Estaba alojado en un hotel pequeño, pero coqueto, frente al Parque Forestal, en el centro histórico de Santiago de Chile. Había llegado como invitado a la Feria del Libro (FILSA 2013). Afuera llovía y en las calles no había un alma. Era feriado por el Día de Todos los Santos. Se abrió la puerta del ascensor y Jon Lee Anderson caminó hacia el desayunador del hotel. Comenzó el día con dos tazas de café, potente, bien cargado. Tenía un hilo de voz, porque el día anterior había hablado en dos conferencias sobre Violencia y Política en la Literatura Latinoamérica. Aquella mañana del 1 de noviembre de 2013, Anderson bebió su primer café, mientras respondía las preguntas de los periodistas en una esquina de la sala, con el desayuno servido. A la hora del almuerzo, se encontró con su gran amigo Francisco Goldman. Sin postres, ni demasiado tiempo para la sobremesa, Anderson salió rumbo a la estación Mapocho, donde los asistentes a la FILSA lo esperaban para una nueva disertación. En el camino, antes de entrar a la sala atestada de gente, Jon Lee Anderson concedió una entrevista a CNN. Un asistente técnico le alcanzó los auriculares y le colgó en la solapa un micrófono diminuto. Respondía las preguntas de un presentador que, desde el estudio de televisión, lo llamaba Señor Lee. Anderson estaba parado a unos cuatro metros de la cámara de video y, de fondo, podía verse a la multitud que recorría el gigante galpón de hierro con aroma de libros nuevos. La entrevista pactada a doce minutos se extendió por más de veinte. Otros periodistas esperaban ansiosos para tener al menos cinco minutos con él. Tras quitarse los auriculares pidió un café. Según el propio Anderson, el único hombre que lo superaba en el consumo de café era Hugo Chávez, a quien conoció en 2001, cuando escribió el primero de dos perfiles que publicó en la revista The New Yorker. La charla de aquella tarde en la FILSA estaba programada para las ocho de la noche con su amigo Paco Goldman y hablarían sobre Centroamérica. Después firmó ejemplares de La herencia colonial y otras maldiciones, La caída de Bagdad, y el emblemático Che, una vida revolucionaria. Respondió las preguntas de los jóvenes reporteros, que no lo dejaban salir del salón sin su firma y una dedicatoria. Con paciencia, a un costado, Paco Goldman aguardaba a que su amigo terminara de saludar, de firmar libros, y de responder entrevistas para una y otra radio. El frío y la noche caían sobre la ciudad, mientras se apagaban las luces y se cerraban las puertas de Mapocho. Anderson y Goldman fueron los últimos en salir. Era tan tarde que el personal de seguridad ya se había retirado y un empleado de limpieza tuvo la amabilidad de abrir la puerta de salida. Una vez en la calle, Paco Goldman dijo que llamaría a un amigo chileno para compartir un brindis, cerca del hotel. Invitó a Jon Lee Anderson, que a su vez me invitó a mí. El amigo chileno que iba a buscar un bar cómodo y cercano resultó ser Alejandro Zambra, un joven y talentoso escritor, fumador empedernido, buen bebedor y excelente conversador. Mientras esperábamos un taxi en una calle de Providencia, en el corazón de Santiago, el chileno Zambra quiso ser mejor anfitrión y cambió de propuesta. Hizo un par de llamadas, guardó el celular en el bolsillo y prometió carne asada con vino tinto. Después de viajar más de veinte minutos en taxi llegamos a una vivienda, en un barrio de las afueras de la ciudad, donde -lo supimos después- esperaba un grupo de jóvenes de entre veinticinco y cuarenta años. Era medianoche y el frío se sintió al bajar del taxi. Zambra hizo una llamada perdida con su celular y una pareja salió a recibirnos. Soy Jon Lee -dijo y estrechó su mano derecha-. El dueño de casa respondió al apretón de manos. La mujer también le estrechó la mano al visitante y cuando él repitió Soy Jon Lee, ella respondió Lo sé. La pareja parecía un tanto nerviosa. Tenían a Jon Lee Anderson y a Paco Goldman en el living de su casa. Pero había más gente; la mayoría hombres. Anderson encabezaba la fila de invitados. Avanzaba esquivando un sofá, saludaba con un apretón de manos y seguía hacia el fondo de la casa, donde había una parrilla, en la que alguien preparaba el fuego. Los que saludaban a Anderson salían en sentido contrario y los perdíamos de vista. Estaba claro que el asado se había organizado a las apuradas, que no tenían todo lo necesario, pero que estaban dispuestos a resolverlo, a pesar de la hora. Quienes salían tenían una misión. Unos iban a comprar tomates y pan. Otros, buscarían un poco más de carne y algunos se encargarían de los vinos. En el patio, al aire libre, el fuego recién comenzaba a arder bajo la parrilla. De alguna puerta apareció Zambra con una botella de vino tinto y tres copas en la mano. Los dueños de casa, un poco más nerviosos que antes, buscaban más copas para todo el grupo. Fue el primer brindis de la noche. Pronto se supo que los dueños de casa y el resto de los invitados eran todos periodistas chilenos. Estaba claro que deseaban conocer al autor de la biografía más rigurosa que se haya escrito sobre el Che Guevara. Ardía el fuego en la parrilla y las copas se llenaban para calmar un poco el frío y otro poco el hambre. La cena estaba demasiado retrasada. Entre copa y copa los chilenos interrogaban a Anderson sobre sus incursiones en Bagdad, la cobertura de la guerra en Afganistán y su recordada entrevista con Augusto Pinochet. Sin darse cuenta habían formado un semicírculo a su alrededor mientras escuchaban las anécdotas de un veterano del oficio. Era la madrugada del nuevo día y Jon Lee Anderson seguía respondiendo preguntas de periodistas. Estaba de pie, apoyado sobre una pared, con una copa en la mano derecha, en el fondo de una casa, en las afueras de Santiago, mientras esperaba la cocción de la carne. Charlaba, reía, brindaba, y volvía a responder con el mismo entusiasmo que lo había visto tener en la mañana, en el restaurante del hotel. Jon Lee Anderson es capaz de cruzar ocho veces el Atlántico (ida y vuelta) en un mes para volar de Gran Bretaña a Cartagena, pasando por México y Estados Unidos. Lo conocí en diciembre de 2005, en Buenos Aires, donde dictó su taller para la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Sin embargo, fue en Santiago de Chile donde comprendí en toda su dimensión que se sabe dónde y a qué hora comienza un día con Jon Lee Anderson pero nadie sabe dónde a qué hora ni con quién termina. Miguel Velárdez Es periodista en La Gaceta de Tucumán. Fue becario de la Fundación Nuevo Periodismo Iberomaericano (FNPI) y asistió a talleres de periodismo con los maestros Tomás Eloy Martínez (Argentina), Jon Lee Anderson (Estados Unidos), Alberto Salcedo Ramos (Colombia), María Teresa Ronderos y Javier Darío Restrepo (Colombia). También es Becario del Instituto de las Américas de San Diego, California (Estados Unidos) en Periodismo Multimedia. Cursó un Posgrado de Periodismo Digital en Universidad Pompeu Fabra-Barcelona. En San Diego, California, asistió a talleres de periodismo digital con Erik Olsen (The New York Times) y Lynne Walker (Instituto de las Américas). Es miembro del Foro de Periodismo Argentino (FOPEA). Jon Lee Anderson conducirá el Taller de crónicas en el barrio Nelson Mandela, en Cartagena, Colombia. Aquí encuentras toda la información sobre el taller y las instrucciones para postularte. La convocatoria está abierta hasta el 16 de diciembre.