Foto de Emiliano Depino
Federico Bianchini, periodista argentino y editor de la revista Anfibia, no tenía entre sus planes radicarse durante un mes en la Antártida, ni escribir un libro sobre este lugar. Pero los azares del clima, los consejos de otros cronistas y el apoyo de la beca Michael Jacobs terminaron por conducirlo por ese camino.
Dos años, ocho meses y dos días después de haber pisado por primera vez esa tierra remota y desafiante, la editorial Tusquets lanzó a las librerías el resultado de su aventura: Antártida, 25 días atrapado en el hielo.
Hablamos con Federico sobre su experiencia detrás del libro y lo que implicó haber ganado a principios de este año la beca Michael Jacobs de crónica viajera, que organiza la Fundación Gabriel García Márquez para el nuevo periodismo iberoamericano –FNPI- y el Hay Festival Cartagena.
La tercera edición de esta beca, que busca incentivar el periodismo de viaje en Hispanoamérica y España, ya está abierta. Cómo postularse>>
¿Cómo fue su primer acercamiento con la Antártida y por qué decidió escribir sobre este lugar?
Desde chico quería ir a la Antártida, conocer ese lugar inalcanzable e inexplorado; lejano y misterioso. En 2010, viajé al cerro Tronador para hacer una nota sobre el entrenamiento que realizan los militares argentinos antes de viajar. Estuve cuatro días con ellos, caminé entre grietas, me puse crampones y practiqué escalada en hielo: fue divertido. Tres años después fui por diez días y, finalmente, por las condiciones climáticas, me quedé casi un mes. Entrevisté a mucha gente: no tenía otra cosa que hacer. Desde allá, escribí una crónica breve.
Al volver, un colectivo de periodistas brasileños nos invitaron al Mundial pero no nos habíamos acreditado como periodistas, así que viajé por Río, San Pablo y Brasilia contando cómo era el Mundial visto desde afuera. Con el calor brasileño, el frío antártico había quedado lejos. Las más de cuarenta horas de grabación estaban en un disco duro externo. Las ganas de desgrabarlas eran menores a la suma de ceros y unos que las traducían al sistema binario. Finalmente, fue la beca la que me impulsó para terminar de escribir el libro.
¿Cómo cambiaron sus planes de reportería y de escritura cuando supo que debía quedarse ahí más tiempo del que tenía contemplado?
Si cuando llegaba me decían que iba a estar un mes, los primeros quince días quizás no habría hecho demasiado: todavía tenía tiempo. Pero apenas llegué me dijeron que sólo me quedaría cuatro días, así que hice un listado con las cuatro o cinco personas que en ese momento supuse imprescindibles para mi historia y fui a entrevistarlas. Luego, me dijeron que me quedaría tres días más: elegí a otras tres y las entrevisté. Así, la idea fue aprovechar los pocos días que me quedaban en la Antártida. Finalmente, esos pocos días se alargaron semanas.
Mientras tanto, llevaba un diario donde escribía con una minuciosidad exasperante: cosas que no sabía si usaría en una posible crónica pero que, quizás, por las dudas.
¿Qué implicó haber ganado la beca para su proyecto sobre la Antártida?
La decisión, firme, de que tenía que terminar ese libro. Una responsabilidad que se sumaba al compromiso contraído con la editorial: sino, iba a tener que entregar el adelanto, pero -aunque suene paradójico siendo de un libro sobre el frío- ya lo había usado para comprar unas estufas. Así que debía hacerlo. Y el saber que a gente como Jon Lee Anderson, Daniel Samper Pizano y Alex Ayala les parecía un buen proyecto fue una inyección de confianza, intravenosa y sin agujas.
¿Cómo define la crónica de viajes?
Creo que es un género difícil porque implica la descripción de territorios que, la mayoría de las veces, fascinan a los autores. Y como dice Horacio Quiroga en el decálogo sobre el perfecto cuentista, no hay que escribir bajo el imperio de la emoción: “Déjala morir, y evócala luego”. Pero si el paisaje es impactante, encandila cuando uno lo ve y también cuando uno lo recuerda.
Creo que esto no sucede en otro tipo de crónicas, como las policiales, en las que uno debe describir a un personaje, una situación o una escena. Por otro lado, lo que tiene de dificultoso lo tiene de placentero: porque sólo se puede hacer conociendo lugares increíbles, personas fascinantes: hablando con la gente, viajando. Y para quien le gusta hacerlo, es algo fenomenal.
¿Cómo evitar que, en el intento por escribir una crónica de viajes, el autor se quede en las anécdotas y sensaciones personales?
Asumiendo que, en la gran mayoría de los casos, para narrar cualquier lugar hay gente mucho más interesante que uno.
Los lugares no existen cuando el autor llega (a menos que el narrador sea el fundador de la ciudad), sino que tienen años, a veces siglos de historia. ¿Por qué a un lector podría importarle lo que un narrador de nuestro siglo piense sobre la altura de la torre Eiffel? Las anécdotas y las sensaciones personales terminan por cubrir historias apasionantes: ¿Cuántos hombres murieron mientras se construía la torre? ¿Cuántos se suicidaron desde allí arriba después? ¿Por qué se hizo de esa altura y no de otra? ¿Quién fue el primero en subir hasta arriba una vez que estuvo terminada?. Claro que es mucho más fácil sacar la entrada por internet para no hacer cola, tomar el ascensor y contar lo que se ve desde arriba. Y sin embargo, hay que buscar personajes que cuenten lo que queremos contar, que tengan historias que reflejen la esencia de ese lugar, que conozcan ese sitio más que nosotros que acabamos de llegar.
¿Cuál es el aprendizaje sobre el oficio periodístico que queda al leer los trabajos de Michael Jacobs?
Tanto en La fábrica de la luz, como en la guía que hizo sobre Andalucía o en Madrid por Placer, los libros que pude leer de Michael, se nota que era un cronista que se sumergía en los temas que lo apasionaban. Son libros de un intenso reporteo, con una escritura ágil que hace que uno se sienta en esos lugares. Leí La fábrica de la luz en Frailes, por lo que no sólo me sentía en ese lugar sino que estaba allí y fue una sensación extraña: fui descubriendo en los personajes a las personas que estaba conociendo, a las personas que conocía en los personajes del libro. Y si bien desde 1999 muchas cosas allí cambiaron, el espíritu del pueblo se mantiene y no había persona que no recordara a Michael como un muy buen periodista pero, antes, como una gran persona.
Después de su estadía en Frailes, ¿cómo entiende la fascinación que tenía Michael Jacobs por este lugar?
Custodio López Gallardo, ‘El Poyo’, que le alquiló a Michael la primera casa que tuvo cuando llegó a Frailes, me contaba que unas semanas antes de que yo llegara, desayunaba en uno de los tres restaurantes de Frailes. Después de leer el diario, llamó al mozo para pagar. “No. Ya está pago”. “¿Cómo?”. “Sí, lo pagó hace un rato el señor que estaba sentado en la barra”. Yo le pregunté al ‘Poyo’ si lo conocía y me dijo que, quizás, alguna vez se lo había cruzado pero que no era amigo de él y que, sin embargo, era común que esas cosas pasaran.
Me sorprendió, supongo que tanto como a Michael, el desprendimiento y la amabilidad de la gente del pueblo. Uno siente la hospitalidad frailera al llegar. La gente lo hace sin esperar nada a cambio y en tiempos de capitalismo salvaje y desconfianza absoluta por el otro, actitudes así llaman mucho la atención. Eso sin hablar de los olivos, que al atardecer puntean de verde los campos dorados. Del sabor de las aceitunas y el aceite de oliva, del pan tomaca; de los desayunos, los almuerzos y las cenas, opíparas, que se suceden casi sin descanso.
Tres razones para postular a la beca Michael Jacobs de crónica viajera
1) Es una oportunidad para poder concretar un proyecto de viaje.
2) Es una oportunidad para mostrar el trabajo que uno viene haciendo, para conocer Frailes (en Andalucía, en España), para conocer Cartagena (en Colombia), para conocer a un montón de personas encantadoras y poder seguir viajando.
3) ¿Por qué uno no habría de hacerlo?