"Periodismo económico y periodismo social: dos caras de la misma especialidad" con Joaquín Estefanía
7 de Octubre de 2016

"Periodismo económico y periodismo social: dos caras de la misma especialidad" con Joaquín Estefanía

Este taller buscó que los participantes conocieran los orígenes, las tendencias y las perspectivas del periodismo económico, en donde los temas sociales aún no encuentran un lugar suficientemente privilegiado.

FUNDACIÓN NUEVO PERIODISMO IBEROAMERICANO (FNPI)

CORPORACIÓN ANDINA DE FOMENTO (CAF)

 

 “PERIODISMO ECONÓMICO Y PERIODISMO SOCIAL:

DOS CARAS DE LA MISMA ESPECIALIDAD”

 

Con Joaquín Estefanía

 

Cartagena de Indias, 4 al 7 de julio de 2006

 

 

Relator: Aarón Espinosa Espinosa

aespinos@unitecnologica.edu.co

 

Este taller buscó que los participantes conocieran los orígenes, las tendencias y las perspectivas del periodismo económico, en donde los temas sociales aún no encuentran un lugar suficientemente privilegiado. Joaquín Estefanía propone una reflexión sobre el presente y futuro del periodismo económico en el mundo. Para ilustrar sobre los retos contemporáneos del periodismo económico menciona algunas tendencias –por ejemplo, la llamada Nueva Economía– y aborda casos como el de Enron, la desaparecida multinacional de Estados Unidos. Basado en uno de los tres pilares básicos de la formación periodística de Gabriel García Márquez, “la certidumbre de que la investigación no es una especialidad del oficio sino que todo el periodismo debe ser investigativo por definición”, Estefanía sostiene que el periodismo económico está indisolublemente ligado al periodismo social: son dos caras de la misma moneda. Fiel a esta metáfora del trabajo periodístico, propone cerrar el taller con el tema de la desigualdad, el lado oculto de la prosperidad económica.

 

1.PRESENTE Y FUTURO DEL PERIODISMO ECONÓMICO EN EL MUNDO

La profesión del periodista atraviesa una situación crítica. Es un momento de incertidumbre, el futuro no es claro. La competencia feroz entre los medios nos hace recordar eso que alguna vez un periodista le advirtió a otro: “lo siento colega, tu muerte es mi supervivencia”. 

La irrupción de las páginas web abre el interrogante de si los medios de comunicación tradicionales son prescindibles. Hasta hace poco, el periodismo digital, por llamarlo de alguna manera, era una especialidad más, pero ahora ha determinado una manera de hacer periodismo, casi tan importante como el periodismo escrito, el radial o el televisado, y ha creado incertidumbre. La primera pregunta que nos hacemos es si los medios impresos, en especial los periódicos, siguen siendo imprescindibles. Podemos preguntarnos lo mismo sobre los informativos de la radio y la televisión. 

Para las generaciones de antes, era un asunto básico comprar el periódico todas las mañanas, pero para la generación actual no lo es tanto. Los jóvenes de hoy no necesitan el periódico para vivir: obtienen la información que necesitan en la web. Sólo se detienen a ver la prensa en casos excepcionales, cuando ocurren acontecimientos que necesitan interpretación más rigurosa, como los atentados terroristas del 11 de septiembre; hechos que disparan las ventas de periódicos y los niveles de audiencia de los programas de radio y televisión. 

Si los medios de comunicación tradicionales no son imprescindibles, tal como está planteado, ¿somos imprescindibles los periodistas? Muchas páginas web y blogs están hechas por personas que no son periodistas y que se dedican a elaborar información suficiente para entender lo que ocurre. En estos momentos la información es infinita. Los hechos refuerzan estas apreciaciones. En Europa hay una experiencia novedosa desde hace 5 años: la de los periódicos gratuitos. Son más ligeros que los tradicionales, que en el 80% o el 90% de los casos están hechos con noticias de agencias, muy cortas, sin contexto ni opinión. En ellos los lectores encuentran todos los servicios que necesitan: carteleras de cines, farmacias que atienden 24 horas al día, el valor de las acciones. Sus lectores suben al tren, llegan al trabajo, transcurre el día y llega la noche sin que necesiten leer ninguna otra información. En ciudades como Madrid se distribuye diariamente más de un millón de ejemplares de periódicos gratuitos. La pregunta obvia es: ¿quién compra los periódicos tradicionales de pago de esa ciudad? La capacidad de crecimiento y de difusión de muchos periódicos terminó cuando se democratizó el uso de Internet y aparecieron los periódicos gratuitos.

Los periódicos se venden cada vez menos y, como ellos, los periodistas nos volvemos prescindibles si no añadimos contexto a las noticias y utilizamos los procedimientos del periodismo (que son los que nos diferencian de los comunicadores, los propagandistas, los publicistas o los aficinonados). Lo que quieren los lectores de un periódico −gratuito o no− es leer una infografía de la inflación, o 15 líneas sobre la pobreza de Cartagena de Indias, de Nueva Orleans o de Haití, pero también sus causas. Tenemos grandes problemas como periodistas: la gente no nos necesita para conseguir este tipo de información porque en las páginas web de los gobiernos está consignada toda la información macroeconómica, la concerniente al empleo, a la inflación, a la situación económica en general. Tienen todo, y a menudo lo único que hace el periodismo es ofrecer casi literalmente lo que se cuelga allí. En ese sentido somos completamente prescindibles. 

Prácticamente todos los medios de comunicación del mundo enfrentan hoy los recortes de paginación. Los medios escritos quieren gastar menos papel y los formatos nuevos de prensa son distintos: se juntan secciones, se cierran corresponsalías y delegaciones, y se reducen suplementos regionales. La explosión de información en medios alternativos, el recorte de los diarios, el cambio de las preferencias de los lectores por asuntos tecnológicos y generacionales; todo eso simultáneamente hace más incierta la situación de la profesión.

Como consecuencia de estos hechos, la figura del periodista universal −ese que sale por la mañana con bolígrafo y cámara para grabar y luego escribir su nota− que puede compensar en algo esta tendencia adversa, se ha estancado desde hace tres o cuatro años. Por supuesto hay excepciones a todas estas tendencias, como The Economist, que además se vende por suscripción. Pero estos casos aislados no han frenado la caída estrepitosa de las ventas y la difusión en casi todas partes. 

De alguna manera, esto ha conducido al nacimiento de un modelo empresarial alternativo mediante el cual los empresarios de medios buscan cómo sobrevivir en la difícil coyuntura. Eso explica la irrupción de las promociones que, después de las ventas y la publicidad, se han convertido en la tercera fuente de ingresos de los medios impresos. Nacieron hace unos años para aumentar exclusivamente la difusión de los medios de comunicación; ahora también sirven para ganar dinero. Hoy se regalan libros, DVD con música e información, se envían noticias patrocinadas por firmas de teléfonos celulares, y hasta se obsequian croassanes por la compra de diarios impresos.

Una manifestación de este nuevo modelo empresarial es la acelerada construcción de sitios de Internet comprados por los medios tradicionales. En Estados Unidos, reconocidos periódicos como The Wall Street Journal y The Washington Post han comprado federaciones de web donde brindan información especializada como otra forma de acercarse a los nuevos lectores y ‘clientes’. En muchos casos adquieren diarios gratuitos para tener cautivos a los mismos anunciantes y para estimular el traspaso de lectores de un medio de comunicación a otro.

No sabemos a dónde llegará este modelo porque se desconoce la sostenibilidad de los nuevos ingresos de comunicación; sin embargo, los hechos permiten revaluar el dogma del periodismo según el cual todo es sustitutivo. Hasta ahora sabemos que la radio no ha desplazado a los periódicos y que la televisión tampoco ha hecho desparecer a la radio ni a los periódicos; sin embargo, no sabemos qué pasará con los diarios ante la fuerza que cobra Internet. 

¿Qué podemos hacer frente a esta realidad adversa para el periodismo? Mientras el tiempo define algunas de estas tendencias, es inevitable reivindicar la profesión. Ante la inmensidad de material periodístico producido diariamente, los lectores siguen necesitando la jerarquización de la información y reclaman mayor contextualización en la elaboración de los reportes. Jerarquización y contextualización: dos herramientas que hacen del periodista un sujeto imprescindible para la sociedad. En el caso del periodismo económico, eso significa que no vale sólo tener el dato del desempleo o del crecimiento del Producto Interno Bruto. Si el periodista orienta sobre las cosas que suceden, si explica cuáles son las anécdotas y cuáles las categorías importantes de la información, habremos avanzado en este importante frente del oficio. En medio de esta incertidumbre podemos hallar una certeza: el mejor periodismo se surte de contextualización y análisis. 

 

Para llegar a ese estado idóneo hay que resolver un problema central: la falta de formación de los periodistas para enfrentarse a los acontecimientos. La información económica se ha tornado tan compleja que sentarse a escribir cualquier nota con cierto grado de profundidad exige mucho estudio. Un buen periodista económico es aquel con formación económica y con la capacidad de escribir sobre temas económicos mucho mejor que un economista raso. Con eso logrará comunicarse con su público. Hay científicos sociales muy importantes que toman en sus manos los resultados de sus investigaciones y se los entregan a los editores diciendo: “necesitamos que pongan esto en cristiano para que la gente lo lea”. Con ese tipo de prácticas el periodismo económico se hace imbatible.

 

Historia de unos aristócratas en urnas de cristal 

El periodismo económico es un acontecimiento moderno. Sus antecedentes más lejanos son las hojas volanderas que circulaban en los puertos europeos en los siglos XVI y XVII, donde se registraban los cambios de los precios de los productos comercializados. Era la época del mercantilismo, cuando el oro y la plata, verdaderas fuentes de riqueza de las naciones, constituían el objetivo de los comerciantes y, por tanto, impulsaban el intercambio de mercancías.

Los primeros medios de comunicación económicos fueron la revista The Economist, creada en 1848 para luchar contra las barreras que obstaculizaban el intercambio comercial, y Financial Times, que se fundó 40 años después adoptando desde sus inicios una ideología liberal. En pleno despegue del capitalismo, The Economist fue asumida por sus fundadores como una revista esencialmente liberal que seguía las teorías de Adam Smith, el padre de la economía. No en vano nace el mismo año en que Karl Marx y Federico Engels publican el Manifiesto Comunista, que hace una crítica frontal al capitalismo cuestionando los resultados de su aplicación en la sociedad. 

Casi al mismo tiempo que Financial Times, nace en Estados Unidos el primer periódico que empieza a valorar la necesidad de volver asequible al público el lenguaje económico: The Wall Street Journal. The Economist y Financial Times eran –y siguen siendo en menor grado– impresos destinados a técnicos y economistas. Los fundadores de The Wall Street Journal, Charles Henry Dow, Edward Davis Jones y Charles Milford Bergstresser, creyeron que la prensa económica tenía mucha importancia en los medios, aunque no tuviera participación mayoritaria como las noticias convencionales. De todos los grandes medios de comunicación escritos que existen, seguramente The Wall Street Journal es el más ideológico, y expone nítidamente un pensamiento a favor del capitalismo a ultranza, con cero intervención estatal y abierto al comercio internacional. 

Pero, sin duda, como área de especialización del periodismo, el lugar donde se origina la prensa económica son las agencias de noticias. En ninguna otra área ha resultado tan importante aprender periodismo económico como allí, en donde las noticias se producen al por mayor y el periodista, ante la necesidad de cubrir amplios sectores de la información, pule su metodología de trabajo.

En los diarios modernos las páginas económicas han crecido tanto que presentan dos secciones: la de economía y los suplementos de la economía. Es frecuente encontrar en los medios de comunicación no especializados una especie de subespecialización: la macroeconomía –las noticias sobre desempleo, inflación, mercados financieros y de monedas extranjeras– se registra en las páginas diarias, y la información de microeconomía –las noticias empresariales y de las familias– ocupa los suplementos de negocios.

Los periodistas económicos en los medios de comunicación convencionales constituyen una especie de aristocracia de las redacciones. Parecen gentes más formadas y conviven con fuentes que habitualmente parecen mejores que las demás; incluso, hay medios de comunicación donde los reporteros económicos están mejor pagados que los demás periodistas. Por los temas que manejan y por el gran impacto de la información que elabora sobre los mercados, el periodista económico está más expuesto a las tentaciones –por ejemplo, a hechos de corrupción– que el resto de los mortales. Frente a los avances del llamado capitalismo popular impulsado por la ex primera ministra británica Margaret Thatcher y la enorme atención que reciben los mercados bursátiles en los medios de comunicación, hay gran número de personas que invierte en bolsa y que necesita saber lo que ocurre en el mundo económico. 

Sin embargo, los verdaderos muros que los periodistas económicos levantan a diario son los que tienen que ver con su capacidad de suscitar la atención de los lectores. Se mete el periodista en una urna de cristal cuando cree que la economía es asunto de especialistas, una especie de teología de la intendencia. Hay mucha gente que dice que no se atreve a entrar en el mundo de la economía porque son temas aburridos, cuando todos sabemos que no hay temas aburridos sino textos aburridos. El interés que puede despertar un texto de periodismo económico fue tratado en otro campo por el filósofo y economista alemán Karl Marx en el siglo XIX, cuando afirmó que la economía determina en última – mas no en primera– instancia todo lo demás. 

 

¿Cómo nos acercamos los periodistas a las noticias y cómo podemos traducir eso que dice Marx a la práctica del periodismo? En los extremos, cubrimos las noticias desde dos puntos de vista: el primero, cuando lo hacemos ingenuamente, ignorando que detrás de cualquier información que no tiene que ver nada con el mundo de la economía, hay algo de ello. Por ejemplo, un periodista que asiste a la presentación de un libro o la conferencia de un general del Pentágono sobre la Guerra de Irak debería pensar en el interés económico –el control del petróleo– que tuvo Estados Unidos para ocupar por la fuerza ese territorio. El segundo camino toma sentido contrario: todo lo que ocurre no es más que economía y no vemos más allá de nuestras narices.

Para elaborar una noticia con el análisis y el contexto que piden los lectores es bueno preguntarse quién sale ganando y quién pierde con cada una de las decisiones empresariales o gubernamentales. Cuando una empresa se deslocaliza y se marcha a otro país ¿quién se beneficia y quién se perjudica? Usualmente la reubicación de una empresa es presentada por los periodistas como algo negativo. Ejemplo: una empresa se va de España a Marruecos porque los salarios en España son más altos. Pierden los trabajadores españoles, pero ganan los marroquíes porque habrá más puestos de trabajo. 

 

Doctrinas económicas: brújula del periodismo económico

Cuando el periodista escribe información económica, ¿bajo qué criterios o bases, implícita o explícitamente, lo hace?, ¿debemos condenarnos a ver los hechos con la lupa de una sola especialidad? Si bien el periodista predica una ideología política y profesa alguna idea económica, hay que hacer psicoanálisis periodístico para saber qué ideas subyacen detrás de la información. Hay dos grandes tendencias que representan dos economistas –Karl Marx y John Maynard Keynes– para responder a la pregunta planteada. 

 

Marx decía que las ideas no son importantes, que lo realmente relevante es la lucha de clases. Keynes afirmaba que lo importante son las ideas. Esto último significa que normalmente somos prisioneros de las ideas de alguien que casi siempre ha muerto y que desconocemos. Y somos prisioneros de su ideas pues las hemos incorporado hasta el punto de creer que las hemos inventado. 

Hay tres doctrinas económicas que son el tronco principal de las demás: el liberalismo económico, el keynesianismo y el marxismo. Las versiones contemporáneas de estas doctrinas llevan el prefijo de neo: hablamos frecuentemente del neoliberalismo y el neokeynesianismo. Cada una de estas posturas económicas se corresponde con las grandes ideologías políticas: el neoliberalismo económico casa con lo que expresa la derecha política; el neokeynesianismo se relaciona con lo que plantean los socialdemócratas; y el neomarxismo se corresponde con el socialismo y el comunismo. 

El liberalismo económico –que hoy llamamos neoliberalismo– nace con la economía. El máximo exponente de esta vertiente es el monje escocés Adam Smith, que publica en 1776 la obra capital del liberalismo: La riqueza de las naciones. ¿Cuáles son las ideas básicas que defiende? La especialización del trabajo y la llamada mano invisible. Smith sostenía que para que las cosas funcionen tiene que haber una división del trabajo: para que un periódico funcione debe haber un director, un fotógrafo, etc. Nadie puede mantener un periódico haciendo todo al mismo tiempo. Y la segunda idea es la más central: la mano invisible, un concepto que permite responder la pregunta de cómo funciona la economía de mercado. Según Smith, ésta funciona basada en el egoísmo individual, puesto que sabemos lo que queremos. El liberalismo fue la doctrina hegemónica durante todo el siglo XIX y buena parte del siglo XX. Estas ideas fueron retomadas a finales de los años setenta y principios de los ochenta por la ex primera ministra inglesa Margaret Thatcher y el ex presidente de Estados Unidos Ronald Reagan (llamada revolución conservadora). El neoliberalismo defiende la reducción del intervencionismo del Estado en la actividad económica, lo que se traduce en la liberalización de los mercados. Por su parte, la hegemonía del keynesianismo comprende el casi medio siglo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Keynes, siendo muy conservador, anotó que la viabilidad del capitalismo dependía de la intervención del Estado, el cual podía corregir los malos resultados de los mercados y ante situaciones en las que los empresarios no tenían incentivos para invertir. Keynes encarna una especie de revolución pasiva al capitalismo; propuso regulaciones al funcionamiento de los mercados frente a cómo se manejaban en los siglos XVIII y XIX, y pretendió darle un rostro humano al mismo sistema económico. La gran obra del keynesianismo se ha denominado Estado de Bienestar, que comprende la garantía explícita del Estado a los ciudadanos de un conjunto de servicios sociales y redes de protección a los trabajadores.

El keynesianismo supo responder a los problemas de desempleo que produjeron la Gran Crisis de 1929 y la Segunda Guerra Mundial, pero no supo resolver otro problema: la inflación. La inflación exponencial de principios de los años setenta hizo que la gente virara hacia el neoliberalismo y hoy los periodistas deben recoger y contextualizar esa mixtura ideológica en el trabajo periodístico. 

 

2.EL CASO ENRON: EL EMPERADOR ESTÁ DESNUDO 

‘Contabilidad creativa’ es un término que se hizo popular en diciembre de 2001 a raíz de la quiebra de Enron, la gigante compañía norteamericana dedicada al negocio de la energía y cuyos ejecutivos y auditores se dedicaron a maquillar los balances y estados financieros con el fin de valorizar sus acciones en la bolsa y obtener cuantiosos beneficios. Dado que se agarra primero a un mentiroso que a un ladrón, cuando estalló el escándalo la compañía se quebró, y los accionistas –muchos de ellos trabajadores– perdieron grandes sumas de dinero. Más de 30 mil personas se quedaron sin empleo dentro y fuera de Estados Unidos, y se esfumó el ahorro de los trabajadores que durante toda su vida creyeron en la situación financiera de la empresa y habían invertido en ella. Se quedaron sin pensiones. Y sin futuro. Joaquín Estefanía analiza la historia de Enron, que es contada a los talleristas a partir del documental ‘Enron: Los tipos que estafaron a América’, y reflexiona sobre los retos del periodismo económico frente a los acontecimientos que subyacen al modelo corporativista contemporáneo.

 

¿Por qué es tan importante el caso Enron? El descalabro de Enron es para el mundo de la economía algo parecido a lo que fue –y todavía es– el 11 de septiembre para el mundo de la política. En pocos años esta empresa fundada por el tejano Kenneth Lay llegó a ser la séptima compañía más grande de Estados Unidos. Fue, además, una empresa estrechamente vinculada al poder: en las elecciones presidenciales de 2000 fue el mayor contribuyente de la campaña del elegido presidente George W. Bush. Enron empezó operaciones en el sector energético y luego, en su época de mayor gloria empresarial, era reconocida por estar en otros negocios como los financieros y de servicios públicos (agua potable, energía y gas) en más de 20 países de América y Asia. El acelerado ascenso de Enron la llevó a valer en bolsa 80 mil millones de dólares, que equivalen a lo que producía ese año de 2001 una economía como la colombiana. Lo que hizo desde 1985, al quintuplicar su valor en bolsa, fue toda una proeza y por eso se convirtió en la empresa más admirada del mundo financiero norteamericano: los bancos de negocios, las empresas auditoras y los medios de comunicación la alababan hasta el cansancio. Su mayor accionista, Kenneth Lay, recientemente fallecido en la cárcel, y los cerebros del emporio Enron, su presidente Jeffrey Skilling y el vicepresidente financiero Andrew Fastow, ahora tras las rejas, simbolizaban el modelo del ejecutivo americano. 

En el competitivo mundo empresarial de Estados Unidos, donde las estadísticas hablan más que cualquier otro dato, Skilling ocupó las portadas de las grandes revistas de negocios que lo eligieron en varias ocasiones Ejecutivo del Año. Parecía no haber límite para las jugadas financieras maestras de Enron, pero una mañana supimos que yacía en el abismo del desprestigio. Había entrado a la ruina total; después de la quiebra de la multinacional de comunicaciones Worldcom, ha sido la segunda de mayor impacto en la historia de la economía más poderosa del mundo. Lo que pasó primero a Enron y luego a otras empresas que cometieron toda clase de irregularidades para engañar a sus accionistas, marca un hito en la historia del modelo económico corporativo tan de moda actualmente. Y produjo para el periodismo estadounidense retos que no fueron bien afrontados, y lecciones cuyo aprendizaje ha costado credibilidad.

Lo que ocurrió a Enron pasó muy rápido. Miles de accionistas cuyas acciones se cotizaban en 80 dólares en la bolsa de Wall Street, no pudieron venderlas por más de 29 dólares el día de la quiebra. Se supo que centenares de ejecutivos de la empresa, que conocían las entrañas de la compañía, habían vendido sus acciones antes de que éstas se vinieran abajo. En 2001, 144 altos directivos de Enron se embolsaron casi 750 millones de dólares en sueldos, bonos, otras remuneraciones en efectivo y opciones sobre acciones; al presidente Lay le correspondieron 152 millones; al consejero-delegado, 35 millones. Ellos sí salvaron todos sus ahorros. El 2 de diciembre de 2001, Enron suspendió pagos, su cotización fue cancelada y 4.500 empleados se quedaron sin trabajo tras recibir en conjunto una indemnización de 43 millones de dólares. 

Después de semejante fraude, ¿cómo pudieron haber fallado los mecanismos de control y regulación? ¿Dónde estaba el periodismo para contar las diferentes escalas de corrupción que incubaba este caso? Primero, falló la Securities and Exchange Commission (SEC), la sociedad reguladora del mercado de valores de Estados Unidos; luego, erraron los bancos de inversión que hasta el día anterior recomendaban invertir en Enron porque sus acciones eran ‘rentables y seguras’. También se pifió Arthur Andersen, el patrón oro de las auditoras mundiales, la compañía que dictaminaba informes limpios de distorsiones, que avalaban la salud financiera de Enron. Y, lo que más interesa, fallaron estrepitosamente los medios de comunicación que mostraban a Enron como paradigma de la empresa moderna, segura, exitosa. 

De alguna manera, el gran eslogan publicitario de Enron durante años, el de Pregúntese por qué, que abría las puertas de la riqueza a los entusiastas inversionistas, adquiere más significado con su quiebra. Y nadie en Estados Unidos, incluyendo el periodismo, se estaba preguntando por qué. Cuando Jeffrey Skilling, respondiendo a cuestionamientos sobre la coyuntural pero preocupante caída del precio de la acción de Enron, manifestó sin rubor alguno que “a Enron le pasa lo mismo que al gobierno americano, es atacado por terroristas”, el periodismo de Estados Unidos apenas preguntaba cómo era que Enron ganaba dinero, en medio de conjeturas sobre una sobrevaloración de sus acciones en bolsa. 

Esa es la gran lección que deja el caso Enron: el periodismo tiene que cuestionar todo, porque las cosas que aparentan ser de una forma muchas veces no lo son.

Esta pregunta básica, ¿cómo es que se gana dinero?, debemos extenderla a otros ámbitos de la información. Hay que advertir al periodismo del Pregúntese por qué. Es el caso de la “Contabilidad Creativa”, un aspecto central en el escándalo Enron. En muchos casos esta contabilidad es legal o está en el límite de la legalidad, porque hay muchas operaciones que se hacen para adelantar ingresos potenciales y retrasar gastos reales, de forma que las cuentas hablen bien de las empresas. Esa conducta contable también hay que buscarla en los gobiernos, porque la contabilidad creativa no es una cosa que inventan las empresas privadas.

 

En 1997, con la creación del euro como moneda europea, se estableció una lista de condiciones que los países aspirantes tenían que cumplir para entrar a la unión monetaria. Debían demostrar baja inflación, déficit presupuestario mínimo, tipos de cambio y de interés estables y una deuda pública inferior al 60% de lo producido por la economía. Algunos de los 12 países que deseaban entrar hicieron dentro de la legalidad cosas parecidas a las de Enron: privatizaron empresas públicas para disminuir el déficit público, retrasaron los gastos para que la deuda pública no superase los topes establecidos. El periodismo debe estar atento a este tipo de situaciones y, sin hacer juicios morales, debe indagar qué tienen de convincentes las noticias alentadoras que divulgan las empresas y los gobiernos.

Otro tema muy significativo del caso Enron son las relaciones entre poder político y poder económico. Es común encontrar personas que pertenecen a los gobiernos, y que alcanzan a ocupar altos cargos, con claros intereses en el mundo empresarial. Por eso es frecuente encontrar que políticas nacionales −como en el caso de la política energética estadounidense− son diseñadas por funcionarios que provienen de compañías del sector. 

Hay una contaminación de intereses privados y públicos sorprendente, que junto a la famosa “Contabilidad Creativa” está sirviendo como medio de recuperación en la época post-Enron. El periodismo debe preguntarse quiénes son los que diseñan las políticas y qué sectores e intereses representan. 

En su reporte sobre el juicio al criminal de guerra nazi Adolf Eichmann para la revista The New Yorker, la filósofa alemana Hannah Arendt, se pregunta si el mal es una función de la banalidad, es decir, esa tendencia de la gente a obedecer órdenes, a ser borregos frente a cierto liderazgo que las lleva a unirse a la opinión colectiva sin pensamiento crítico acerca de las consecuencias de las decisiones.

Con esto quiero plantear dos cosas: primera, la culpabilidad de los inversores. Algunos han planteado que los inversores de Enron han sido víctimas de un engaño, pero desconocemos que un inversor debe tener en cuenta las condiciones de seguridad cuando hace su inversión y debe saber muy bien dónde pone su dinero. Hay un principio universal que dice “la ignorancia de una cosa no me exime de su cumplimiento”, lo que vale para todo aquel que invierte dinero y tiene que firmar un papel con letras pequeñas que precisamente nadie lee y donde se establecen las reglas de juego. La segunda tiene que ver con la banalidad. Hasta el momento de su muerte, Kenneth Lay no se arrepentía de nada de lo que pasó; él consideraba que no había hecho nada mal, por el contrario, afirmó que hizo el bien, que las normas de juego que violó eran secundarias. Todo esto para recordar que hay que matizar los hechos y protagonistas de las historias. 

En casos muy extremos como Enron, es muy fácil hacer disecciones morales sobre el capitalismo. Hay que describir lo que allí aparece. No siempre las historias se reducen a víctimas y verdugos, hay que ver todos los grises, incluso en Enron. 

Otro tema para reflexionar son los controles, la llamada regulación. Estamos viviendo en un mundo donde la tendencia es hacia la desregulación de los mercados. Como periodistas tenemos que diferenciar lo que supone la liberalización de la economía y la desregulación, ya que creemos que si se liberalizan las cosas hay que desregularlas al mismo tiempo, cuando lo que tiene que ocurrir es lo contrario. Por ejemplo, para que el sector energético funcione debe haber una comisión nacional de la energía que sea pública, y no privada, porque como decía el filósofo escocés y padre de la economía Adam Smith, “La gente de la misma industria rara vez se reúne, incluso para divertirse, sin que la conversación acabe en una conspiración contra los ciudadanos, o para subir los precios”. A diferencia de Estados Unidos, donde las sociedades se autorregulan unas con otras, es necesaria una legislación común que diga cuándo van mal o bien. Liberalización y desregulación son términos antitéticos.

Para aprender las lecciones del caso Enron correctamente, es imprescindible que el periodismo tenga presentes varios asuntos: primero, que toda la información pública tiene esa condición: es pública, y ese derecho hay que hacerlo valer puesto que es el insumo con el cual elaboramos las historias. La información existe pero no la están dando. 

Segundo, hay que reconocer que la emergencia de la Internet y de los periódicos gratuitos, y la aparición de otros agentes externos están afectando notablemente al periodismo escrito y audiovisual, pero tanto como ellos, la credibilidad de los medios frente a hechos como Enron y la Guerra de Irak. En el caso del 11 de septiembre se produjo una autorregulación de los medios de comunicación para no mostrar imágenes. Desarrollamos la culpa de nuestro propio desprestigio no sólo por la aparición de nuevos medios, sino también por problemas de censura y autocensura.

El de Enron fue el caso más publicitado pero no fue el único en Estados Unidos, pues pronto se descubrió que otras empresas privadas habían adoptado prácticas similares de creatividad contable para inflar sus ganancias o disimular sus pérdidas. Las autoridades financieras de Estados Unidos reaccionaron contra estos fraudes, imponiendo sanciones ejemplares (incluyendo la cárcel) y haciendo más exigentes los controles contables, de manera que se logró recuperar la confianza de los inversionistas y el público en general. La sociedad norteamericana, y el periodismo de ese país, recuerdan con amargura ese episodio en el que la gente no se engañó a sí misma, sino que fue engañada.

 

3.LA NUEVA ECONOMÍA: RELATO DE UN DESENCANTO

Joaquín Estefanía introduce a los talleristas en el tema: la Nueva Economía. Desea abordar teóricamente, y frente al periodismo, lo que ha sucedido en el mundo económico desde la última década del siglo XX.  

La siguiente es la historia de unos héroes que devinieron en ídolos caídos, que bajaron del pedestal más rápido que los mandatarios comunistas tras el hundimiento de la antigua URSS. En la década de 1990, cuando Estados Unidos vivió el periodo de expansión económica más profundo y prolongado de su historia contemporánea, Gandhi, Luther King y el Che Guevara dejaron de ser íconos para los jóvenes americanos. Su lugar lo tomaron los principales ejecutivos de las empresas estadounidenses, los héroes multimillonarios de la llamada Nueva Economía.

Como Nueva Economía –término acuñado por primera vez por el semanario Business Week– fue definido el periodo de crecimiento económico extenso y de baja inflación de la economía de E.U., una prolongada ola de prosperidad favorecida por la simultánea irrupción de nuevas tecnologías de la información y la comunicación, y por la eliminación global de las barreras comerciales y el libre movimiento de capitales. Robert Samuelson, analista de The Washington Post, la describió como “un estado mental”, una “promesa sin ningún tipo de peligros” que reforzaba la convicción de que las maravillas tecnológicas permiten a la economía disfrutar de un permanente estado de ebullición. 

 

¿A qué conducía esta ola de optimismo irrefrenable? ¿Al fin había llegado la edad dorada del capitalismo después de 200 años de existencia? La tesis de quienes defendían el nuevo paradigma era la del final de los ciclos económicos, las sucesivas expansiones y contracciones económicas que hacen inestable la senda del empleo y el bienestar en la sociedad. Después de 100 meses consecutivos de aumento de la producción y de bajísimo desempleo que coincidieron con los dos periodos presidenciales de Bill Clinton (1992-2000), los voceros más extremistas de la Nueva Economía proclamaban la feliz entrada a la era de prosperidad ininterrumpida. Lo que pasaba en ese país se convertía en razón para que le tomara más ventaja a sus grandes competidores: las grandes naciones desarrolladas de Occidente, que por la misma época sufrían de estancamiento. No habría marcha atrás para el capitalismo triunfal que hasta ese momento se construía sobre el pesimismo de la sociedad y el conformismo que hacía dudar de las bondades del sistema para resolver los grandes males del mundo contemporáneo.

El corazón de la Nueva Economía es la productividad, que puede elevarse de dos maneras: porque trabajamos más horas, o porque disponemos de tecnologías potentes y modernas que nos hacen capaces de producir más cosas en el mismo horario de trabajo. En los años de esplendor de la Nueva Economía esto es lo que ocurre: la productividad de Estados Unidos crece al 5% anual, un desempeño que aleja a este país de Europa y Japón, que experimentan recesiones. 

Como realidad, o como ideología y mito del capitalismo, la Nueva Economía merece la atención del periodismo por varias razones: porque cambió la vida cotidiana de millones de personas y la mirada del mundo; y porque ha transformado la manera de entender la prosperidad de las naciones y el origen de las crisis económicas. Por ejemplo, ahora se afirma que un país es rico porque tiene tecnologías de la información y la comunicación, porque invierte grandes sumas de dinero en Investigación y Desarrollo (I&D) derivadas en patentes, y no porque cuente con materias primas como el petróleo y sus derivados. Bajo esta visión de la realidad, el actual problema de la escasez del combustible, que reapareció hace unos cuatro años y mantiene altas las cotizaciones del barril, no es ya un asunto de economistas sino de geólogos. 

La patria geográfica de la Nueva Economía es Sillicon Valley, la zona concentrada de industrias de alta tecnología ubicada al norte del estado de California (Estados Unidos); sin embargo, el escenario donde se representa más concretamente es la bolsa de valores. Nunca antes tantos ciudadanos habían invertido sus ahorros o se habían endeudado en los mercados bursátiles, comprando acciones de compañías de las que apenas conocían el nombre. La bolsa es un mercado público, de acceso libre e indirecto, teóricamente transparente, cuyo comportamiento con el paso del tiempo se ha convertido en fuente del crecimiento económico. Allí la financiación de las empresas es más barata y la rentabilidad para los tenedores de acciones es mayor, pero existe el riesgo latente de perder la propiedad ante un estornudo desestabilizador. La participación en ella se ha convertido para mucha gente en oportunidad para emular un modo de vida (“si no inviertes en acciones de la bolsa, entonces eres un tonto”, te dirán), en la que la dinámica de acumulación de riqueza ficticia (“si baja el precio de la acción puedes arruinarte de un día para otro”) les compulsa diariamente a consultar las páginas económicas de los periódicos.

En ninguna otra parte del mundo ha sido tan espectacular este fenómeno como en Estados Unidos: en 1956, el 5% de los ciudadanos invertía en bolsa, y 20 años después ese porcentaje alcanzaba el 15%. En el año 2000 casi la mitad de los hogares había invertido sus ahorros en activos financieros de renta variable; para entonces los ciudadanos de ese país tenían depositado más dinero en los mercados bursátiles que en las cuentas bancarias. ¿Qué consecuencias trae este salto para los ciudadanos comunes y corrientes? Que sus ahorros de toda la vida se volvieron más vulnerables porque dependían de la evolución de los índices bursátiles, como el Dow Jones o el Nasdaq, muy variables al clima de incertidumbre. Entonces una caída de las acciones en bolsa podía llevar a la quiebra a cientos de miles de personas. Y así sucedió.

La inversión popular en la bolsa es una de las expresiones del llamado capitalismo popular, una denominación con la que la ex primera ministra británica Margaret Thatcher designó su proceso de privatizaciones, y que se ha extendido en el mundo en las dos últimas décadas. El capitalismo popular ha gozado de buena salud porque desde principios de los ochenta no ha habido recesiones profundas y duraderas en las grandes economías del mundo. Sin embargo, el mecanismo de participación en el mercado bursátil tiene sus límites: nadie pierde mientras no se interrumpa la entrada de dinero fresco a la bolsa para alimentar la espiral de rentabilidad. 

 

Desenlace

En el mes de abril de 2000 la burbuja especulativa estaba a punto de reventar. El primer síntoma fue la caída en cámara lenta del precio de las acciones de las empresas tecnológicas de la Nueva Economía. Esto contrasta con la celeridad de la gran crisis de Wall Street en octubre de 1929, que hizo que la economía estadounidense se contrajera un tercio de su tamaño y dejara sin trabajo al 25% de la población ocupada. En la primera fase de la caída, entre el 4 y el 14 de abril de 2000, la Bolsa de Nueva York perdió 700.000 millones de dólares, el equivalente a la deuda externa del Tercer Mundo. En la segunda fase, que abarca hasta 2002, las bolsas del mundo pierden cerca de 13 billones de dólares. Como consecuencia desaparece el 90% de las llamadas empresas punto com, éstas dejan de cotizar en bolsa y se presenta una estela de despidos y ruinas de inversores que hasta hoy no han podido recuperarse. Por el gran impacto mundial, la caída de estas empresas es reconocida como la primera crisis de la globalidad, el crack de la Nueva Economía de principios del siglo XXI.

En cada generación se produce una crisis de este estilo, y los humanos somos tan poco cuidadosos con la memoria que lo olvidamos y cuando emerge una nueva crisis seguramente vemos los efectos de emulación y riqueza, tan fuertes y furiosos. ¿Cuál es el significado mundial de este desmoronamiento? Por primera vez en la historia de la economía se produce una crisis global simultánea en los grandes ejes mundiales: primero en Estados Unidos, e inmediatamente se contagian Europa y Japón, que prácticamente no ha salido de esa crisis. Y también por primera vez la crisis en el país epicentro no se origina en el sector productivo sino en el financiero y especulativo, y a través de éste se propaga hacia otros sectores en el resto del mundo. 

 

La crisis de la Nueva Economía acentuó la que ha sido característica del sistema económico mundial desde la década de 1990: la alta capacidad de contagio de crisis que desencadenan en otras. Y una adicional: la profundización de las desigualdades y el desconocimiento absoluto de los temas redistributivos.

Desde los años noventa ocurren cada dos años. 1992: crisis monetaria europea porque George Soros, el gran especulador de nuestros días, logró sacar en una operación especulativa a la libra esterlina (la moneda de Gran Bretaña) del sistema monetario europeo. Es la primera crisis que se traslada al resto del mundo. Diciembre de 1994: México, el ejemplo por excelencia de país emergente, se arruina en 24 horas. Verano de 1997: Tailandia, cuya moneda, el bat, nadie conocía, se devalúa e inicia una cascada de devaluaciones que se traslada al resto del mundo. Verano de 1998: Rusia deja de pagar su deuda externa porque no tiene con qué. Argentina sufre inmediatamente las primeras consecuencias en la bolsa, que después se extienden al resto de América Latina y Estados Unidos en el año 2001.

¿Cómo salió ese país de esta crisis? Acudió a tres grandes mecanismos de protección: primero, su pragmatismo a la hora de aplicar las recetas económicas. Valiéndose de la enorme influencia del Departamento de Tesoro en el Fondo Monetario Internacional (FMI), que acostumbra a recetar equilibrios presupuestales ante la existencia de desajustes macroeconómicos, el gobierno estadounidense desconoció esta fórmula e hizo todo lo contrario: empujó el acelerador del gasto público. En cuatro años pasó de un superávit del sector público de casi el 3% del producto en el gobierno Clinton a la situación actual, en donde el déficit público, sin contar la inversión en la Guerra de Irak y Afganistán, oscila entre el 3% y 4%. Imaginemos lo que ocurriría si cualquier país latinoamericano, de gobierno de derecha o izquierda, hace lo mismo con sus políticas económicas, ¿que diría el FMI? Los americanos son pragmáticos porque no confunden las herramientas con los fines; han hecho un esfuerzo público gigantesco para poner a crecer nuevamente a su economía. El segundo mecanismo de protección fue que muchas empresas en crisis acudieron a las armas legales y paralegales que les daba la famosa contabilidad creativa; y tercero, las relaciones espurias entre el gobierno y el sector empresarial, que hacen pensar en una contaminación sorprendente de intereses privados y públicos.

Quiero ahora contarles una historia para periodistas, la del ex ministro de finanzas de Argentina, Domingo Cavallo. Vestido de toga y birrete, mientras pronunciaba en tierra española una conferencia meses antes de que estallara la crisis financiera de 1999 en ese país, sorprendió al público. España se encontraba entonces a las puertas de entrar a la unión monetaria del euro, para lo cual debía cumplir ciertos “criterios de convergencia”: inflación baja, tipos de interés bajos, cambios estables en la moneda, déficit público debajo del 3% de la producción y deuda pública por debajo del 60% del mismo producido. Cavallo, seguro del alcance del mensaje, manifestó a los asistentes: “Señores: Argentina cumple todos los criterios para estar dentro del euro”. Poco después llegó el desastre argentino. Como periodistas, muchas veces representamos o asumimos las políticas económicas ortodoxas para salir de las crisis como si fuesen de sentido común. Pasamos por alto que quienes tienen algún poder que no tenemos se pasan por el forro las normas y son capaces de contradecir la ortodoxia sin ningún tipo de rubor. Los periodistas, y los periodistas económicos igual que los economistas, tenemos una virtud: lo único que sabemos es predecir el pasado.

Si Adam Smith, el fundador de la economía, explica en su obra por qué funcionada el capitalismo del siglo XVIII, Carlos Marx y Federico Engels explicaron por qué no funcionaba. A comienzos del siglo XXI, con la cantidad de hechos complejos y diferentes que están ocurriendo, es necesario para el periodismo hacer una buena disección del sistema en que vivimos.

 

4.LA ECONOMÍA DE LA DESIGUALDAD: LA CARA OCULTA DE LA PROSPERIDAD

¿Qué sucede en el mundo que debamos conocer y trasladar a nuestra agenda periodística? ¿A qué rigores renuncia el periodismo cuando se dedica a contar sólo el lado de la prosperidad y la riqueza?  

El gran Gatsby, la novela del escritor norteamericano Scott Fitzgerald, cuyas suntuosas mansiones, extravagantes hábitos de consumo y rutilantes noches de desenfreno recrean la próspera y orgullosa sociedad norteamericana de los años de 1920, permite introducir una paradoja contemporánea de gran interés para el periodismo: el aumento de la riqueza y la profundización de la desigualdad en el mundo. En el relato de Fitzgerald sólo aparecen los ricos, y el ambiente de opulencia es tal que el interés del lector de ver asomado a algún pobre podría ser considerado mala educación. Pero hay una parte de la sociedad ausente en la novela de Fitzgerald: las clases sociales pobres, en especial los jóvenes que de Europa llegaban maltrechos de combatir en la Primera Guerra Mundial. El gran Gatsby es la novela de una clase social, la más adinerada, porque nos muestra que la riqueza puede comprar distancia social; de alguna manera, lo importante para muchos ricos no es la cantidad de cosas que poseen, sino el poder demostrar a su semejante que tiene el tipo de cosas que él no. En el Gatsby se desconoce la cara oculta de la prosperidad, y por eso se hace muy explícita la desigualdad.

Pues bien, en los albores del siglo XXI las inequidades han llegado a niveles semejantes a los relatados por la gran novela norteamericana. Hay datos que muestran la desigualdad existente: según Naciones Unidas, las 500 personas más ricas del mundo reúnen más ingresos que los 416 millones de ciudadanos más pobres; el 40% de la población mundial sólo obtiene el 5% de los ingresos totales, mientras el 10% más rico concentra el 54%. A esta fecha, 460 millones de personas de 18 países (la mayor parte de ellos de África y la antigua Unión Soviética) han empeorado su nivel de vida comparado con el que tenían a principios de la década de los noventa. Desde 1970, según esta organización, el mundo es más desigual que nunca antes, lo que no sólo involucra las diferencias de riqueza sino que las brechas de calidad de vida de los ciudadanos se hacen más visibles. Por ejemplo, cada día mueren en el mundo 30.000 niños por causas evitables. Hay tanta notoriedad de las desigualdades en el mundo que hace pensar en una especie de apartheid universal, en la existencia de una sociedad dual que plantea como gran desafío del siglo XXI la reducción de las distancias entre ciudadanos ricos y pobres.

Los historiadores económicos cuentan mejor que nadie cómo han crecido esas distancias. Según el historiador americano, Angus Maddison, desde 1820 la población mundial ha crecido seis veces mientras que la producción cincuenta veces, lo que daría para que el mundo viviese mucho mejor. Sin embargo, la distribución de la riqueza ha sido extremadamente desigual. A principios del siglo XIX, según Maddison, la proporción de renta por habitante entre los ciudadanos más ricos y pobres era de 3 a 1. En 1990, fue de 10 a 1, y en el año 2000 había subido hasta un 60 a 1. El historiador americano David Landes, en su libro La riqueza y la pobreza de las naciones, calcula que la relación entre la renta por habitante de la nación industrializada más rica, Suiza, y la del país no industrializado más pobre, Mozambique, es de 400 a 1 en estos momentos, cuando hace 250 años era de 5 a 1. Todo esto significa que la desigualdad ha venido creciendo y lo seguirá haciendo aceleradamente. 

¿Cuáles son los motivos para ese crecimiento de la desigualdad si vivimos seguramente en el momento de mayor riqueza global? A medida que los países se enriquecen, existen bienes y servicios más caros para disfrutar de una vida normal. Pero, sin duda, un factor que ha hecho más visible la desigualdad entre los ciudadanos son los medios de comunicación, en especial la radio y la televisión, que hacen pensar a un ciudadano del África que al otro lado del continente puede tener mejor bienestar. Las imágenes de prosperidad que les llegan del otro mundo así como les fascinan, al mismo tiempo les atormentan. En este sentido, las migraciones desde los países pobres son consecuencia de las enormes desigualdades y de lo visibles que éstas se han convertido. 

El periodismo tiene un reto frente al tema de la desigualdad: primero, contar historias teniendo claro que, a diferencia de la pobreza que es un asunto de valores absolutos, la desigualdad es un fenómeno relativo, de comparaciones, por lo que es necesario desarrollar categorías de desigualdad ajustadas a cada sociedad. No es lo mismo un reportaje sobre las inequidades en el ingreso de ciudadanos ricos y pobres en un país como Suiza que en un país como Bolivia. Y esos matices hay que encontrarlos. Un aspecto que ayuda a incorporar en los relatos estas diferencias es la tendencia mundial de que cada vez hay más ‘sures’ dentro del norte y más ‘nortes’ dentro del sur, lo que sirve para ejemplificar las crecientes inequidades de nuestras sociedades.

 

Una segunda lección es la que ofrecen ciertos investigadores del desarrollo cuando escriben más de cerca de la realidad de los fenómenos con su ejercicio investigativo. Un buen ejemplo es el economista norteamericano Jeffrey Sachs, quien estudia las facetas de la desigualdad en el mundo en su libro El fin de la pobreza. Sachs utiliza estas categorías de análisis en sus escritos, asimilando el desarrollo a una escalera con escalones que simbolizan los grados de bienestar, y concluye que el 40% (2.500 millones de habitantes) de la población mundial no ha pasado del primer escalón: son pobres extremos con gobiernos débiles financieramente que en el mejor de los casos tienen una calidad de vida baja. La buena noticia según este economista es que el 60% de la población experimenta progreso económico: no sólo tienen un pie en la escalera del desarrollo sino que están subiéndola con mayor ingreso, alfabetización y servicios públicos, y con menor mortalidad infantil. Un facilismo que con frecuencia cometen los periodistas económicos es el de escribir sobre la pobreza utilizando como fuente predominante los informes de las organizaciones multilaterales, los bancos y empresas que tienen programas sociales; es muy diferente que el periodista acuda a las sociedades en las que se producen estos fenómenos antes de que escriba estas historias desde la redacción.

Un tercer asunto –más amplio que los anteriores que conciernen a los periodistas– es el cambio de agenda de los medios de comunicación frente al tema de la pobreza y la desigualdad. Hay que pasar rápidamente de los temas del crecimiento, del equilibrio fiscal y la inflación que predominan en las páginas económicas a los problemas de la distribución. Y cuando hablo de distribución no sólo deseo mencionar el ingreso, los salarios y otras rentas, sino también el acceso de los diversos grupos a servicios sociales básicos. Todos sabemos que es importante informar sobre qué tan grande podría ser el tamaño de la torta producida por la sociedad y qué hacemos para hacerla crecer, pero mucho más significativo es enterar al público sobre en manos de quiénes recae el pedazo más grande del ponqué. A pesar de los datos contundentes de las brechas de ingreso y de calidad de vida entre los ciudadanos de una misma nación, los análisis sobre la extrema desigualdad no suelen introducirse en los discursos de las escuelas de negocios y de académicos que conducen a debates y discursos que tienden a ratificar una tendencia ya existente y le dan legitimidad. El periodismo se ha quedado corto: hemos llegado – aunque de manera insuficiente– hasta los temas de la pobreza, pero los temas de la desigualdad están fuera de estos planteamientos.

Una propuesta del periodismo económico debe ser abordar el tema de la desigualdad desde la perspectiva de los ciudadanos. Según la revista Forbes, Bill Gates dispone de más riqueza que el 45% de todos los hogares norteamericanos. Esta perspectiva es importante porque los problemas de las personas, las decisiones que en apariencia no tienen mucha importancia individual, producen grandes efectos cuando las vemos en el conjunto de las sociedades y los países. En 1998, en pleno auge de la Nueva Economía, el director general de Disney, Michael Eisner, cobraba 576 millones de dólares, 25 mil veces el ingreso medio de los trabajadores de esa misma empresa. 

Otra razón no menos importante para desempolvar historias de personas es la técnica del relato. No hay que olvidar que la personalización es una de las claves del periodismo narrativo, algo de lo cual los periodistas económicos no se pueden sustraer para dar realidad e intensidad al relato. Aquí el enfoque se enlaza con la técnica: escribir sobre la desigualdad en los ciudadanos más que sobre la de los países. Lo mismo puede hacerse cuando bajamos la escala de la desigualdad de país a empresa. Allianz, la más importante empresa europea de seguros y una de las más grandes del mundo, anunció en conferencia de prensa dos noticias: primera, que en el año 2005 se batió el récord de ganancias, que aumentaron 50% respecto del año anterior. Segunda, anuncia el despido de 5.000 trabajadores, porque necesitan seguir siendo una empresa competitiva ¿Cómo un informador económico puede comprender este hecho y luego, si lo logra, hacérselo comprender al resto de ciudadanos? Podemos responderla utilizando las palabras del periodista norteamericano John S. Carroll: hacer de ‘levantadores de piedras’ para desenterrar las noticias que la prosperidad no deja ver. 

 

CONCLUSIONES

  • El oficio del periodismo experimenta cambios profundos frente a los cuales el periodismo económico no puede ser indiferente. Al descenso de la circulación de los periódicos, al acelerado aumento de la oferta informativa, al recorte de páginas y de plantas de personal, a la pérdida de credibilidad y la cercanía a circuitos de poder establecidos, se suma un hecho nada despreciable: el escape de los jóvenes a otros medios de comunicación, en especial los digitales. Estos hechos y tendencias cuestionan la necesidad de los periódicos y de los medios de comunicación tradicionales, haciendo prescindible la profesión.

  • Mientras se define más claramente los resultados de estas tendencias, enmarcadas por la feroz competencia entre los medios, es necesario reivindicar las enseñanzas y los procedimientos básicos del periodismo. Los lectores siguen necesitando la jerarquización y contextualización de la información. En tiempos de incertidumbre algunas luces de certeza: el mejor periodismo se surte de contextualización y análisis; es una manera de hacer al periodista un sujeto imprescindible para la sociedad. 

  • Para llegar a este punto idóneo hay que resolver un problema central: la falta de formación de los periodistas. La información económica se hace tan compleja para el ciudadano común y corriente que escribir cualquier nota con cierto grado de profundidad exige mucho estudio. El buen periodista es aquel que tiene formación económica –conocer bajo qué ideología económica se investiga y se escribe– y alta capacidad de conquistar a su público con temas que sean escritos “en cristiano para que la gente lo lea”. 

  • “La economía determina en última instancia todo lo demás” es una declaración de buena intención que deben incorporar los periodistas en el desarrollo diario del oficio. Hay que buscar el significado económico de los hechos. El mundial de fútbol de Alemania fue algo más que ganadores, sentimientos y banderas, y la invasión por la fuerza a Irak algo más que una intervención para ‘restaurar la democracia’.

  • La gran lección que deja el caso Enron es que el periodismo tiene que cuestionar todo. ¿Cómo es que se gana dinero? Es una pregunta que se debe extender a otros ámbitos de la información. Otra lección: toda la información pública tiene esa condición: pública, y el periodista tiene que hacer valer el derecho de acceso a ese tipo de información. 

  • El periodismo tiene varios retos frente al tema de la desigualdad: el primero, considerar que cada historia sobre la desigualdad es relativa; ello debe llevar al periodista a desarrollar categorías de desigualdad ajustadas a cada sociedad. El segundo, hay que abordar la desigualdad desde las sociedades que la padecen y no con la información que ofrecen las organizaciones multilaterales, los bancos y empresas que tienen programas sociales. 

  • Hay que abordar el tema de la desigualdad desde la perspectiva de los ciudadanos. La desigualdad no sólo se refiere a la alta concentración del ingreso sino también a la falta de oportunidades de los ciudadanos.

  • Es necesario el cambio de agenda de los medios de comunicación frente al tema de la pobreza y la desigualdad. Hay que pasar rápidamente a los problemas de la distribución. El periodismo se ha quedado corto: se ha llegado hasta los temas de la pobreza, pero los temas de la desigualdad están fuera de esta agenda.

 

Nota: Esta relatoría pertenece a la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano

(FNPI). Podrá ser divulgada previo aviso a la FNPI. Deberán citarse los créditos al autor, así como a la CAF y la FNPI, organizadores del taller.  

 

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