Puntos de bizca

Puntos de bizca

Hace unos años Illán Bacca vio en la calle uno de sus libros. Se acercó y al notar a un lector interesado, dijo como quien no quiere la cosa: me han dicho que esa novela es buenísima, a lo que el lector contestó, no creo porque tiene un error en la portada. El título de la novela era Deborah Kruel.
Ramón Illán Bacca, en su casa.Barranquilla, Colombia. Joaquín Sarmiento/Archivo FNPI
Jorge Espinosa

El primer recuerdo que tiene el escritor Ramón illán Bacca del Carnaval de Barranquilla es en blanco y negro. Edith Munárriz, coronada Reina del Carnaval el martes 21 de febrero de 1950, al día siguiente saludaba a la multitud desde un balcón del convento de La Enseñanza. La ex reina se había hecho monja. Era miércoles de ceniza. Días después, cuando los ebrios rezagados de los bailes del Carnaval se enteraron del curioso episodio, creyeron ser víctimas de las maldades del alcohol. Contaban los cronistas de la época que en los seminarios ponían como ejemplo la devoción y el compromiso religioso de la monja Edith, esperando que las muchachas siguieran su ejemplo. Sí, eso es cierto, pero no hubo continuadoras, concluye Ramón.

A Ramón lo criaron las tías Teresa Salomé, Eufemia Dolores y Sara Simeona desde que nació en Santa Marta en 1938. Pero no se quedó en esa ciudad, que era en realidad un “pueblón” de 40 mil habitantes en el que todos se conocían de vista, porque no había oficio distinto a trabajar para los dueños de las bananeras. Se imagina usted, me dice, que la cosa era tan tropical que el gerente de la United Fruit Company llegaba al despacho del gobernador y ponía los pies encima del escritorio, como si fuera – y lo era –  el dueño del Departamento.

Estamos sentados en la biblioteca de su casa en Barranquilla, hay un ventilador pequeño y de una sola velocidad que apenas hace llegar un fresco. Son las 4:30 de la tarde pero está oscuro, la luz del techo está averiada y la ventana solamente alcanza a iluminar una mesa en la que hay unos libros comidos por los años que Ramón quiere enviar a empastar. La mesa, me aclara, se la regaló Álvaro Cepeda Samudio. La biblioteca, que es una especie de bunker con estantes viejos y polvorosos que rodean a las dos sillas Rimax, se divide por temas de interés. Hay algo de filosofía, de historia clásica y de novela policiaca (entre los que se encuentra un curioso libro, Aristóteles detective) pero me concentro en los libros de García Márquez, incluyendo la biografía de Gerald Martin que leyó a pesar de estar “saturado de tanto gabianismo”. Ramón es de la generación siguiente a la de Gabo, el Messi de la época, y como tantos otros se vio ensombrecido por las gigantescas y apabullantes letras del Nobel.

Vuelvo a preguntarle por sus recuerdos del Carnaval y entonces se para de la silla como un velocista Olímpico de 100 metros y vuelve con su novela Disfrázate como quieras. La portada, dice, es muy bonita porque la pintó un hippie que vivía en Cartagena y que dio permiso para usarla en el libro. Aparece un variopinto de máscaras que Ramón define como venecianas, al tiempo que elogia la sobriedad del hippie al no caer en la tentación de copiar el tropicalismo caribeño. Pregunto por su bibliografía del Carnaval. No, contesta, yo sé poco de esos asuntos, no soy carnavalero y los textos que tenía los fui regalando a los amigos. Le recuerdo a Ramón que además de la novela de Disfrázate como quieras, tiene un segundo libro titulado Crónicas casi históricas en el que narra con mucha gracia algunos eventos que sucedieron en el centro del Carnaval. No es posible que escribas aquellos dos libros, sumados a La mujer barbuda, su última novela, y te denomines como un tipo no carnavalesco, le digo. Me mira a través de unos lentes tan gruesos como el fondo de las botellas de gaseosa y dice “sí, es verdad. Debe ser porque estoy rodeado y eso es inevitable, si estás en una isla tienes que saber algo del mar”.

Ramón estaba parado en el pasillo de Literatura Colombiana de la Librería Nacional la primera vez que lo vi. Viste un pantalón ajedrezado y un polo negro de manga corta y cuello. En su mano izquierda sostiene un sombrero a cuadros negros y grises tipo bombín. En la otra mano, que uno de sus dedos adorna con un anillo de piedra azul claro, revisa una página abierta al azar de una novela de un joven escritor. Empieza a leer en voz alta. Trato de concentrarme porque, aunque estoy a su lado, oigo los gritos de un vendedor de helados que está en la otra acera de la calle. Illán Bacca tiene una voz susurrada, entonces me acerco un poco más y casi le hago comer la grabadora por el miedo a no captar lo que susurra. Empezamos a caminar hacia un café que él sugiere y desde cuyo ventanal se ve Barranquilla porque nunca se cansa de ver la ciudad, dice. Cruza la pierna izquierda sobre la derecha y deja la suela de su zapato negro al aire. La miro y descubro que los zapatos están nuevos por debajo, que se ven más gastados en la parte de arriba. La voz de Ramón es casi imperceptible, sus pasos también.

Se sienta en su biblioteca y dice mientras ríe que nadie leyó su mejor novela. Maracas en la opera tuvo un tiraje de 1200 copias en la primera edición, y 600 se quedaron en los pasillos de las librerías. Esos libros despreciados por los lectores terminaron picados y reciclados en las letras de otro afortunado que escribió encima de la ahora despedazada historia de Ramón. Hay un silencio, pero no hay gestos de tristeza, ninguna arruga marcada en la frente, nada de eso pasa. Ramón el impasible, Ramón se ríe de sí mismo. La novela, publicada en 1996, narra el ascenso y el declive de Villa Bratislaba, una de tantas casas de placer en la Barranquilla de principios del siglo XX. El personaje femenino, Bratislava Cantillo, compite con Perpetuo Socorro y María Perfecta, ambas de La mujer barbuda, como protagonista que no tiene un tocayo en la literatura.

Claro que la reina – monja, continúa, no fue la única que dio de qué hablar. En 1959 fue con sus tías al Carnaval y la reina fue Marvel Luz Moreno, a quien cataloga como la mejor escritora de cuentos colombiana del siglo XX, por encima de García Márquez y Cepeda Samudio. No solo era bella, también una intelectual y una escritora consagrada que tenía la gracia de preguntar a sus parejas mientras bailaban el merecumbé si ya habían leído La Nausea, de Jean Paul Sartre, lo que producía, cómo no, una arcada en el compañero de fiesta. Illán Bacca, con esa memoria precisa de quien lleva años contando historias, dice que un periódico de la época tituló “No todas las reinas son brutas”.  

En uno de los libros de Illán Baca que ya mencioné, La mujer barbuda, el personaje central es un inglés de nombre agropecuario, Spencer Cow, que en sus peripecias por la región del Magdalena a principios del siglo XX conoce de primera mano a una mujer llena de puyones en la cara y en el cuerpo. Esta sátira de la hipocresía de una época que no había logrado desprenderse del victorianismo, pero que del cuarto para adentro era tan promiscua como ninguna otra, es también un relato carnavalesco, lleno de máscaras y de personajes que pretenden ser lo que no son. No puedo evitar pensar en esto cuando, sentado en la silla Rimax, veo una foto del escritor disfrazado de El Santo, emblemático luchador y actor mexicano que fue héroe y modelo de una generación. De manera que además de tener el Carnaval de Barranquilla como un punto de partida para novelas y crónicas, solías participar activamente en los desfiles, le digo. Pues sí, ya ves que antes de enfermar de diabetes me disfrazaba de Santo, Tigre, Blue Demon o soldado Romano, pero desde entonces ya no volví ni de espectador, porque como soy bajo de estatura, no veo sino nucas. Ramón, como los hombres sabios, sabe el valor que tiene burlarse de sí mismo, mofarse de sus defectos, hablar de los fracasos literarios sin que le tiemble la voz, reírse de los golpes de la vida.

Le pregunto por su casa, que es además la única del barrio que no tiene reja. La claustrofobia no me deja encerrarme, por eso esta casona no tiene barandas, explica. Entiendo, en esta tercera entrevista, la importancia de los silencios en nuestras charlas. Pasan unos segundos y dice, ¿te he contado lo que me pasó hace un par de años en Cartagena? Lo invitan al Hay Festival y lo alojan en un hotel del centro histórico. El cuarto quedaba en un rincón debajo de unas escaleras y justo allí, la cama. No pude dormir en ese encierro terrible, entonces salí al lobby a  escondidas y dormí en un sofá, recuerda. A las 6 de la mañana, antes de que empezara a llegar la gente, se devolvió a la ratonera que le habían asignado como cuarto. Seguimos sentados en su biblioteca, oscura, encerrada y con un pequeño ventanal, pero Ramón se ve tan cómodo. Paredes de libros que funcionan como antídoto contra la claustrofobia.

La casa, amarilla, sin reja y con un parqueadero que funciona como garaje, tiene vista frontal al parque El Limoncito. No hay edificios en la zona, solamente casas de un nivel separadas por pequeños andenes. Antes de abrir la puerta, Illán Bacca advierte que no tiene muebles porque los gatos los arañaron y además los sofás olían a “miaos”. En la costa, explica, solo hay tres velocidades, lento, muy lento y parado. Ramón lleva un mes esperando sus muebles. Las paredes también están en blanco. Hay tres retratos familiares y un póster en colores de una película de Greta Garbo.

No hay nada lineal en la vida de Illán Bacca. Pasamos de su desagradable experiencia en Cartagena, a su recuerdo del Carnaval de 1951. Es el año de la coronación de Cecilia Primera, que Ramón define como una “muchacha vanguardista porque era aviadora aficionada”. Ríe antes de seguir, me mira con picardía con su ojo derecho mientras el izquierdo se pierde por el pasillo. La bella Cecilia, muy a la vanguardia, aterrizó en su propia avioneta en el aeropuerto local mientras el alcalde, ya entusiasmado y colorado de emoción, firmaba un decreto que la nombraba Reina de los cielos de Colombia. No hay que olvidar que estamos en el Carnaval, ese desorden organizado en cuatro días donde nada termina como empieza. Apareció entonces el grito del arzobispo para cambiarlo todo: “la única Reina de los cielos puede ser la Virgen María” a lo que el Alcalde, sensato y religioso, contestó firmando un nuevo decreto que derogaba el anterior y promulgaba uno nuevo que decía Cecilia Primera es nombrada Capitana de los cielos de Colombia.

Hace unos años Illán Bacca vio en la calle uno de sus libros. Se acercó y al notar a un lector interesado, dijo como quien no quiere la cosa: me han dicho que esa novela es buenísima, a lo que el lector contestó, no creo porque tiene un error en la portada. El título de la novela era Deborah Kruel. Cuenta la anécdota, suelta la carcajada, y se pregunta si no será él un escritor marginal y tardío. Debí ganar más plata, no tener que seguir dictando clases de literatura en le Universidad del Norte. ¿Y por qué no ejerció el derecho? Bueno, nunca quise ejercerlo, siempre tuve claro que lo mío era escribir y leer. Además de sus ocho libros de novelas y cuentos, Ramón escribe una columna en El Heraldo titulada Puntos de bizca. Mirando al escritor la explicación de ese nombre salta a la vista. Ramón, como Sartre, es estrábico (también mide menos de 1,60). Su ojo izquierdo siempre observa torcido. Esos ojos no lo dejan leer con la disciplina que quisiera. Las cataratas, que no se opera por miedo a la anestesia, reducen sus horas de lectura. Eso sí, a Proust lo leyó entero, sin prisas, en 20 años.

Disfrázate como quieras, novela publicada en 2002, tiene el mismo nombre de una comparsa del Carnaval de Barranquilla. Ramón, que sí vio pero nunca bailó en esa comparsa, se concentra en la historia de un crimen. El juez Sócrates Bruno Manos Albas, un hombre torpe y sin ninguna capacidad de investigación, debe resolver el doble asesinato de Jerónimo Carazúa y Mecoro Montes. Años después, en el 2008, publicó La mujer del defenestrado, que también empieza con un crimen, la confusa muerte del abogado Crispín Altamira. Cuando le muestro una copia de esa novela se lleva las manos a la cabeza, como quien acaba de ver un delito imperdonable, y pregunta cómo es posible que haya comprado ese horror de libro. Cómo así, pregunto. Claro mijo, es una equivocación, una novela espantosa.

Está sentado en la sala de conferencias del Museo del Caribe en la Avenida Olaya Herrera en Barranquilla. Hay una charla sobre el significado de la cultura popular. Ramón se ubica en la mitad del salón y en la silla que da contra el pasillo porque la diabetes lo obliga a ir al baño cada cierto tiempo. Uno de los expositores critica a los escritores del Caribe que han perdido su sentido del humor, esa mirada de la realidad que antes de lamentar prefería reír y hacer reír. De pronto, como quien recuerda la visita de un profeta, pregunta ¿acá en el salón está Illán Bacca? Ramón se escurre de la silla, hunde el cuello, mira al piso y pide con la mano que dejen eso, que no lo mencionen más. Está incómodo. Un señor que está en la segunda fila se para y grita “un aplauso para al maestro” y el auditorio, obediente pero convencido, se para y aplaude. Le piden al escritor que se levante, pero él sigue escurrido, sonrojado, avergonzado. Dos personas se acercan y le piden que firme algunas de sus novelas. Se van. De pronto, voltea a su izquierda la cabeza y dice, muy pasito y muy serio, “debería lanzarme para concejal”.

Comentarios

©Fundación Gabo 2024 - Todos los derechos reservados.