Jaime llegó a Cartagena en 1950, cuando toda la família García Márquez se trasladó desde la ciudad de Sucre, a 400 kilómetros de allí, en el interior de Colombia. Gabo ya había vivido en Cartagena, en 1948, pero entonces estaba en Barranquilla y luego se juntó a sus parientes en una casa donde, a pesar de los dos pisos, los hermanos necesitaban amontonarse en habitaciones compartidas. "Fue la casa más viva de las varias de Cartagena" donde vivieron, escribió García Márquez en su libro de memorias "Vivir para contarla".
El camino a Magangué es sinuoso y verde: ni las curvas de la ruta ni la vegetación tropical dan tregua. La ciudad es ahora un hervidero de personas, motos, caballos y carros arrastrados desbordantes de mercancías. A nadie parece afectarlo el calor que a mí me abrasa. Hay que mirar a través de ese bullicio para ver el río. Ahí está, corriendo hacia el norte, buscando el mar como si quisiera huir también de la opresión del clima y los johnsons –lanchas para el transporte de personas, víveres, muebles, animales, toda la vida- que no le dan descanso.
Intentar llegar a las raíces de lo que en la costa colombiana es una evidencia cotidiana implica viajar hasta los tiempos de la colonia: Cartagena de Indias fue la puerta de entrada a la América continental de los esclavos traídos desde África y una de las prohibiciones que estableció para ellos el gobierno colonial, además de la libertad, fue bailar. Y, sin embargo, no dejaron hacerlo. Tenían sus cabildos, sus jolgorios, sus verbenas y sus carnavales.