Por Ander Izagirre | @anderiza
Foto: Jorge Luis Plata.
-Haz una prueba –dice Martín Caparrós-. Borra la primera frase del texto.
De pronto, sin la primera frase, la escena arranca más directa y más viva.
-A menudo escribimos una primera frase como muleta, como apoyo para ir entrando en el tema. Probemos a eliminarla. En un texto, todo sobra hasta que se demuestre lo contrario.
El cronista debe ser un cazador de principios, sigue Martín. Cuando está buscando la información, cuando habla con la gente, cuando asiste a los hechos, el cronista debe tener las orejas tiesas para captar principios: una escena potente, una buena frase, un anzuelo que el lector morderá porque no podrá aguantarse las ganas de saber más. La primera frase plantea el tono de todo el libro. De una manera sutil, anticipa todo lo demás. Pero no es, no debe ser, un lead: ese vicio periodístico de comprimir las informaciones más importantes –las cinco uves dobles- en un párrafo prieto, con la idea de que al lector hay que dárselo todo en las primeras líneas porque pronto dejará de leer. Escribir un lead es una derrota: aceptar que el resto de nuestro trabajo no interesa.
-Me gusta cazar tres o cuatro principios –dice Martín-. Escojo uno para el inicio del libro y los demás me sirven para reabrir capítulos, secuencias, para relanzar de vez en cuando el texto.
La estructura y la voz
En la primera sesión trabajamos con el libro de Joaquín Botero, que narra sus andanzas de periodista colombiano en Nueva York y repasa sucesos policiales y escenas cotidianas de los latinos de allá. Joaquín trae un mundo muy rico, rebosante de historias. Después de afinar el arranque de su texto, los compañeros de taller le plantean un par de problemas principales: la estructura y la voz.
-¿Cómo vas a ordenar las historias?
Tiene que haber un criterio: mantener una tensión, alternar las más violentas con las más tranquilas, desarrollar una progresión dramática: una incertidumbre que nos lleve texto adelante hasta el final. ¿Cómo lo hará? Lo puede ir contando en apuntes autobiográficos, intercalados, que de paso servirán para abrir cada uno de los capítulos con historias ajenas.
¿Y no es un problema utilizar la primera persona? ¿Es vanidoso, es superfluo, es necesario?
Caparrós distingue entre escribir en primera persona y escribir sobre la primera persona. Rechaza el exhibicionismo de ponerse a uno mismo en el centro de la historia pero defiende que el narrador escriba en primera persona: es un ejercicio de honestidad. Los grandes medios presumen de contar los hechos con objetividad absoluta –lo que te contamos no es una versión: es la realidad- y para eso recurren a dos estrategias: escribir en tercera persona y adelgazar la prosa. Eso da una apariencia de neutralidad. Pero es falsa. Cualquier selección de los hechos es una decisión subjetiva. Por eso es más limpio presentarse ante el lector: sí, esto lo escribo yo; yo miro, elijo y cuento, de la forma más honrada posible, lo más completo y veraz que puedo, pero siempre es mi mirada. No te hablo de mí, pero te hablo yo.
Esto es una decisión política, dice Caparrós, contra el discurso de los medios que se arrogan el relato puro de la realidad. Y en el caso concreto de Joaquín, añade Ana Emilia Felker, la primera persona también es una decisión política porque nos trae la voz de los emigrantes latinos en Nueva York: una voz mucho menos presente que otras en esa ciudad. Ahí estará el valor de los relatos de Joaquín Botero.