se deja tocar así. Pronto evoluciona. Una chica del taller le gusta, y ella lo guía y le ayuda a integrarse al resto del grupo.

Las escenas que muestran los ensayos están particularmente logradas. En una, Mateo debe dejarse cargar por el resto del grupo. Vemos a Mateo relajarse, aceptar el contacto físico de los demás, y finalmente, disfrutar la sensación de estar volando por los aires.  Mateo deja de tenerle pavor al cuerpo de los demás y al suyo propio. El cuerpo  no es sólo una máquina para competir e imponer su voluntad a los demás: tiene otras muchas funciones y posibilidades que el teatro le revela.

El  deseo y el sexo son además, un rito de paso para acceder a la edad adulta. La madre de Héctor, la protagonista de Club Sandwich, lo sabe y quisiera posponer ese momento un poco más para no perder definitivamente a su hijo. Tercer largometraje del talentoso director mexicano Fernando Eimbcke nos presenta un triángulo amoroso, Jazmín, Héctor y la madre de Héctor, en huis clos dentro de un complejo hotelero.

En un principio, Héctor es un chico dócil, tiernamente controlado por su madre. Ella tiene por su retoño un amor materno no exento de lascivia. Mujer sin hombre, ella quisiera seguir cuidando a Héctor por siempre, pasar protector solar por su cuerpo, observarlo con ternura, nadar con él, jugar con él a juegos no tan inocentes. Héctor es una cría de canguro en la bolsa de su madre.

Pero aparece Jazmín, una rival peligrosa porque tiene la edad de su hijo, y la misma impaciencia que él por dar rienda suelta al deseo. La madre intenta interponerse, pero es inútil: su niño ha dejado de ser un niño. En una escena deliciosa, los dos adolescentes flotan en la alberca, tomados de la mano, gozando su cercanía. La paz del momento es dinamitada por la madre, que salta a la piscina con un cómico clavado-bomba.

Aún así, muy a su pesar, ella deberá resignarse y experimentar el doloroso trauma del nido vacío.

Fernando Eimbcke, con delicadeza, amor por sus personajes y mucho humor representa magistralmente la esencia del despertar amoroso, que quizás sea la esencia de la etapa adolescente. Tanto en Mateo como en Club Sandwich, el aprendizaje del lenguaje de la sensualidad y el romance tienen un carácter nostálgico, como si los directores quisieran volver a esa edad temprana. “Es que padecemos del síndrome de Peter Pan”, explicó Eimbcke acerca de la proliferación de películas sobre adolescencia durante el festival.

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Latinoamérica y el Caribe cuentan con alrededor de 100 millones de adolescentes. Es una región joven, como son jóvenes los directores de las películas mencionadas. Esto explica sin duda por qué los cineastas de la región vuelven sin tregua al tema de la adolescencia.

118 años después del Regador regado de los Lumière y 64 años después de Los Olvidados, de Luis Buñuel, el cine latinoamericano vive en una eterna adolescencia. Las múltiples aristas del tema aseguran una gran diversidad entre estas cintas. Si algunas películas (Hoje não quero voltar sozinho, Club Sandwich), protegen a sus personajes de todo conflicto social para captar la esencia de la condición adolescente, otras (Somos Mari Pepa, Mateo), prefieren mostrarnos la inmensa fragilidad de los jóvenes frente a estos conflictos.

Cada cineasta busca sus propias soluciones formales para intentar devolvernos a la adolescencia y para transmitirnos su energía e inocencia. A la vez, cada película nos retrata: nos muestra en un solo movimiento cinematográfico cómo fuimos un día y cómo somos ahora; nos recuerda todo lo que perdimos a cambio de un poco de paz y autocomplacencia y confort.

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