El músico que nos da la espalda

El músico que nos da la espalda

A Rinaldo Alessandrini no le importa hablar contigo a menos que sepas de lo que estás hablando, y más te vale que sea sobre sus sinfonías. Desde el Festival Internacional de Música de Cartagena, la estrella más importante de la música barroca de hoy no nos cuenta nada porque no teníamos ninguna pregunta que hacerle sobre su música. ¿Vale la pena perseguir a alguien que no quiere hablar contigo?
Rinaldo Alessandrini dirigiendo uno de los conciertos. Joaquín Sarmiento/Archivo FNPI
María Jesús Zevallos

Nada brilla más en el escenario que la calva honorable de Rinaldo Alessandrini. Es un martes de enero en el auditorio del Teatro Mejía, en la Ciudad Amurallada de Cartagena de Indias. Alessandrini, el clavecinista italiano, la estrella más importante de la música barroca hoy en día, ha llegado a Colombia para ser el director artístico del Festival Internacional de Música de Cartagena, que se celebra desde hace seis años aquí. Hoy, como todos los días, Alessandrini toca de espaldas al público.Se sienta frente a su clave [un instrumento de madera compuesto de teclado y cuerdas, algo así como el abuelo del piano], y dirige al ensamble de música barroca, Concerto Italiano, que fundó hace más de veinte años. Es el maestro frente a su orquesta, dándole la espalda a todo lo demás.

Alessandrini interpreta música que ya no existe. Música que ya nadie compone. Música barroca, del siglo XVII, cuando los católicos y los protestantes se peleaban entre ellos, y usaban la música como gancho para captar o mantener fieles. Música dramática, de un tempo intenso; una sinfonía de oboes, violines, violas, arpas, címbalos, trompetas y coros que parecen anunciar la llegada al palacio de un rey del medioevo.

El auditorio está repleto de la aristocracia colombiana. Casi uniformados en sus guayaberas blancas y vestidos de verano. En cambio, Alessandrini y todos los músicos del Concerto Italiano visten de negro, como todas las noches del festival. A lo lejos, lo único que se ve de Alessandrini es su espalda robusta, que se rebalsa sobre sus pantalones de vestir, y aquella calva brillante.

«El cabello es una bendición que se ha concedido a las bestias –escribió alguna vez William Shakespeare, genio de la literatura y calvo precoz–. Y lo que no le ha otorgado al hombre en pelo se lo ha dado en entendimiento». Alessandrini parece cumplir a la perfección ese viejo dicho. No es una bestia, es un iluminado, y su calva denota la madurez de su interpretación, la seriedad de su sonido, la falta de ganas que tiene para atender el mundo que existe fuera de su música.

Alessandrini, a sus 43 años, goza, se retuerce en su asiento, su calva se mueve de lado a lado mientras sus dedos hacen música sobre su instrumento. La música es fuerte, intensa, cautivante. Es toda una celebración, a comparación de otros conciertos de música clásica. El canto efusivo de una Iglesia Gospel entre misas católicas; el muro pintado con grafiti entre las paredes blancas del vecindario. Es música que transmite energía, y el maestro Alessandrini es el principal conductor. Pero solo cuando da un concierto.

Alessandrini será, durante el resto de la semana, el músico que me da la espalda. No solo en el escenario, sino también fuera de él. Es el cuarto día del festival, y el segundo en el que fracaso al intentar conseguir algunas palabras del maestro. Pero sobrevivo con el consuelo de saber que no soy la única.

***

El calor de Cartagena irrita todo, incluso el humor. Pero Alessandrini sonríe durante el ensayo del Concerto Italiano en el Teatro Mejía. Es el quinto día del festival. Todos sus músicos están en el escenario, pero el maestro está sentado en la primera fila de la platea del Teatro, con un iPhone en su mano derecha, su mánager Valerio Tura a la izquierda, sus ojos en el teléfono y una sonrisa en los labios.

Ensayo previo al concierto, de Rinaldo Alessandrini, en el Teatro Adolfo Mejía. Joaquín Sarmiento/ Archivo FNPI

Hay una chica con gafas, cámara de video en mano y vistiendo una camiseta negra, similar a la que usa el maestro hoy. Es una periodista con una agenda que cumplir y la esperanza ingenua de que el tener confirmada una entrevista con Alessandrini significa que ocurrirá.

—¿Qué se le ofrece, bellísima? —le pregunta Tura, antes de que la muchacha pueda llegar a Alessandrini.

—Vengo a entrevistar al maestro —dice ella, mientras mira su reloj—. Coordiné con la gente de prensa del festival.

Alessandrini se levanta de su butaca, desentendido y con la mirada fija en el iPhone. Sube al escenario. Tura, que conoce las mañas de quien ha sido su cliente por más de treinta años, grita su nombre y el maestro voltea. Le explica que la mujer ha llegado a entrevistarlo. Alessandrini guarda su iPhone y su sonrisa se desvanece como derretida por el calor. «¿Cuánto tiempo, eh?», pregunta el maestro mientras se rasca la calva. «Unos veinte minutos», responde Tura. Alessandrini voltea y se esfuma entre las cortinas negras del escenario. Media hora después, el maestro reaparece y se sienta frente a su clave, ese instrumento del que se enamoró cuando tenía dieciocho años. «¡Ragazzi!, ¡Ragazzi!», grita el maestro a su grupo de músicos. «¡Cominciamo!».

Al parecer, Alessandrini no se mezcla mucho con el mundo fuera de su música. «El maestro es muy pragmático», me dijo Ettore Belli, primera viola de Concerto Italiano. Belli conoce al maestro desde que ambos tenían quince años, cuando tocaron en un ensamble de música barroca en su natal Roma. Ambos aceptaron, ambos se enamoraron de la música. «Amamos la energía del barroco», explica el violista. «Es algo que no tiene la música romántica, te llena cuando la tocas». Belli dice que a Alessandrini le cuesta dedicarle tiempo a algo distinto que no sea la música.

Advertencias sobraron entre mis intentos de entrevistar a Alessandrini. Quería entender por qué tantos colegas han fracasado al intentar conversar con él; por qué le fascina un tipo de música que ya no se compone. Todas eran preguntas que tenía para él. Pocas o ninguna eran sobre las notas que salían de su instrumento. «Debes tener cuidado en hacer tus preguntas», me había dicho Anne Midgette, crítica de música clásica de The Washington Post, cuando le conté sobre todas las veces que el italiano me había plantado. Ella me contó que cierta vez una periodista había esperado seis meses para poder entrevistar a Pavarotti. Cuando por fin lo tuvo en frente, le lanzó la primera pregunta: «Señor Pavarotti, ¿cuál es su equipo de fútbol favorito?». El tenor, con la mirada fija en la reportera y sin decir nada, se levantó y se fue. «Ella quería crear una atmosfera ligera, pero terminó irritándolo». Con eso, Anne dijo mucho de lo que ya intuía: a los músicos clásicos poco les interesa el hablar con gente que no sabe de música clásica. «Prefiero discutir con un genio antes que con un idiota», habría dicho Alessandrini a un periódico español al hablar de su colaboración con el director de ópera Luca Ronconi, considerado como el director de ópera que puede alcanzar la perfección en su puesta en escena.

Ronconi, claro, era el genio. Yo podría ser la idiota.

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Es la quinta noche del festival y mi sexto intento de registrar alguna frase de Rinaldo Alessandrini en mi grabadora. He pasado casi media hora conversando con Tura quien, en este momento, ya me conoce de nombre y apellido. «El maestro es muy cordial, pero su música va primero», me explica, tratando de darme una excusa.

El Concerto Italiano se prepara para una de sus últimas presentaciones en Cartagena. Es un concierto al aire libre y Alessandrini ha tenido algunos problemas durante los ensayos al evitar que el viento arruine el sonido del ensamble. Hoy tocan Las Cuatro Estaciones, la famosa obra que inmortalizó a Antonio Vivaldi. Cuando el ensayo termina, Alessandrini le pide con señas a Tura que se acerque al escenario. «Ven, te lo voy a presentar», me dijo Tura, y saqué de inmediato mi grabadora de la cartera. Por fin podría hablar con él cara a cara. Pero para recordar lo que me dijo no necesitaba una memoria de voz. «Lo siento, tengo una cena antes del concierto», me dijo Alessandrini, mirándome a los ojos desde el metro y medio de altura del escenario. Entre odio y tristeza, me rendí, pero decidí quedarme a escuchar al causante de mis desvelos, esta vez sin grabadora ni agenda de por medio. Solo escuché. Escuché a Alessandrini y al Concerto Italiano y la magia de la que había hablado Belli.

Tal vez este es su método, su mensaje. Si él no es relevante, si sus palabras no se expresan, quizá solo la música importa. El músico que nos da la espalda solo quiere que recibamos la brillantez de su música. Y, sin querer, también la de su honorable calva.

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