—Emiliano, tienes cara de que nunca has desvirgado un “breve” —me dijo Miguel Ángel Bastenier.
Era la primera clase del taller “Cómo se escribe un periódico” (ahora rebautizado Cómo se escribe para el periódico impreso o digital, porque abarca las plataformas digitales) en Cartagena de Indias, Colombia, en julio de 2006. De bermudas, aferrado a la colilla de un cigarrillo como un náufrago se cuelga de una cuerda salvadora, Bastenier recibía a un nuevo grupo de dieciséis reporteros de ocho países de América Latina, reunidos por la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI).
Durante casi un mes, Bastenier nos conduciría por los diversos géneros periodísticos: el breve (la nota condensada en un párrafo), la noticia, la crónica y el reportaje. Si una lección obtuve de ese taller, es que mi manejo de la lengua española reflejaba una mezcla de ignorancia, indolencia y prejuicios. Bastenier nos enseñó a dejar de “sobreescribir” —desechar las perífrasis inútiles— a encontrar la palabra más precisa y natural para describir un hecho y a pensar en los textos como estructuras vivas: aun el texto más breve reclamaba un hálito de vida impreso por la fortaleza del lenguaje.
Bastenier era un español capaz de sostener una discusión sobre política interna de Colombia o México, y ganarla. Su amor por América Latina lo llevó a obtener un pasaporte colombiano, del que se sentía orgulloso. Su hispanismo cosmopolita le generaba contradicciones adorables: era un católico agnóstico; un demócrata monárquico y, creo yo, en el fondo un nostálgico de la gloria imperial española. Le gustaba decir: “Si Dios existiera que, creo yo, no existe, sería católico y demócrata”.
Lo mejor del curso era su sentido del humor ácido e hiriente. Se burlaba de sí mismo todo el tiempo, y eso le confería autoridad para burlarse de los rompecabezas políticos y sociales del subcontinente latinoamericano. De sus divorcios a sus coberturas en Medio Oriente, Bastenier siempre tenía un chiste a la mano, una mirada autocrítica y una anécdota fina, y su conversación fluía de la conquista española a las batallas de la Segunda Guerra Mundial y llegaba hasta la Europa de nuestros días con precisión en los datos y ambición interpretativa.
Fuera del aula la experiencia no perdía intensidad: dieciséis periodistas jóvenes se reconocían en una ciudad tropical y bella como pocas de nuestra región, que explorábamos en la doble misión de divertirnos y de reportearla para escribir los textos que nos corregiría Bastenier. Pronto nos dimos cuenta de que América Latina no es un conjunto de países sino una sola nación con muchas identidades. Recuerdo, por ejemplo, una discusión entre colombianos, chilenos y mexicanos: a los tres nos habían enseñado en la escuela primaria que nuestro himno nacional —el de cada quien— era el más bello del mundo después de la Marsellesa. Nunca nos pusimos de acuerdo respecto a quién le habían dicho la verdad.
Siempre me he preguntado por qué Bastenier gasta sus veranos en una ciudad tropical de nuestra Latinoamérica. Aventuro una hipótesis: porque Bastenier es un patriota cumpliendo una misión. Su patria no es España ni Colombia, sino la lengua española, y su misión es enseñar a sus periodistas —latinoamericanos o españoles— a amarla y apropiarse de su precisión y su belleza. Dije líneas arriba que Bastenier es un nostálgico de la gloria imperial de España; es cierto, pero es también un demócrata y un latinoamericano —por adopción—. Mi impresión es que quiere construir una nueva gloria barroca, pero no española sino hispanoamericana y no imperial sino democrática e independiente, basado en esa práctica sutil y compleja, artística e intelectual, política y moral, que llamamos periodismo.