El escritor y académico colombiano Hernán Urbina Joiro explica por qué está mal saber sólo de una ciencia, especial en el caso de quienes trabajan en salud.
«Del médico que no sabe más que medicina, ten por cierto que ni medicina sabe», decía el médico y poeta español José de Letamendi para rechazar la práctica de «la cancelación de conocimientos» que condiciona sólo estar al corriente del área de entrenamiento o de instrucción recibida, lo que limita a mirar lo humano por fragmentos, restringe la toma de mejores posturas éticas, como pudo ocurrir ante el reciente caso del científico chino He Jiankui, que, sin mayor miramiento, modificó el genoma de varios bebés chinos. Lo humano nos concierne a todos y el rumbo de la bioética es responsabilidad de científicos, sujetos de experimentación, comunicadores, de la comunidad que observa y debe pronunciarse debidamente.
Asesorarse, conocer más, pensar mejor
En noviembre de 2018, He Jiankui reveló la creación de gemelas resistentes al virus VIH, experimentando con siete parejas, uno de sus miembros infectados con VIH, sin informar apropiadamente a las autoridades de su centro de investigación. La experimentación con embriones humanos genéticamente modificados está prohibida incluso en China y los «bebés editados» por Jianku, por la técnica empleada, pueden ser más susceptibles a otros virus, sufrir otras modificaciones genéticas nocivas que transmitirán a su descendencia, todo por la busca de una prevención que se alcanza con el uso de un condón. He Jiankui es propietario de la empresa Direct Genomics, que sería beneficiaria de estas prácticas.
La falta de conocimientos sobre el tema, de asesoramiento para conocer más, no sólo llevó a desperdiciar el momento para debatir sobre serios problemas genéticos sin resolver, como la encarcelación de los embriones humanos por décadas, sino que llevó a vislumbrar una amable forma de tratar enfermedades hereditarias cuando, en verdad, lo de Jianku implica la antigua búsqueda de «mejorar la raza a cualquier precio» o eugenesia. La noticia pasó y el desconocimiento de prácticas inhumanas en boga aún persiste.
El caso de los embriones congelados
Antes de la primera clonación de ranas, en 1952, la humanidad estaba modificando genéticamente al mundo con el cruce de especies distintas para obtener un ganado más fuerte —mulas a partir de caballos y asnos— y variedades de plantas por injertos entre especies. Considerando esto, alguien podría decir que es egoísta, o acaso inmoral, hablar de una regulación de la manipulación genética porque llevamos miles de años degenerando al mundo, pero habría que responder, con toda seriedad, que sería más conveniente ponernos de acuerdo ahora, en torno a una regulación de lo genético, antes de que debamos hacerlo además frente a alguien mitad caballo —es posible este constructo genético—y el problema sea mucho más difícil de resolver.
La biotecnología ha sido de enorme beneficio a la humanidad, pero el utilitarismo empezó a incidir inquietantemente en la ciencia desde hace mucho, a imponer fines sin importar los medios. En genética, la palabra fertilidad —de plantas, animales o seres humanos— ha sido el leitmotiv por excelencia, más la inquietante noción de «mejorar la raza». Hoy conciben hijos las parejas con serios problemas de fertilidad, es corriente la obtención de niños libres de enfermedades genéticas a partir de la creación de embriones humanos, seleccionando el que no haya heredado el gen indeseable. El resto de los embriones humanos obtenidos suelen dejarse congelados para emplearlos en otras investigaciones, generando la problemática sobre lo que debe nombrarse, al menos, por organismos humanos congelados.
El embrión humano que se deja congelado hasta que se utilice en otra experimentación —si no es finalmente destruido— tiene las mismas probabilidades de ser un hombre libre, si le hubieran dado las mismas oportunidades del otro embrión humano que se privilegió, que se eligió como superior. A ese embrión depositado en una nevera y que puede llegar a vivir lo suficiente como para finalmente nacer, crecer y hasta modificar las leyes sobre genética de un país, se le tiene deliberadamente prisionero. La viabilidad de los embriones humanos congelados es de décadas y nada impedirá que se desarrollen técnicas para mantenerlos vivos —pero congelados— por tiempo indefinido.
Ante este escenario, no podemos darle más vueltas al hecho de que con esto también se despedaza la noción de dignidad humana.
Los avances genéticos, incluso la obtención de células madre con fines curativos, pero a través de la creación de embriones humanos, son una etapa todavía bárbara en la busca de soluciones médicas y debe invitar a encontrar rápidamente otros medios que permitan abandonar las actuales salidas cruentas a los problemas por infertilidad y enfermedades transmisibles genéticamente. Estas técnicas no son punto de llegada ni es aceptable hacer que surja a la vida un embrión humano para utilizarlo brevemente en beneficio de otro que se juzga superior, en una aptitud claramente eugenésica.
La bioética nos concierne a todos
Quienes ejercemos el periodismo deberíamos evitar la sentencia de José de Letamendi —Sería en este caso: «Quien sólo sabe periodismo, ni periodismo sabe»—, además, para hacer debida veeduría a una ciencia que puede aterrar al llevar en su lomo un progreso insensible como voraz.
*Hernán Urbina Joiro es escritor y académico colombiano. Su más reciente libro es Humanidad Ahora: diez ensayos para un nuevo partidario de lo humano (Siglo del Hombre, 2018).
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