*Artículo publicado originalmente en Razón Pública y reproducido por petición del Consejo Rector de la FNPI. El texto fue escrito por Germán Rey, miembro de la Junta Directiva de la FNPI- Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano y del Consejo Rector del Premio Gabriel García Márquez de Periodismo.
Décadas de pesadilla
Cuando a finales de 2015 acabé de escribir el Informe del Centro Nacional de Memoria Histórica, “La palabra y el silencio. La violencia contra periodistas en Colombia, 1977-2015”, no solo estaba conmovido por lo que había visto y oído acerca del pasado, sino sobre todo por los nubarrones que se avistaban hacia el futuro.
Durante muchos años, Colombia había figurado en los listados internacionales como uno de los países del mundo más peligrosos para el ejercicio del periodismo. Como muestra la gráfica siguiente, el Informe que menciono documentó 154 asesinatos de periodistas por razón de su oficio durante aquel período:
Asesinatos de periodistas colombianos 1977-2015
Fuente: La palabra y el silencio. La violencia contra periodistas en Colombia, 1977-2015
Entre 1986 y 1995 fueron asesinados 61 periodistas y entre 1996 y el 2005, murieron otros 60. En total: 121, lo cual implica que en esos 20 años fue asesinado un 78 por ciento del total de periodistas que cayeron ejerciendo su oficio en 40 años.
Estos precisamente fueron los años cuando se acrecentó la violencia en Colombia, tal como lo señala el Informe del Grupo de Memoria Histórica. “Basta ya”, sin duda el estudio más comprehensivo sobre las víctimas del conflicto armado interno.
Aunque los asesinatos de periodistas disminuyeron a partir de 2004, se acrecentaron otros delitos, tal como las amenazas, la obstrucción del oficio y el exilio, como lo ha señalado reiteradamente la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP).
Alertas que no se oyeron
Una vez logrado el acuerdo de paz con las FARC algunos pensaban que los peligros contra la libertad de expresión cederían significativamente.
Pero ya el Informe había mostrado claramente que los asesinatos habían provenido de la guerrilla pero también de los paramilitares, los narcotraficantes, algunos agentes del Estado, bandas delincuenciales, autoridades locales y políticos corruptos.
También se había mostrado que estos hechos violentos no eran productos del azar o de la casualidad sino de proyectos dirigidos a socavar la información, aleccionar a las comunidades y acallar a los periodistas y comunicadores particularmente de las regiones.
Otra alerta que se resaltó en el Informe fue el señalamiento de zonas del país especialmente peligrosas para el ejercicio del periodismo, sobre todo aquellas que sirven de corredores para la elaboración y transporte de drogas y el afianzamiento territorial de los grupos violentos interesados en mantener su poder a sangre y fuego.
Crímenes sin castigo
Pero una realidad de escarnio se había asentado durante estas décadas de conflicto en Colombia: la total impunidad.
De los 154 casos sólo en cuatro se ha podido revelar y sentenciar a toda la cadena del crimen, desde sus determinadores intelectuales hasta sus autores materiales.
Existen varias razones para explicar la impunidad de los crímenes contra periodistas: la ausencia de investigación, la desorientación intencionada de los rumbos correctos de las investigaciones a través de imputaciones falsas, los asesinatos de personas clave dentro de las indagaciones y un sistema judicial enmarañado e ineficiente.
Pero lo más grave de la impunidad no es que se hayan dado estos cuatro casos, sino que cerca del 50 por ciento de todos los crímenes contra periodistas en Colombia, hayan prescrito. Esto significa que judicialmente el tiempo para investigar, acusar y sentenciar ha finalizado y sus crímenes sepultados en el olvido.
El mensaje de la impunidad es que no cuesta nada asesinar a un periodista, que se puede generar miedo sin grandes intervenciones logísticas y que es posible crear un entorno en el que ejercer el periodismo se convierte en un peligro real e inminente.
Conjunción de nubarrones
Todos estos nubarrones se han empezado a juntar, creando terribles tormentas como la que acaba de suceder en la frontera entre Colombia y Ecuador.
Porque el asesinato de Juan Javier Ortega, Paúl Rivas y Efraín Segarra, el equipo periodístico del diario El Comercio de Quito por el grupo disidente de las FARC comandado por Walter Arizala Vernaza, alias “Guacho”, muestra una evolución de la violencia contra periodistas.
No fueron muchos los casos en las cuatro décadas anteriores en que el asesinato de periodistas ocurriera en las fronteras, aunque si los hubo en regiones colindantes pero sobre todo por razones sociales y políticas internas. En este hecho se juntan, por el contrario, varios elementos:
Un evidente desplazamiento del delito hacia el crimen organizado (narcotráfico) por parte de la disidencia de una guerrilla que venía de una vieja tradición narco en la zona,
La focalización del periodismo y los periodistas como mecanismo de presión sobre las autoridades ya no de un país sino de dos, y
Su asesinato como una señal de amedrentamiento de la sociedad a través de la ampliación del efecto noticioso por la condición de quienes fueron asesinados
En el comunicado del grupo delincuencial que recibió la FLIP, queda patente su intención de autodefinirse como frente guerrillero, una variación del interés político que también han tenido los carteles de la droga a través de los años.
En el Informe del Centro de Memoria Histórica ya se mostraba el papel en alza de las bandas delincuenciales (bacrim) y del poder permanente y depredador del narcotráfico y la corrupción. Pero en lo sucedido esta semana hay una combinación de las estrategias criminales del narcotráfico y de la guerrilla, una especie de tenebrosa fusión.
El secuestro inicial de los periodistas, el mensaje televisivo en que militares colombianos aparecían sometidos por cadenas y candados recordando las cárceles enmalladas de las FARC en la selva, el intercambio de tiempo por silencio, las implicaciones internacionales y el mensaje de terror enviado a las autoridades y las comunidades de proximidad, así como el total desprecio por la vida de los periodistas, son algunos de los ingredientes de una nueva expresión de la historia de violencia contra los informadores y la información.
Daños en ambos países
Ecuador se enfrenta a los problemas crecientes de una frontera peligrosa e inestable cuando el país descansaba de otros oprobios que los medios y los periodistas vivieron durante los años de gobierno del presidente Rafael Correa y que se manifestaron en regulaciones restrictivas, multas desmedidas, estigmatización de los periodistas, presiones a través de juicios contra los comunicadores, ataque a las organizaciones periodísticas y una evidente caracterización de los medios de comunicación como enemigos del gobierno y de la sociedad.
El ejercicio del periodismo ecuatoriano tiene ahora la experiencia fatal de encontrarse con zonas prohibidas para su libre ejercicio y con la marca indeleble del asesinato como castigo y la autocensura como práctica.
Queda por evaluar el impacto de este crimen sobre la generosidad del gobierno y el pueblo ecuatoriano que han facilitado su territorio para el desarrollo de los diálogos entre el Estado colombiano y la guerrilla del ELN.
Para Colombia lo ocurrido deja graves consecuencias:
– Por una parte, los delitos contra el periodismo y los periodistas son la clase de afrentas que tienen de inmediato y a mediano plazo repercusiones internacionales importantes.
-Por otra parte aparece una cabeza nueva de la hidra que en el argot bélico ha empezado a llamarse eufemísticamente “grupos residuales” que tienen el impacto de una explosión: fracturan la credibilidad en las instituciones del Estado (desde el gobierno hasta las fuerzas militares), alimentan la desconfianza de los ciudadanos hacia el acuerdo de paz y los desmovilizados de la guerrilla, estimulan mensajes y acciones políticas afines al autoritarismo, inciden sobre el tejido comunicativo de las comunidades cercanas y lanzan sus advertencias de muerte y silenciamiento contra la práctica del periodismo y las libertades civiles (dos de ellas, la libertad de expresión y el derecho a la información).
El reto del periodismo
En una de sus intervenciones, el presidente Lenin Moreno dijo: “El pueblo ecuatoriano es generoso. Perdona los errores, pero lo que no perdona es la mentira”.
Y eso es precisamente lo que exigen los ciudadanos y los periodistas: la verdad, una exigencia que tiene que ver con el propio oficio pero que no suele ser una cualidad de las guerras ni tampoco de los programas de seguridad.
Las asociaciones de periodistas de ambos países han exigido transparencia y que se diga que pasó durante estos días. El presidente ecuatoriano ha comenzado pidiendo el levantamiento de los cerrojos de la seguridad, pero es una misión de los periodistas de ambos países el tratar de investigar seriamente y de manera independiente que fue lo que realmente sucedió y cuáles son las lecciones de las que se debe aprender hacia el futuro.
Al escribir este artículo recordaba los años en que dos grupos de investigadores de Colombia y Ecuador emprendimos, bajo la excelente coordinación de la profesora Socorro Ramírez, ahora integrante del equipo negociador del Estado colombiano en Quito, la misma tarea que se había hecho con Venezuela: pensar las relaciones desde sus múltiples matices y acercarse a los problemas en sus implicaciones e interacciones conjuntas. El tema de los medios de comunicación aparecía con la importancia que el vil asesinato de los periodistas ecuatorianos nos ha vuelto a recordar. Este tipo de trabajos deberían permanecer entre nuestros países.
Parece entonces que el catálogo de las ignominias contra los seres humanos no tiene fin y que el horizonte del periodismo libre se llena de nuevos peligros y desastres. El propio periodismo ha sabido, en muchos lugares y momentos enfrentar con valentía e imaginación, las sombras y las tormentas que lo cercan.