A los siete años miró por primera vez una comparsa del Carnaval de Barranquilla. Las máscaras lo dejaron loco y aprendió a construirlas espiando a unos artesanos. Lleva casi cincuenta años como el creador más famoso de la ciudad y algunos meses como el Rey Momo de la fiesta. La experiencia hace de José Llanos un gorila de espalda plateada. Un sabio gobernador de la parranda.
Tiene colmillos afilados. Ojos que intimidan. Son grandes y pardos, como espejos. Están cercados por un ceño tan fruncido y furioso, que encontrarse con ese gorila bailando en el centro histórico es extraño, es como si alguien llorara y se riera al mismo tiempo. Pero es 18 de enero. Es la previa del Carnaval de Barranquilla. Por eso, el primate encabeza el primer gran desfile —por la avenida Carrera 41— y el izamiento de la bandera, que está por venir en la Plaza San Nicolás. Mueve los brazos de forma ondulada, como un caballero en tiempos de conquista; las caderas, a la derecha, a la izquierda, pero sólo unos milímetros. Sus pasos cumbiamberos son delicados —como si caminara por una cuerda floja— y así avanza entre una multitud que baila, grita y disfruta. Se golpea el pecho. Sonríe. Toma ron y posa para que lo retraten en posición de ataque: la misma que usa cuando alguna de las personas que participan en la fiesta se atreve desafiarlo y a no gozar.
El carnaval arranca el 9 de febrero. En 2003 quedó catalogado como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad por la Unesco. Y desde hace un siglo es el segundo más grande de la región después del de Río de Janeiro: puede reunir a más de trescientas mil personas, bajo un mandamiento inquebrantable: “Quien lo vive, es quien lo goza”. En la ciudad todas las energías se gastan bailando cumbia, congo, champeta. Vistiéndose al estilo de las marimondas, farotas y monocucos, entre otros trajes típicos. Es así, aún cuando el carnaval no ha comenzado: bailas al ritmo de la cumbiambera que carga un velón encendido, o te quemas. Entras a la rueda de cumbia, o te toman en brazos.
—¡Qué viva Galapa…! ¡Qué vivaaaa! ¡Qué viva el Rey Momo…! ¡Qué vivaaaa!- grita el público en el desfile de la Carrera 41, junto a los reyes infantiles, las reinas de reinas y los ex momos.
Y ese rey vitoreado es él: José Llanos Ojeda (67). El más famoso artesano de máscaras de la zona y director, desde 1977, de la comparsa Selva Africana. El mismo gorila que ahora prepara la candela carnavalera con sus bailes y bromas, hace casi sesenta años usó el mismo traje. Pero todo era distinto. Él, que ya no iba a la escuela, construyó una máscara de gorila. Su mamá le cosió un mameluco negro y todo fue un juego. Ahora, en cambio, como buen Rey Momo, Llanos debe ordenar el caos. Definir normas para que todos los barranquilleros bailen, canten y festejen en absoluta igualdad. No importan la clase, el sexo ni la edad. El fin es que todos desabrochen los cinturones que contienen sus espíritus.
El Momo no sólo es la divinidad de la burla, el sarcasmo y la ironía. Ni sólo el guardián de todo vicio, exceso y juerga. Además, es el transmisor de las tradiciones más enraizadas de su país. Para quedarse con el trono debió comprobarlo ante el directorio de Carnaval S.A. Llevó sus credenciales: máscaras de factura perfecta, los premios que ha recibido, como la Medalla a la Maestría Artesanal y la Puerta de Oro de Colombia; los congos de oro que ha ganado por su comparsa y décadas de trabajo en un currículum. Tal como ocurre en la jungla africana que tanto admira, él es un gorila de espalda plateada: maduro, generoso y capaz de liderar cualquier manada.
En cambio, la reina e hija del presidente del Partido Conservador, Daniela Cepeda, tiene apenas 23 años. Creció en uno de los barrios más ricos de Barranquilla y debió demostrar poco ante sus electores. Vive un reinado de página social, con dos misiones: contagiar alegría y bailar bien. Pero que en Barranquilla el mundo del rey y la reina esté plagado de contrastes es la regla. Este carnaval derriba las barreras sociales. Así las coronas —que son elegidas a dedo por Carnaval S.A.— pueden recaer en cabezas tan distintas como éstas, que a veces ni se saludan durante la fiesta.
“¿Por qué querer ser rey? Bueno, postulé pues mi sueño es promocionar el carnaval a través de mi artesanía. Lo estoy haciendo. Sin embargo, la corona amerita una responsabilidad mayor. Visitar las veredas, las obras sociales, los hogares de menores, las cárceles. En diciembre les llevé a varios niños unos zapaticos, para que sonrieran aunque fuese por un día”, comenta el Momo.
Las caretas de un monarca
El tráfico está caótico. Tal como Barranquilla preparando el carnaval. Así que el minibús colorinche en el que viaja, desde la ciudad al pueblo de Galapa, debe parar en más de diez semáforos. Pero en ninguno de ellos se ve, desde la vereda, más que una parte del rostro del Rey Momo. Hasta las ventanas del auto están casi cubiertas por completo con grandes fotografías suyas, que lo presentan y a la vez le dan privacidad. Pasan por calles de edificios altos y por casas colombianas de película, que se van esfumando hasta darles lugar a otras construcciones más pequeñas. También a caminos angostos de tierra. Y, al final, están los adornos carnavalescos y el palacio de este soberano, que no tiene reja. Ni pasto. Ni timbre. Ni llave en la puerta.
Son las siete de la tarde y en Galapa una bachata suena tan fuerte, que interrumpe hasta la brisa. En la sala de estar del Momo —que sólo tiene dos sillas y un televisor que ocupa la mitad del muro— conversan y bailan unos barranquilleros que ni siquiera le prestan atención cuando llega. Quizá sea porque se quitó el traje y no parece rey. Sus tres perros labradores y un bulldog corren hacia él, a lo mejor para saludarlo, pero no lo hacen.
—¡Llegó el rey, llegó el reeeeey!- grita él. Allí, cuando se da cuenta de que puede olvidarse del discurso de monarca, aparece Llanos. El hombre detrás del gorila.
Dice que se levanta a las cuatro y media. Que lleva a pasear a sus perros hasta la plaza de la Alcaldía, “porque esa brisa de mañana es perfecta para respirar un poco”. Que cuando vuelve a casa entra a una habitación que llena de máscaras, trajes, zapatos y plumas tan brillantes que encandilan. Y llena quiere decir que allí, sin exagerar, debe haber unos doscientos accesorios (ocupan incluso su cama). Todos —remarca Llanos— han sido financiados por él: ser rey cuesta caro. Por eso, aunque lo quisiera, durante el reinado no puede dejar de construir las máscaras más famosas del carnaval. Ya a las seis de la madrugada prepara el almidón necesario. “Lo hago, eso sí, porque me gusta. Adoro esta fiesta. Es una de las manifestaciones más fuertes de la cultura popular colombiana. Hay que estar metido adentro, saber qué significa. El carnaval lo es todo”, aclara el Rey Momo, quien está casado con Faride Mola Martínez hace 31 años, y tiene tres hijos: Luis y Javier trabajan en la comparsa; José está en la Policía Nacional y, durante el carnaval, es edecán de su padre.
En el patio de su casa, José Llanos habla y su rostro luce pequeño porque sus ojos se roban toda la atención: son grandes, café claros e inexplicablemente a toda luz parecen espejos. Mientras piensa qué palabra usar —muchas veces elige “sucesivamente” y “amerita”, aunque a lo que se refiere no sea sucesivo ni amerite— mira a su alrededor y en sus ojos se reflejan un león melenudo, un torito y un leopardo. El Rey Momo adora a los animales. Por eso tiene cuatro perros y acoge, por mientras, a tres cachorros. Por eso, cuando niño —según cuenta su primo Luciano de las Salas Ojeda (71)— quedaba hipnotizado con los libros sobre animales que conseguía. Y hoy muchas de las especies que conoció a los siete años, están colgadas en su taller. Son máscaras de delicada construcción y eso inevitablemente lo lleva a hablar de cuando supo que jamás dejaría este oficio.
La chis pa del Carnaval
Corre la década del cuarenta. José Llanos tiene unos siete años. Camina hacia la escuela y ve, a través de las rendijas de un cerco, a un grupo de hombres creando máscaras con muchos colores y diversos materiales: arcilla, papel maché y pinturas. “Quedé impresionado. Desde ahí, las máscaras nunca dejaron de ser para mí algo totémico y fundamental. Sin una no hay carnaval, porque con ellas tienes otra identidad, te burlas de tus amigos, le sacas chispa a la fiesta y te la gozas. Ya después, cuando termina, uno se levanta la máscara y ve al fulano real”, cuenta el rey sobre ese encuentro escolar, que armó el rompecabezas de su vida.
Con el correr de los días, el pequeño José los espió una y otra vez hasta que se dio cuenta de que los artesanos sacaban barro del arroyo grande, y decidió hablarles. “Ahí tuve mi primer material. Empecé a jugar e hice mis propias máscaras para participar en el carnaval. Con los años, quise crear una danza y comencé a construir todos los animales de
África. Búfalos, cebras, jirafas, leones y más. Eso impactó mucho al público y al año siguiente me presenté para participar con mi comparsa”.
Desde entonces, la fama de José Llanos fue subiendo como la espuma. Ya perdió la cuenta de los Congos de Oro que ha ganado. Él mismo se ríe: “Aquí no hay nada de oro.
¡Ojalá! Estos premios son simbólicos solamente”. Y asegura que a ratos preferiría dejar de recibirlos: “Para ser evaluado por Carnaval S.A. Tienes que presentarte con mucha parafernalia, incluir elementos de Hollywood para que el turista vea cosas sorprendentes. La verdad, con eso se va perdiendo la tradición. Es triste. Nosotros debimos dejar de presentar ‘Tarzán’ como lo hacíamos, con lucha y violencia. Eso era bonito y tradicional. Ahora debe ser espectacular, y eso no me parece”. Al menos, él continúa siendo el gorila más salvaje de Galapa. El desfile por la Carrera 41 termina y el Rey Momo se va bailando, gritando y gruñendo de vuelta a casa. Le toca hacer máscaras.