Con este discurso Jorge Cardona aceptó el reconocimiento:
Se acaba de firmar la paz y debo decir algo sobre el periodismo, la reivindicación del editor o la urgencia del deber ser en el filtro. Advierto que todo lo que pueda manifestar hoy del oficio antes de hablar de la confianza que le debemos a la paz, es susceptible de edición. Por el autor, el jefe de redacción, cualquiera de ustedes que pueda mejorarlo. El periodismo es un trabajo colectivo que pertenece después a quienes lo interpretan. A mí me tocaba hacerlo con mi padre cuando llegaba de la oficina y preguntaba si habíamos leído los periódicos. La abuela andaba por la casa con un radio contando las noticias, siempre más malas que buenas. Cuando alguien elevaba el tono del debate político, mamá salía del costurero y recordaba sus vacaciones de la niñez perdidas porque los bandoleros habían picado a machete a su familia de Pijao.
En cada amigo había una herida familiar igual o más cruel narrada por sus padres o abuelos. Una y otra generación nos hicimos grandes oyéndolas, pero terminamos contando a los hijos historias peores. De magnicidios y masacres, de desapariciones y secuestros, de carros bombas y despojos. Sumando datos macabros en estos tiempos locos fui periodista judicial. Con escasa información había que dictar noticias respetando a las víctimas. Cuánto dolor y cuánta espera contra la impunidad. En ellas pienso en esta hora y las evoco con tributo. Con ellas aprendí por qué escribir exaltando su voz desde su ausencia de verdad. Después llegaron los extraviados en los enredos procesales que no suplicaban justicia sino inocencia. Los Zabala, Pico o Sastoque, en quienes también pienso en esta hora, porque aprendí con ellos lo que significa soportar el peso de una inmerecida deshonra.
Tuve un maestro que se llamaba Luis de Castro y falleció en 2009. Cubrió el 9 de abril de 1948 en Bogotá, le mataron a su reportero gráfico que hoy nadie recuerda, y durante cuatro décadas fue responsable de las noticias judiciales de El Espectador. Detective a la sombra de muchos de los hallazgos de Guillermo Cano en sus peleas contra los defraudadores o los narcotraficantes. Todo lo que pueda expresar hoy del oficio lo aprendí viéndolo administrar su sección con ojo gramatical, sintáctico, perito en el arte de filtrar la opinión. La agudeza del que vivió los tiempos de la crónica roja y el ingenio para hacer que el periodismo fluyera en un ambiente de fiesta. El mismo legado de “el que se emputa se jode”, que García Márquez recordó sobre sus días en El Espectador, donde también estaba Luis de Castro sopesando la risa. Con él entendí que la misión del editor era tratar de componer la vida misma. En el idioma, en la intención, en la amistad, en la autoría.
En la certeza de saber que todo lo que se comunica puede ser mejorado y que toda obra humana trascendente se construye corrigiendo. Se escribe o emite para el presente, pero quienes lean en 100 años deberán entender con claridad lo que pasaba en estos tiempos. Es la premisa que garantiza que se pueda hacer memoria. Por eso, ahora que se firma la paz, entre muchas tareas será clave construir referentes narrativos o informativos bien editados de estas horas expectantes. A las generaciones que se asoman o a las que se descubren en las aulas, les atañe una responsabilidad mayor: garantizar que los nietos de hoy no tengan que contar a sus hijos relatos de horror. De nuevo muchas gracias y renuevo el deber. No es más que “este breve grito de mi alma”, parafraseando a Emile Zola, cuyo “Yo Acuso” en el periódico La Aurora, un 13 de enero, en París, es suficiente ejemplo para seguir escribiendo, dudando y editando.