Ese enero de 1999, un Gabriel García Márquez rebosante de vitalidad jugó roles claves por la paz, pero de verdad verdad, mientras que nosotros los ensayamos de mentiras en el laboratorio de ficción lúdico-académico que habíamos diseñado con él, con Juan Manuel Santos y la profesora Donna Hicks.
Gabito aterrizó en Cartagena para unirse al seminario-taller ‘El cubrimiento de los conflictos internos, juegos de guerra y paz’ y encontró que Mauricio Rodríguez, director de Portafolio, usaba el exótico nombre cingalés de Sr. Arul, que Pachito Santos, María Teresa Ronderos y Ana Mercedes Gómez, directora de ‘El Colombiano’, hacían de guerrilleros de los Tigres de Liberación Tamil y que Juan Gabriel Uribe, director de El Siglo, actuaba como el reverendo Ratsara, un promotor de paz.
Treinta periodistas llevábamos dos días encerrados en el Hotel Charleston Santa Teresa con expertos, funcionarios de la ONU, el actual Presidente de la República y hasta un espía colado por la Dirección de Inteligencia de la Policía Nacional, dedicados a juegos de roles sobre casos del conflicto interno en la remota Sri Lanka, acuciosamente preparados por los investigadores de Picar, el programa de análisis y resolución de conflictos internacionales de la Universidad de Harvard.
El ejercicio que convocamos la Fundación Buen Gobierno, creada por Santos Calderón, y la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), creada por García Márquez, buscaba que los periodistas suspendieran el paradigma profesional de no involucrarse personalmente y probaran a asumir las perspectivas de las personas involucradas en un conflicto y la búsqueda de su solución, para entender mejor las complejidades de los procesos de negociación y reconciliación, partiendo de la teoría psicológica de las necesidades básicas subyacentes en los seres humanos.
Días después, Juan Manuel Santos concluiría en un artículo que publicó en este periódico en febrero de 1999: “El mensaje es que un conflicto como el que tenemos entre manos es mucho más complejo de lo que se percibe, y para resolverlo es necesario analizarlo con mucha profundidad y desde muchos ángulos. Quedarse en el terreno de las posiciones de cada parte y ver en qué momento cede uno o cede el otro, o como en un partido de fútbol, esperar a ver quién le mete gol a quién, es garantizar el fracaso de las negociaciones. Esta es una lección para negociadores y para periodistas”.
La experiencia había sido enriquecedora y divertida. La llegada de Gabo al salón de reuniones de la antigua capilla de Santa Teresa fue recibida con alborozo y curiosidad. Con las palabras de saludo que pronunció, en su rol oficial de presidente de la FNPI, se supo que había llegado de La Habana en el avión presidencial venezolano, en el rol, también oficial, de reportero de la revista ‘Cambio’ –publicaría dos semanas más tarde su estupendo perfil ‘El enigma de los dos Chávez’–, después de participar entre bambalinas, el 16 y 17 de enero, en la reunión del veterano presidente de Cuba, Fidel Castro, el novel presidente de Colombia, Andrés Pastrana, y el entrante presidente electo de Venezuela, Hugo Chávez Frías, para analizar el proceso de paz iniciado con las Farc.
Aunque no lo dijo, no era difícil imaginar que Gabito había coadyuvado a posibilitar ese encuentro. Las incipientes negociaciones necesitaban apoyo por su primer traspiés: un par de semanas antes, el 7 de enero de 1999, había ocurrido el histórico desplante de ‘la silla vacía’, cuando ‘Manuel Marulanda Vélez’, fundador de las Farc, prefirió no presentarse a la ceremonia de instalación de la mesa de negociación en San Vicente del Caguán y mandó a leer un extenso memorial de agravios en el que reclamaba con acritud a Pastrana como cabeza del Estado colombiano, entre otras cosas, las gallinas y los cerdos muertos en el bombardeo a Marquetalia que dio origen a la insurrección y creación de las Farc en 1964.
Como lo recordaron la semana pasada el expresidente Belisario Betancur y el senador Antonio Navarro Wolff a la audiencia del cuarto Festival y Premio Gabo de Periodismo en Medellín, el rol extraoficial de facilitador o mediador diplomático informal era un papel que le fascinaba jugar a nuestro fundador y presidente. Comprometido a fondo con la paz y los derechos humanos, Gabo llevaba y traía mensajes, hacía mandados, propiciaba encuentros, ayudaba a personas en problemas, especialmente disidentes o presos políticos, que fueron decenas en Cuba. A Navarro Wolff le salvó la vida al sacarlo de Colombia a México en 1985, herido por una granada, y luego contribuyó a su campaña con una suma grande de dinero cuando fue candidato político en la legalidad.
Esa fue una dimensión esencial de este gran escritor y periodista, Premio Nobel de Literatura de 1982: jugó su rol de ciudadano, con el pragmatismo mágico y conciliador que siempre lo caracterizó, convirtiendo su fama y cercanía al poder en capital político independiente pero leal a la amistad, crítico y a la vez discreto, para invertirlo obsesiva y secretamente en la conspiración continua y tantas veces fallida de apostar a la paz para Colombia. Declaró “¡Viva la paz con los ojos abiertos!” y desde entonces buscó impulsarla una y otra vez, no solo con Belisario Betancur, sino con todos los presidentes que siguieron. Hay constancia de que en 1995 Gabito empezó a conversar del tema con el hermano menor de su querido colega Enrique Santos Calderón, un político sagaz, resuelto desde esa época a conseguir la paz para su país.
Celebremos ahora que en justo reconocimiento al perseverante esfuerzo del jugador visionario que ha sido Juan Manuel Santos, y en solidaridad con la aspiración colectiva de sus compatriotas de trasmutar unidos los dolores de la guerra por las oportunidades de la paz, ingrese este invierno en Oslo, como su amigo Gabito en Estocolmo, al panteón de gloria en vida que inventó Alfred Nobel.
JAIME ABELLO BANFI
Director general de la FNPI
*Publicado originalmente en el periódico El Tiempo el 9 de octubre.