Texto cedido por el autor (publicación inicial el lunes 17 de agosto en el diario Página 12 de Buenos Aires, Argentina)
Una de las frases más certeras de García Márquez jamás fue escrita, pero me tocó oírla varias veces. Decía él, con su humor caribeño: “Los dos tenemos matrimonios parlamentaristas. Somos jefes de Estado, pero Mercedes y Martha son jefas de gobierno…”.
Nada más justo. Pese a su indiscutible genialidad, él no habría hecho ni la mitad de lo que hizo sin Mercedes a su lado.
He conocido a Mercedes al comienzo de 1980, cuando ya estaba instalado en México desde hacía un par de meses, venido de Madrid y antes de Buenos Aires. Me había reunido con García Márquez unas pocas veces, pero fue en la primera visita a su casona de dirección imposible – la esquina de las calles Agua y Fuego – que estuve con ella.
De aquel primer encuentro varias cosas me impactaron: sus ojos de buceador, su elegancia soberana, la prudente y delicada distancia que mantenía de los recién llegados. Y en nuestros encuentros siguientes se consolidó en mi alma la imagen de una fortaleza humana, dueña de un humor refinado, una dignidad superior, una generosidad cariñosa, bien como una indiferencia olímpica con la fama de su compañero, Gabriel García Márquez, a menos que alguien quisiera hacer uso de esa fama en beneficio propio. Cuando se daba cuenta de ese tipo de abordaje, se hacía leona.
Es harto conocida la historia de cómo Mercedes hizo todo y algo más para que García Márquez pudiese encerrarse a lo largo de largos 18 meses para escribir Cien años de soledad. Le tocó a ella administrar el dinero que tenían y luego, cuando el último peso desapareció en el polvo del día, negociar el retraso del alquiler (nueve meses), de la carnicería (cuatro), además de buscar ayuda junto a los amigos y asegurar la provisión de todo, cigarrillos inclusive, para García Márquez.
Ocurre que a lo largo de toda la vida, inclusive después de la vasta bonanza surgida a raíz del éxito olímpico de la saga de la familia Buendía, Mercedes no hizo otra cosa que ser la guardiana protectora de García Márquez. Cuidaba de la intimidad de la familia, la protegía de los asedios, pasaba el tiempo haciendo de todo para que él tuviese paz para escribir.
Y él lo sabía. Sabía que solo tenía la vida que tenía gracias a su guardiana. Sabía que dependía de su cariño y de su protección.
Recuerdo bien que cuando Mercedes viajaba y él se quedaba en la casona del Pedregal de San Ángel, iba a dormir en un hotel. La explicación: “Mercedes me protege de los fantasmas de esa casa”. Bueno: de la casa y de la vida. No lo decía pero no hacía falta: era evidente.
La historia de los dos suena a novela edulcorada de alguna autora británica exagerada. Se conocieron cuando él tenía trece años y ella, nueve. Volvieron a encontrarse mucho tiempo después, y García Márquez le recordó lo que se habían prometido allá atrás, cuando niños: que se casarían.
Le pidió que fuese su novia, y oyó cuatro veces un sonoro “no” hasta que finalmente Mercedes capituló. Quedaron juntos para siempre.
Tan pronto se hicieron novios García Márquez viajó a Europa, escapando del torbellino político que sacudía a Colombia. Cuando volvió los dos se casaron y viajaron para Caracas, donde él había logrado un empleo. Luego deambularon por Bogotá, La Habana y Nueva York, antes de llegar a México en 1961. Fueron tiempos de vida dura y escasa, pero de muchas ganas de vivir y descubrir mundos.
García Márquez decía siempre que Mercedes era como una reina egipcia (el abuelo de ella había nacido en Egipto), “serena y severa”.
Y ha sido con severa serenidad que ella fue esencial para que él pudiese enfrentar y sobrellevar la soledad de la fama, que García Márquez decía ser comparable en su inmensidad solamente a la soledad del poder. Tuvo fama y poder. Mercedes era su amparo contra la peor de las soledades.
Recuerdo que el día que ganó el Nobel de Literatura en 1982 oyó de su madre, Luisa Santiaga, el consejo clave: tener siempre sobre su escritorio un vaso con una rosa amarilla. Sería para protegerlo de la maldad de los envidiosos, aclaró.
García Márquez se fue para siempre en abril de 2014. Y desde entonces a cada mañana de cada día Mercedes hacía que una rosa amarilla fuese depositada sobre su escritorio, ahora desierto. Lo cuidó todo, todo el tiempo.
A lo largo de cuarenta años tuve la luz de su amistad. Quizá por ser el más joven cercano a aquél grupo que García Márquez trataba como “mi mafia particular”, merecí de Mercedes un tipo diferente de afecto y cariño. Ella se preocupaba por Martha, por Felipe, quería detalles de nuestra vida cotidiana. A veces me preguntaba, con semblante severo – y sereno – hasta por los gastos de nuestra casa.
En los últimos tiempos, cuando la visitaba le llevaba girasoles. Es que ella era una figura solar.
En el álbum de fotos de mi memoria, Mercedes, la musa y guardiana de García Márquez, ocupa un lugar especial.
Y así será para siempre. Para siempre.