Un asunto familiar

Un asunto familiar

Si el destino es un contrato escrito, el de Santiago Cañón tiene la firma de una empresa familiar. Ricardo Cañón, su padre, es clarinetista de la Filarmónica de Bogotá. Su madre tenía una carrera de chelista hasta que empezó a ocuparse de la de él, y Natalia, la hermana cinco años mayor, es una violinista que hoy cursa un postgrado en música en la universidad de Louisiana
Santiago Cañón, Chelista Colombiano,durante el concierto en la Plaza de la Trinidad. Joaquín Sarmiento/ Archivo FNPI
Santiago Rosero

Fue un antojo de embarazada. Uno distinto. De tanto sentirlo cerca, aunque ya no estaba, un día se animó a hablarle. Y le ofrendó su hijo.

-Maestro, ¿usted quiere continuar su labor? Aquí hay alguien que puede hacerlo –le dijo Rocío Valencia a la memoria de Pablo Casals, el catalán considerado uno de los mejores violonchelistas de todos los tiempos.

No podía estar segura de nada, pero uno de esos inenarrables presentimientos de madre le anunciaba algo.

-Es que como yo estaba tan enamorada del chelo, pensé: “Él va a ser un gran chelista”.

Por lo que pudiera ser, al día de la llegada le pusieron banda sonora: el niño Santiago Cañón Valencia nació en el agua mientras en el aire sonaba un Concierto de Vivaldi. Un concierto de Vivaldi serviría más tarde para demostrar que la premonición de la madre era cierta.

– Desde muy pequeñito él era muy inteligente y hacía cosas que hacían pensar que era especial –dice Rocío Valencia-. Habló desde que estaba muy chiquito, nunca hizo garabatos, coloreaba sin salirse de las líneas. Por su primer cumpleaños, un amigo de la familia le regaló cuatro rompecabezas de doce piezas cada uno: él los armaba rapidísimo. Yo decidí revolver todas las fichas y ponerle los cuatro marcos en el piso; él llegó, los miró y los organizó volando.

Si el destino es un contrato escrito, el de Santiago Cañón tiene la firma de una empresa familiar. Ricardo Cañón, su padre, es clarinetista de la Filarmónica de Bogotá. Su madre tenía una carrera de chelista hasta que empezó a ocuparse de la de él, y Natalia, la hermana cinco años mayor, es una violinista que hoy cursa un postgrado en música en la universidad de Louisiana.

-Mami, ¿y la vecina qué toca? -preguntó un día el niño.

-Nada, mijo, la vecina es contadora.

El niño pensaba que el mundo era una caja musical, porque parecía una. Durante las reuniones familiares, tíos y primos llegaban con sus instrumentos y armaban ensambles de música popular de la sierra: pasillos, bambucos, torbellinos. Cuando en la casa sonaban sinfonías, los padres le animaban a distinguir los instrumentos: esa es la flauta, ese el clarinete, ese el fagot, decía sin extraviarse.

A los cuatro años le entregaron el chelo más pequeño que pudieron encontrar. Él lo abrazó como si lo hubiera conocido de siempre. En Bogotá, su madre era alumna del maestro polaco Henryk Zarzycki, y a él le pidió que empezara a entrenar a su hijo.

-Al comienzo no quería porque decía que él no tenía experiencia con un niño tan chiquito, pero fue tanta mi insistencia que al final aceptó, y empezamos.

Bajo su batuta y con el complemento que su madre hacía en casa a las primeras lecciones, el niño avanzó en dos meses lo que un estudiante común alcanza en un año. Al poco tiempo, Santiago Cañón estaba listo para presentarse a su primer Concurso Nacional. Las bases indicaban que el límite de edad permitido eran los quince años, pero nada decían sobre la edad mínima requerida. Cuando llevaron la inscripción a la Biblioteca Nacional Luis Ángel Arango, de Bogotá, la encargada no quiso aceptarla porque pensó que era imposible que a los cinco y medio el candidato Santiago Cañón manejara el pensum exigido, en el que constaban piezas de Bach y de Benedetto Marcello. Los padres le aseguraron que sí era posible y depositaron la carpeta. El niño había tocado en colegios y en sesiones pequeñas, pero nunca ante un jurado y una audiencia expectante. Para prepararlo, Mickey Mouse, el Pato Donald y Abelardo tuvieron que salir del clóset donde reposaban. Rocío Valencia acomodaba los muñecos de peluche en el comedor de la casa y los hacía aplaudir tras el acto de su hijo.

Santiago Cañón obtuvo la mención de honor. Agradeció con una venia imaginando que al frente estaba el Pato Donald.

Enseguida vino el debut.

Durante el ondeo sosegado del Largo Cantabile tuvo tiempo para mirar hacia ninguna parte. También para ver hacia los costados con gesto despreocupado mientras marcaba en las notas un vibrato ligero. Pero mientras duró el trote vigoroso del Allegro, apenas divagó: mantuvo la mirada concentrada en paralelo a la inclinación del instrumento. Los diferentes movimientos del Concierto en La Menor para chelo y orquesta de Antonio Vivaldi le provocaron distintas conductas. Casi nueve minutos duró la interpretación. Al levantarse, se vio que su violonchelo le superaba en tamaño con un par de centímetros. Tenía la sonrisa serena de los maestros grandes y el corte de pelo –hongo- de los niños de la época. Era el 20 de abril de 2002. En el Auditorio León de Greiff, en Bogotá, Santiago Cañón debutaba como violonchelista solista acompañado por la Orquesta Filarmónica de esa ciudad. Tenía seis años, acababa de graduarse del jardín de infantes.

-Me parece que para la ocasión y para tener esa edad, salió bastante bien  –dice hoy Cañón, a sus diecisiete, ataviado de una pinta fashion-rock-. No estaba preocupado, yo sabía que iba a ser un concierto importante, pero no me parecía algo aterrador. Simplemente toqué y me divertí.

Se divertía también con dos carros de juguete que siempre se aseguraba de empacar cuando viajaba a dar un nuevo concierto. Se divertía haciendo crecer una colección de manillas de cuero. Se divertía con Bob Esponja, con Los castores cascarrabias y con Yo-Yo Ma.

El mundo era, para entonces, tripartito: la escuela, los ensayos de chelo y los horarios para ver sus series animadas; aunque entre ellas, alternando con espontaneidad, dedicándole el mismo afán que a un cartoon, encontraba su espacio regular un DVD del maestro neoyorkino del violonchelo.

Un día se invirtió la historia: a Yo-Yo Ma le hicieron llegar un DVD en el que el niño colombiano demostraba su temprano talento. El maestro le respondió con una foto suya, autografiada y con un mensaje incentivándole a mantenerse disciplinado. Se mantuvo. Siempre bajo la tutela de Zarzycki, vinieron luego años de concursos infantiles ganados y de una maduración acelerada que superaba los estándares. Hasta que se dio el encuentro.

Para salir de gira, Yo-Yo Ma quiso un día ir de compras, y en Nueva York entró a una tienda donde vendían ropa de marca Lacoste. El empleado que le atendió era un primo de Santiago Cañón, quien le vendió al artista, además, las virtudes ya florecidas de su pariente. La gira de Yo-Yo Ma incluía una parada en México para tocar junto al famoso chelista mexicano Carlos Prieto, a quien Cañón había conocido previamente en el marco de un concurso. Sabiendo que uno de sus siguientes conciertos sería en Bogotá, Prieto también le habló a su colega de aquel niño colombiano que le había sorprendido. Cuando Yo-Yo Ma llegó a Colombia, hizo que le entregaran a Cañón dos boletos de los más caros para que lo fuera a ver en concierto, y al día siguiente lo recibió en su habitación del hotel y le ofreció una clase privada que duró una hora. Santiago Cañón interpretó para él el Capricho no. 24 de Paganini y una pieza del compositor colombiano César Augusto Zambrano. Además de con el privilegio, el alumno exclusivo salió del hotel con una foto junto a su ídolo: Yo-Yo Ma aparece con una sonrisa generosa y viste una camiseta Lacoste del color de Barney. Santiago Cañón tiene el rostro anguloso y los lentes redondos de Harry Potter. A sus doce años, en Colombia se decía de él que era un joven mago del violonchelo.

***

Al terminar Le grand Tango, de Astor Piazzola, y la Sonata para violonchelo y piano, Op. 49, de Alberto Ginastera, con la mano que sostiene el arco se retira el sudor de la nariz y automáticamente levanta la mirada hacia la platea.

-¿Qué tal? –pregunta Santiago Cañón.

Desde la primera bandeja del Teatro Adolfo Mejía, sus padres le responden cosas como: “Suena chévere”, “repita las partes graves”, “un poco más fuerte para que proyecte más”, “no quite el arco antes de que acabe de sonar el piano”.

Junto al pianista colombiano Raúl Mesa, el chelista ensaya los repertorios para las presentaciones que tendrá en el VII Festival Internacional de Música de Cartagena. Será su quinta participación en el evento. El festival ha visto la transición del pequeño Harry Potter que se perfilaba como una promesa al adolescente con el talento confirmado.

Al levantarse del ensayo, se ve que con su casi metro ochenta supera en un par de centímetros la estatura de su chelo. De soltarse el moño que sujeta su melena, las hebras castañas le llegarían a media espalda. Con su jean slim y su camisa ceñida, hoy está más cerca de los brujos de Apocalyptica que del mago de Hogwarts.

El chelista con alma de metalero quiere ir a almorzar.

Santiago Cañón acaba de superar una infección estomacal y en el restaurante sus padres supervisan que lo que vaya a pedir no sea pesado. Con tono más sugerente que autoritario, su padre, que tiene una disposición afable, y su madre, algo más severa, insisten en que tal vez su opción no sea la mejor. El hijo enumera los ingredientes de su pedido y les deja tranquilos.

Luego de tres años en el colegio Angloamericano, para poder continuar con su carrera de músico Santiago Cañón avanzó la secundaria en un colegio a distancia. El colegio por la mañana y el estudio de chelo por la tarde: hasta tres horas todos los días de la semana si tenía que prepararse para un concurso.

Los concursos. Para un músico joven son una de las principales vías hacia el reconocimiento internacional. A los 11 años, Santiago Cañón obtuvo el premio a “La joven promesa del violonchelo” en el V Concurso Carlos Prieto, en México. A los 13, en el Adam Cello Internacional Contest, en Nueva Zelanda, recibió dos de los siete premios en competencia. Cuando tenía 15, en el Concurso Internacional de Beijing compartió el segundo lugar -porque el primero fue declarado desierto- con un chelista de 22 años, alumno del Conservatorio Tchaikovsky, de Rusia, uno de los más prestigiosos del mundo. La medida del éxito de aquella vez la dio también el que apenas en cuarto lugar quedara un músico de 26 años que en ese momento cursaba un doctorado en chelo en la famosa escuela Juilliard, de Nueva York.

-¿Y a qué momento podía ser un niño como todos? –les pregunto a sus padres.

-Apenas terminaba de estudiar, con un amigo, todos los días, él jugaba fútbol, montaba bicicleta, patinaba –dice la madre.

-Pero cuando tenía los concursos, ya casi no existía tiempo para eso –precisa el padre-. A nosotros nos daba pena, pero él tenía el compromiso.

-¿Y si les daba pena, por qué no dejaban pasar cada tanto un concurso y le daban tiempo libre?

-Porque él quería –responden ambos.

-Yo los quería hacer. Estaba acostumbrado a sacrificar el tiempo libre para estudiar el chelo –interviene por primera vez Santiago Cañón, que hasta entonces había mantenido su mirada sumergida en una pecera que decora el restaurante.

-¿Estabas conciente de eso?

-Pues, sí. Cuando estaba un poco más grande, sí. Mi primer concurso internacional fue a los 11 años. Mis padres siempre me preguntaron si yo estaba seguro de querer hacerlo, porque eso me quitaba mi tiempo para hacer las cosas normales. Yo les decía que sí.

-Digamos que tú no concibes tu vida sin estar tocando en un escenario, ¿o sí? –le pregunta su mamá.

-No.

-Yo te he preguntado muchas veces si cambiarías tu vida. ¿Tú, qué contestas? –vuelve a preguntarle la madre.

-Que no.

-Él dice que es feliz –concluye ella.

Santiago Cañón se graduó del colegio a los 14 años y luego se fue becado a estudiar por tres años en el programa de solistas en la Universidad de Waicato, en Hamilton, Nueva Zelanda. Viajó con su madre, la beca los cubría a ambos, pero sólo por un año. Los otros dos los cubrió otra beca que, a través de la Fundación Salvi, le otorgaron hasta 2016 Mayra y Edmundo Esquenazi. A finales de 2012, a los 17 años, cuando el resto de jóvenes apenas la empiezan, Santiago Cañón se graduó de la universidad. Ahora piensa en Estados Unidos para continuar con un programa de postgrado.

-¿Cómo ven el momento en que Santiago tenga que llevar su carrera independientemente de su madre? –les pregunto a los padres.

-Yo lo voy a acompañar lo más que pueda –dice ella-. Hay un violinista muy famoso que se llama Beherof. Él siempre viaja con su mamá a todas sus giras. Eso es lo que yo hago con Santiago. Me encargo de tenerle todo organizado para que él no tenga que preocuparse de nada más que de su música. Hasta ahora siempre ha sido así, no sé que pensará él.

-Mi mamá ha sido un apoyo muy grande y sé que para mis padres ha sido muy difícil estar separados por tanto tiempo, pero ya hemos estado trabajando en que sea más independiente, porque es necesario. No puedo llegar a tener 30 años y seguir teniéndole a mi mamá para que me haga todo, pero ahora yo apenas tengo 17 y por eso, cuando me invitan a tocar a alguna parte, uno de los requerimientos es que ella venga conmigo.

En abril de este año, Santiago Cañón hará una gira por la principales ciudades de Sudáfrica. Como suele ser, ha pedido tres pasajes de avión: para él, para su madre y para su chelo.

***

Santiago Cañón tiene dos instrumentos. El uno lo construyó un lutier polaco por pedido de su primer maestro, Henryk Zarzycki, y el otro es un preciado regalo del famoso músico chileno Andrés Días. Ambos están en el rango de lo sobresaliente, pero lejos de lo imposible que representa un Stradivarius. Esta tarde, en el claustro La Merced, en el marco del VII Festival de Música de Cartagena, tocará con el instrumento polaco, del que destaca su sonido hondamente aterciopelado.

El repertorio incluye Pampeana # 2, Puneña para vilonchelo solo No. 2, Op. 45 y Sonata para violonchelo y piano, Op. 49, de Alberto Ginastera; Lejanía interior, de Arturo Márquez, y Le grand Tango, de Astor Piazzola; piezas, todas, de altísima exigencia técnica.

-La sonata de Ginastera, por ejemplo, tiene unos armónicos que nadie había utilizado antes. Yo nunca había visto eso –dice Cañón.

Raúl Mesa, el pianista de 32 años que lo acompañará, es un músico reconocido en el ámbito académico y se desempeña como profesor en la Universidad de Colombia y en la Universidad Javeriana. Parte de su trabajo es tocar todos los recitales de grado de sus alumnos, por eso conoce el nivel de los músicos jóvenes del país.

-Para mí, Santiago tiene el más alto nivel en Colombia y es uno de los más impresionantes talentos a nivel internacional. En él se reúnen la devoción que tiene por su instrumento, el compromiso y el empeño por hacer música al más alto nivel. Muchos músicos trabajan con bastante empeño, pero por pocos días. Él trabaja siempre, y lo ha hecho desde muy pequeño.

-Para ti, que eres mayor y tienes una carrera también importante, ¿qué significa tocar con él?

-Para mí lo importante es el hecho musical, el hecho artístico, y al encontrarme con este muchacho que toca de forma extraordinaria, me resulta natural sentir admiración y respeto por él, a la par de una gran fascinación por tocar a su lado.

El auditorio está completo. Rocío Valencia, sentada en las primeras filas, ajusta sobre un trípode una cámara de video. Desde que su hijo debutó a los seis años, registra sus conciertos y los sube a Youtube. El padre está a su lado, guayabera blanca, las manos sobre las rodillas, solamente espera. Santiago Cañón se presenta con un traje negro ceñido y zapatos de charol en juego. Su melena rockera tiene la libertad de una media cola. Él y el pianista se dan con la cabeza una señal discreta. Y van. Tocarán juntos parte del repertorio y el resto será para el chelista solo. Durante los más de 60 minutos de concierto, el semblante de Santiago Cañón apenas cambiará. El hecho artístico se consumará estrictamente en el sonido aterciopelado y contundente que expedirá su chelo; en la prolijidad técnica con que resuelve los revolucionarios armónicos de Ginastera. Su cuerpo proyectará poca emoción, pero su instrumento hablará por él. En las partes más intensas su frente se arrugará lo mínimo. En la cúspide de las piezas, sus labios, que se han mantenido tensados, se abrirán con recato, como si sostuvieran entre ellos una hoja de papel. Se despedirá con una sonrisa breve, con una venia corta. El público quedará encantado.

-¿Qué opinión le merece la presentación de Santiago Cañón? –le pregunto a Antonio Miscenà, director general del festival.

-Él es muy bueno; es muy joven, pero tiene la madurez de los grandes músicos. Tiene un gran sonido y un gran control, esos son factores muy importantes.

La colombiana Julia Salvi es la fundadora del Festival de Música de Cartagena y es esposa de Víctor Salvi, dueño de la empresa italiana Salvi Harps, reputada mundialmente por la producción de harpas finas. La empresa sostiene una fundación dedicada al patrocinio y promoción de actividades relacionadas con la música de harpa, y su ramificación colombiana trabaja para promover la música clásica y apoya el desarrollo de músicos jóvenes. Fue a través de la gestión de Julia Salvi que Santiago Cañón obtuvo la última beca de parte de Edmundo Esquenazi, uno de los hombres más ricos de Colombia. La madre de Santiago Cañón dice tener para Salvi un agradecimiento infinito.

-¿Por qué puso tanto empeño en conseguir esa beca? –le pregunto a Julia Salvi.

-Porque para mí Santiago Cañón es un Yo-Yo Ma joven, y fue construido en un país que no tuvo la intelectualidad que músicos como Yo-Yo Ma han tenido. Por eso, para mí es todavía más admirable.

-¿Qué características destacaría en él?

-Su talento, su sensibilidad por la música, su presencia, su concepto, su capacidad de aprender.

-Rocío Valencia me contó que usted es muy cercana a ellos. ¿Cómo ve la forma en que ella y su esposo han dirigido a su hijo?

-Han hecho lo que hacen los padres de genios: cuidarlo para que no se pierda.

Santiago Cañón, Chelista Colombiano,saludando a uno de sus amigos en Cartagena. Joaquín Sarmiento/Archivo FNPI

***

Parecía que lo cuidaban también esa tarde en Cartagena, cuando, después de haber acordado con él que tendríamos un encuentro a solas, aparecieron a su lado como escoltándole los pasos. Santiago Cañón cargaba a la espalda el estuche de su violonchelo, el torso apenas encorvado. Bebía con pitillo un café helado, tenía la gracia de un niño lamiendo una paleta. El asombro se disipó, sin embargo, cuando los padres anunciaron que irían a un concierto del festival, y que volverían más tarde.

Tomando su refresco de vuelta en la cafetería, relajado, escoltado ahora por el cuerpo fornido de su instrumento, Cañón tiene la estampa de una joven figura del rock, una que, de ser conocida en el ambiente popular, a esta hora de la tarde, en este lugar lleno de jóvenes, causaría el revuelo de un Jonas Brother. Pero quién sabe si podría manejarlo. Santiago Cañón luce llevado por una cándida timidez. Se expresa con calma, pero esquiva la mirada. Tiene el tic de frotar con los dedos los dijes de su cadena de plata.

-En el panorama internacional de la música, ¿dónde te ubicas en este momento?

-Yo creo que estoy en el medio. Sigo estudiando, y a pesar de que he tenido varios triunfos, todavía tengo muchas cosas que aprender. Estoy en el punto de empezar a ser conocido, pero aún sigo trabajando para llegar a donde quiero llegar.

-¿A dónde?

-A la cima.

-Para los músicos de tu generación, ¿dónde está la cima?

-Ahorita hay gente, incluso de mi edad, que ya está teniendo oportunidades para tocar con artistas de altísimo nivel, como Yo-Yo Ma, Guidon Kremer, András Schiff.

-¿Cómo se llega a tener esas oportunidades?

-Eso se demora muchos años. Hay que conocer a mucha gente, tener la oportunidad de tocar en muchos lugares y con diferentes orquestas, ganar concursos, esa es una de las mejores maneras de darse a conocer.

-¿Al ritmo al que vas, cuántos años crees que te tomaría llegar?

-Digamos que diez años, ojalá menos. No digo que en ese momento voy a entrar a la enciclopedia de los chelistas o al hall of fame del chelo, pero sí podría tener un nombre reconocido en la escala mundial.

Santiago Cañón no parece apresurado. Llegar a mitad de los veintes y tocar junto a directores reconocidos o en salas emblemáticas le tienta, pero su temperamento sereno no deja pensar que sea un buscador de celebridad.

-No quiero llegar ahí sólo por el dinero, la fama o todo ese estilo de vida tan tentador. Lo que a mí más me interesa es ser un artista integral, ser alguien importante en la historia de la música.

Las inclinaciones de Santiago Cañón van por épocas. Hace algunos años prefería la música medieval y renacentista, particularmente el grupo de Jordi Savall, y ahora pasa por la etapa moderna, con predilección por compositores del siglo XX como Alfred Shnittke o Alfredo Ginastera.

-Me parece que en la música moderna se han roto todas las barreras y ya nada se puede definir exactamente en ningún tipo de parámetro. Además, la música moderna es una ventana hacia la exploración de las capacidades del instrumento.

Parece que Santiago Cañón quisiera tener su instrumento afuera. Cuando la música clásica se vuelve el tema de conversación, se apasiona, arruga livianamente la frente, como si estuviera en un concierto, y hace como si el revés de su brazo derecho fuera el mástil de un chelo y con sus largos dedos izquierdos dibuja tarántulas sobre él. Entonces surge una faceta inadvertida. A Santiago Cañón le apasiona la Sonata para chelo y piano de Alfred Shnitkke. Devastadora, violenta, estruendosa, incontrolable, oscuridad, rabia, muerte. El músico adolescente que hacía poco sorbía su café con gracia infantil escoltado por sus padres usa todos esos términos para referirse a la obra del compositor ruso. Dice que le parece increíble, que le gusta esa extraña sensación de desesperanza que queda después de oírla. Cañón prefiere lo denso, lo oscuro. Se divierte con las comedias fáciles y su programa favorito de todos los tiempos sigue siendo Bob esponja, pero le atrae lo paranormal y los enredos sicológicos cuando ve películas. No va a fiestas. Estar con los amigos es jugar partidas de Playstation o conversar de lo que venga. No es un gran lector, pero cuando lee escoge novelas históricas. La música clásica lo es todo, pero también le gusta el metal. No cuesta entenderlo. Lo que cuesta es que él suelte algún nombre. No habla de rock con la desenvoltura con que habla de Tchaikovsky o Shostakovich. Quiere sacar su iPod para buscar entre los archivos. Vuelve a frotar con su mano derecha los dijes de su cadena. Hasta que recuerda.

-Daath, es una banda de black metal y thrash metal. Me gusta porque tiene armonías muy complejas y usa buenos efectos electrónicos, no es sólo un ruido feo… Pero bueno, a mi mamá no le gusta para nada.

Como si fuera una invocación, el Blackberry de Cañón vibra sobre la mesa.

-Hola, sí, aquí seguimos. Bueno pues, aquí nos vemos.

Transcurre el tiempo de una nueva pregunta apenas esbozada o el de los últimos sorbidos al batido de café. Los padres de Santiago Cañón entran a la cafetería y se sientan a la mesa. Sin proponérselo, inhiben la entrevista. Prefiero terminarla.

Hacemos una fila para salir. Los padres adelante, él y yo. El estuche del chelo a la espalda, la figura de Santiago Cañón que se encorva y en el músico adolescente que es vuelve a aparecer la imagen del ídolo joven que podría ser. Le toco el hombro derecho.

-¿Tocar el chelo te ha dado fans?

-Mmm…

Su madre regresa a ver.

-Ma, que si tocar el chelo me ha dado fans.

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