Foto: Joaquín Sarmiento.
No es fácil descubrir a un grafitero, un ser sin señas específicas que pone a hablar a las paredes. No podemos escapar a su presencia, pero vive escurriéndose entre nosotros.
Llevo días buscando un grafitero cartagenero. Lo cual es un sinsentido porque, según reporta el Festival de Arte Urbano celebrado en 2013 en Cartagena de Indias, quince artistas locales participaron en la confección de grafitis que provocaron una revolución de pintadas en Getsemaní. Encuentra aquí más imágenes de este trabajo.
He pasado horas en la plaza de la Trinidad, en el corazón del barrio, mirando los rostros de los paseantes, tratando de descubrir al grafitero cartagenero en la muchacha que regresa de sus clases de violín, en el mochilero que reposa en un banco, en el vendedor de hamburguesas del puesto de la calle 29, en los bailarines de freestyle que se apoderan de una esquina de la plaza.
Para llegar hasta allí, atravesé el pequeño reino de grafiti de la Calle de la Sierpe –los muchos rostros de Pedro Romero, la negra de sonrisa orgullosa y lágrima azul, cuyo cabello enmarañado y de colores corretea por todo el muro, la bruja pintada de gris a la que apenas se le advierte la serpiente que rodea su cabeza, la pandilla de sonrientes chicos del barrio inmortalizados en el portón del parqueadero–. Pareciera que esa explosión de alegría, color e historia local es el lugar perfecto para encontrar el trabajo y los mensajes de los artistas locales. Pareciera, pero no.
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Anochece en Getsemaní. En una esquina de la plaza de la Trinidad se encuentran dos familias de bailadores de break dance –los Warriors En La Calle, de Venezuela, y los Mo’kidz Flavor, de Cartagena–. Los Warriors visten los mismos pulóveres verdes y los Mo’kidz andan de riguroso negro. Con su baile entorpecen la circulación de los autos, pero a nadie parece molestarle demasiado. Muchos se detienen a admirar sus destrezas y cuando pasan el sombrero llueven las monedas y billetes. Se mueven todo el tiempo, retándose en una sucesión inacabable de pasos, como si calentaran eternamente para un baile que no empieza nunca. Una fina llovizna lo empapa todo pero no los detiene.
Pasados unos minutos, los Warriors venezolanos se retiran, no sé si por la lluvia o porque reconocen el dominio de los Mo’kidz sobre la zona.
Me acerco a uno de los chicos que quedó, un joven negro de dientes afilados y mirada despierta. Se llama Yoel Carrascal y es uno de los cabecillas de los b-boys locales. Le pregunto por los grafiteros de la zona, si los conoce, dónde puedo ver su trabajo.
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Es que estás buscando donde no es, mi vale. Si lo que quieres es arte de aquí no pierdas el tiempo en Getsemaní. Deberías hablar con un pelado muy bueno que conozco. Se llama Serox.
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La historia del grafiti en Cartagena tiene, por lo menos, tres versiones. La de las instituciones tradicionales que lo consideran una especie de vandalismo, la de quienes lo valoran como una forma de arte que ayuda a regenerar el entorno y lo vuelve más amable de cara a posibles inversores y turistas, y la de los grafiteros de la propia ciudad. La gentrificación tiene muchos rostros.
Bluny es uno de esos grafiteros de la propia ciudad. Para llegar a Getsemaní desde su casa en el barrio La Consolata tiene que tomar una buseta o, si está muy apurado, pedalear durante una hora entera. “El grafiti en Cartagena ha sido un proceso lento”, me advierte o se excusa cuando le comento mi interés en escribir sobre el tema.
Llega a nuestra cita empapado en sudor, quejándose de ese calor del mediodía que parece derretirlo todo. Nada en él evidencia a uno de los veteranos del grafiti en Cartagena: treinta años, mestizo, de baja estatura, ojos llenos de pequeñas venas rojas y ligeras carnosidades. Si acaso, uno sospecha por las tres calaveras tatuadas en el brazo izquierdo y la mochila con viñetas del cómic Deadpool que descansa en su espalda.
Quedamos en vernos en la plaza de la Trinidad, pero apenas llega me pide trasladarnos hacia otra parte. Al parecer no se siente cómodo entre los grafitis del Centro. Desde su perspectiva de artista local, el Festival de Arte Urbano, iniciativa del colectivo bogotano Vértigo Grafiti y de la organización sin fines de lucro TuCultura, no fue exactamente un éxito.
El Festival fue el evento de grafiti más grande hecho hasta el momento en la ciudad e involucró decenas de artistas de la capital y otros países del continente. Los grafiteros locales, en cambio, fueron unos meros invitados. Un “veterano” como Bluny llegó casi por casualidad, a través de una convocatoria emitida desde Bogotá. Fueron días raros para él y sus compañeros, días de tener que buscar ellos mismos los muros en los que pintar y conseguir el permiso de sus dueños, días en los que se sintieron extras en una película que se supone les daría mayor protagonismo. Por lo menos les dieron todos los materiales.
Por estas y otras razones, Bluny y el resto de los grafiteros de Cartagena prefiere gestar proyectos lejos de la ciudad amurallada. Especialmente desde que acabó el breve romance de la comunidad de hip hop con la antigua dirección del Instituto de Patrimonio Cultural de Cartagena (IPCC). Solos y desmotivados, los pocos artistas que quedan apenas tenían deseos de pintar. Para más inri, a comienzos de 2017 entró en vigor en Colombia el nuevo y polémico Código de Policía, conocido como la Ley 1801, que criminaliza el grafiti y otras manifestaciones de protesta social.
Ante semejante panorama, los grafiteros de Cartagena decidieron mover las fichas. Comenzaron a llegar a los barrios, a pedir directamente a los vecinos su consentimiento para pintar, a convocar a amigos y estudiantes de fotografía y comunicación social que documentaran y acompañaran el proceso. Así, cuando los policías llegan, se encuentran con un híbrido entre pintada ilegal y acción comunitaria, y tienen que aguantarse delante de cámaras y testigos.
“Como te das cuenta el grafiti no es que tenga una gran fuerza”, dice Bluny, “pero estamos en la lucha, de manera independiente. Siempre se pinta, aunque sea nada más con dos vinilitos. Porque se trabaja con este”, dice mientras se toca el pecho, “con el corazón, con las ganas. Yo no quiero dejar morir esta vaina. Yo me muero con esto”.
Bluny sueña con más apoyo de las instituciones gubernamentales, sueña con poderse ganar la vida como grafitero, con cambiar la percepción del grafiti en la ciudad. “La cosa no es pintar por pintar; me gustaría que el grafiti no fuera excluido ni estigmatizado, sino que se entendiera como una herramienta social que puede ayudar a la comunidad, a educar, a rehabilitar espacios, a ocupar el rato de ocio de los chicos para evitar que se metan en problemas”.
Bluny sueña, pero ni la ciudad ni sus poderes parecen acompañarlo.
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Aquella tarde Serox –alto, delgado, mestizo, pelo ensortijado, mirada de niño que parece estar aun descubriendo el mundo– salió impecablemente vestido de su casa en el barrio El Campestre, Cartagena de Indias. Para llegar al Centro tomó una buseta en la que debió recorrer la ciudad por hora y media, y donde su camisa y pantalón alisados ganaron sin remedio un par de arrugas, pero las economías no estaban para taxis. Por la bolsa de regalos que llevaba en la mano uno diría que iba para alguna fiesta. Y era casi cierto, solo que su celebración era solitaria, con una pared deseosa de desmentir la idea de que los edificios son mudos testigos de la historia.
“La organización de una pintada ilegal es tan sencilla como definir una ruta”, explica Serox. “No importa la hora, lo importante es estar convencido de que no te va a pasar nada”.
“Todos tenemos nuestros métodos para despistar”, dice Tizxo 29, colega y discípulo de Serox. “A mí, por ejemplo, la hora que me gusta pa’ salir de ilegal es al mediodía, porque está caliente, los policías todos están almorzando o cambiando turno, los que están en la calle son los niños saliendo del colegio”.
Converso con Serox (26 años) y Tizxo 29 (21 años), en el patinódromo del barrio El Campestre. Es mi penúltimo día en Cartagena de Indias. Durante toda una semana intenté sin suerte localizar grafiteros locales para preguntarles sobre las intervenciones artísticas hechas en Getsemaní, sobre el papel del arte como elemento de resistencia cultural en el emblemático barrio. Y he aquí que me encuentro con que las voces del grafiti cartagenero no están en el mural del peruano Jade en El Pedregal que tanto me fascinara, sino que respiran a varios kilómetros de la ciudad amurallada, en esos complejos urbanos a donde ha ido a parar la mayoría del pueblo.
En el patinódromo de El Campestre son las 6 de la tarde, lo que en Cartagena es casi lo mismo que la antesala de la noche. En las afueras del recinto, lejos del barullo de los niños guiados por los entrenadores, unos jóvenes practican algo que parecen movimientos de parkour. A su lado hay cinco muchachos que no les siguen la rima, pero conversan animadamente entre sí y con los practicantes de parkour. Los convocó Afriica Miranda, una chica negra de gafas de pasta, dreadlocks rojos y manos rojizas, presumiblemente manchadas por el mismo tinte del pelo. Además de Afriica, el grupo lo componen Daniela, Tizxo 29, Kelin y Serox.
Les pegunto quiénes, entre ellos, son los grafiteros, y solo los dos hombres del grupo, Tizxo 29 y Serox, levantan la mano.
Serox es una especie de continuador del trabajo de pioneros como Virus o el propio Bluny. Al escucharlo, uno no puede dejar de pensar que está delante de un líder en potencia. Tal vez no sea enteramente consciente de ello, aunque quizás sí.
Instigador constante, en los diez años que lleva pintando, inició el primer crew de la ciudad, Cartagena Writer Crew, así como una de las primeras iniciativas de grafitis en la misma, Proyecto 73, un antecedente de lo que serían posteriormente las tomas de grafiti. En una ciudad en la que los grafiteros nunca han superado las pocas decenas, a Serox le obsesiona la idea de vincular y conectar, independientemente de los gustos y tendencias de cada artista, por aquello de la unión y la fuerza.
El origen de la entrada de Serox en este mundo tiene una explicación de una lógica aplastante: se hizo grafitero porque no habían grafiteros en el parque. “Desde niño siempre me ha gustado el arte”, dice, “pero no el arte convencional, ese mundo perfecto, en el que las cosas se ponen tal cual como son. Me interesaba algo más abstracto, más icónico; prefería salirme de ese campo de lo tácito. Luego me di cuenta de que las personas que hacían los grafitis eran jóvenes, iguales que yo, no era la clásica imagen de la academia”.
Para Tizxo todo comenzó cuando le pagó 300 pesos a un compañero de clases para que le dibujara un grafiti en su libreta. Al comienzo lo que le interesaba era su carácter anarquista, la posibilidad de expresarse en cualquier lugar sin necesidad de pedir permiso. “Con el tiempo mi mentalidad ha cambiado”, dice, “y entiendo que además de eso se puede brindar a través del grafiti un mensaje, dejar una pieza que es también una parte de ti que las demás personas pueden disfrutar.”
Legal o ilegal, ambos están de acuerdo con que grafitear es un acto de inspiración. “De momento tengo un arranque, recojo las cosas y digo ‘me voy a pintar’”, dice Serox. “Cuando salgo, el plan A es pintar legal, pero si no se consigue el permiso el plan B es pintar donde sea. La cuestión es esperar, pero descuida, no te vas a quedar con las ganas”.
“Seguro, aunque sea con marcador”, remata Tizxo.
Aunque no todos ellos pintan, sí trabajan de una manera u otra por el desarrollo del hip hop y de la cultura de su ciudad y de su barrio, dice Afriica. Ella es, de hecho, secretaria de la mesa distrital de cultura hip hop en Cartagena, un colectivo que fue responsable de la inclusión de los grafiteros locales en el Festival de Arte Urbano, ya que la participación de estos no estaba contemplada en el plan inicial hecho en Bogotá.
Para Serox el Festival de Arte Urbano y su resultado tienen un sabor agridulce. “Personalmente me sentí mal luego, porque se enfocaron en resaltar el trabajo de los artistas de afuera. Como que incluyeron artistas locales pa’ que se viera que estuvimos ahí, pero no se visibilizó a ninguno; no hubo un solo artista local que tuviera una nota en el periódico.
“Yo tuve la oportunidad de que me hicieran una entrevista desde Bogotá, en Señal Colombia, y me molesté, porque me di cuenta que lo que les interesaba no era nuestra experiencia, sino que mencionara las organizaciones que estaban armando el evento.
“Solo tiempo después fue que comencé a enterarme de los problemas que se generaban en Getsemaní, de los desplazamientos de los raizales. Fui parte de algo de lo que, como ciudadano, no debía, aunque como grafitero sí. Contribuí sin quererlo a ese proceso que está sacando a la gente de Getsemaní de su barrio. El mural que hice me gusta, me siento orgulloso de él, pero me queda eso en la conciencia”.
A pesar de su malestar, Serox cree que el Festival sirvió para que la gente quisiera vivir la experiencia del arte urbano cerca de sus residencias. “Fue como una pequeña luz al movimiento del grafiti en la ciudad. Cómo está en el Centro, que es un lugar tan fashion y con todo el turismo de Cartagena, ahora la gente también lo quiere cerca de su barrio”.
Fue entonces que decidieron salir a la superficie y emprender acciones menos undergroud por la ciudad, en avenidas y otros espacios concurridos.
“Nosotros nos volvimos. Comenzamos pintando fuera de nuestro pedazo, fuera del barrio, para que allí no supieran que pintábamos cuando realmente el trabajo del hip hop comienza en el barrio y de ahí se expande. Entonces estamos volviendo a nuestros barrios, porque no aprovechábamos el espacio propio”.
Daniela, miembro del colectivo Mujer Hip Hop, cree que acciones públicas como el Festival de Arte Urbano, las tomas de grafitis y las galerías urbanas han servido para cambiar la postura de los habitantes de la ciudad respecto a los grafitis.
“Cuando hicimos la toma en Luis Carlos Galán una señora empezó a preguntarnos por lo que hacíamos. Ella pensaba que eso era malo, que las personas que lo hacen eran malos. Y entonces ella vio que los muchachos pedían permiso a los dueños de las casas y se sorprendió. Le dijimos ‘si quiere acérquese y pregúnteles. Ninguna de esas personas que están pintando roba ni hace daño a nadie’. Ella cambió su opinión cuando nos vio de cerca”.
“Ya la gente empieza a verlo [al grafiti] de forma diferente”, dice Kelin, otra activista. Recuerda que la toma de grafiti en el Puente de las Gaviotas marcó un antes y un después. “En ese puente por lo general se pegan afiches de políticos, de eventos, cosas que contaminaban visualmente el lugar. Cuando hicimos la toma, uno de los vecinos se acercó y me preguntó cómo lo habíamos hecho y quiénes eran los artistas. El señor me dijo que prefería ver el puente pintado y lleno de colores que no con afiches de políticos y fiestas de picó. Que si nos molestaba la policía fuéramos a verlo porque no iba a permitir que se cancelara el evento, que era una muestra de arte”.
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Dice el futuro de Cartagena:
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De Cartagena no me gusta el transporte. ¡¡¡El transporte de Cartagena es el peor del mundo!!! Son casi dos horas para ir de aquí al Centro, y más para ir a la playa, y vivimos en una ciudad con playa. Aquí tenemos costa cerca, pero eso es zona industrial….
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Tú te metes ahí y sales con un tercer ojo en la frente.
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No me gusta la actual administración de la ciudad. Poco a poco uno se va dando cuenta que esta ciudad está en manos de mucha gente menos del alcalde. Eso hace que los procesos se demoren, que muchas cosas no funcionen.
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Me gusta todo, mi barrio, la gente, la playa.
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Lo que no me gusta son los altos niveles de corrupción que maneja la ciudad, eso no nos deja progresar.
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La centralización nos tiene jodidos.
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No me gusta el calor. ¡Quiero aire acondicionado en toda la ciudad!
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No me gusta la falta de cultura ciudadana. He escuchado a mucha gente que quiere y adora esta ciudad, pero está jodidamente contaminada.
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De esta ciudad me gusta el atardecer.
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Me gusta el 4/20, eso no lo niego nunca.
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De mi ciudad me gusta que, a pesar de que es difícil, no perdemos la esperanza de que con el hip hop podemos transformar la ciudad.
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Mientras oscurece en El Campestre, los chicos reunidos en las afueras del patinódromo sacan de alguna parte una bolsa negra y comienzan a recoger los desechos regados por el parque. Nadie se los pidió, nadie les paga por ello. Lo hacen por el puro placer de disfrutar su propio espacio limpio.
Me levanto para irme y descubro que en algún momento una gata se acostó a mi lado. El animal brinca y se estira elegante. Mientras me sacudo el pantalón Serox me dice:
“De esta ciudad me gustan los jóvenes, que se apoyan en sus procesos, aunque no tengan que ver directamente sus disciplinas. Se identifican con una cultura, con un modo de vida alternativo en el que confluyen experiencias diferentes. Por ejemplo, estos pelados del parkour nos ayudan mucho, y viceversa. Hemos tenido experiencias con músicos, con otros artistas plásticos, incluso con movimientos políticos juveniles, porque en ciertos momentos su trabajo se refleja en nosotros y nos apoyamos. Y eso me gusta, porque son los jóvenes los que tienen que cambiar el país. O la ciudad, en este caso”.