El ciempiés humano y otras historias, por Alex Ayala

El ciempiés humano y otras historias, por Alex Ayala

En la comunidad de Pampa Grande, el único instrumento para pedir auxilio es un teléfono público que se estropea cuando sopla el viento, las ambulacias son humanas y un camino precario, la frontera invisible entre la vida y la muerte. El ciempiés humano y otras historias hace parte del libro en el que trabaja actualmente Alex Ayala (España/Bolivia) y por el que ganó la Beca Michael Jacobs para periodistas de viajes 2015. Las inscripciones a la Beca Michael Jacobs 2016 están abiertas hasta el 22 de noviembre. Clic aquí para postularte

El ciempiés humano y otras historias, por Alex Ayala

En las inmediaciones de la frontera boliviana con Argentina, la ambulancia que hace el trayecto entre la comunidad de Pampa Grande y Emborozú "una pequeña población a orillas de una vía asfaltada" es humana: una especie de ciempiés compuesto por un nutrido grupo de hombres en sandalias que en este instante avanza al trote y hace turnos para cargar una camilla precaria. En ella, Donato López, un octogenario castigado por la próstata que no logra mear desde hace una semana, se retuerce debajo de una manta. El combustible que anima a los valientes que llevan al enfermo es un poco de aguardiente que toman en botellitas plásticas. Matan el cansancio acullicando hoja de coca. Y lucen angustiados: quieren que el viejito aguante, que no se muera antes de conseguir auxilio. Aquí, en el corazón de la Reserva Nacional de Tariquía, en mitad de un paisaje de postal, el camino que conecta con la carretera es sólo apto para caballos, mulas y personas. Y salir de Pampa Grande para llegar a Emborozú es desde hace décadas una aventura complicada. Por acá, jamás ha circulado un auto y a duras penas se podría abrir paso una moto. Ríos, quebradas, una vegetación abundante y el barro, una trampa difícil de sortear durante la época de lluvias, son el escollo natural que impide a los habitantes de la zona una comunicación fluida con lo que algunos han llamado "mundo civilizado", con los lugares en los que proliferan los escaparates, los bares, las discotecas y los hospitales. La situación no es nueva. El libreto se repite de una u otra forma en los cuatro puntos cardinales de Bolivia. En el Oriente, por ejemplo, algunas aldeas reciben la visita de un doctor apenas una o dos veces al año; y en el Altiplano hay niños que caminan un par de horas todos los días para ir a la escuela. El Gobierno envía con cierta frecuencia brigadas de salud y voluntarios a los rincones más alejados y menos accesibles del país para intentar cubrir las necesidades más básicas "se calcula que entre 2010 y 2013 atendió a más de trescientos veinte mil habitantes". Pero los esfuerzos son todavía insuficientes. Y acá, en el parque nacional, en Tariquía, hace bastante ya que comprendieron que sólo una cuadrilla de agricultores con músculos de madera es capaz de salvaguardar la vida. Ramón Civila, de cuarenta y seis años, es uno de los que forman parte hoy del ciempiés humano. Tiene un bigote escueto y un sombrero descuidado y sucio de bandolero. En sus terrenos, a más de cuarenta kilómetros de aquí, cuida vacas y gallinas y cultiva la tierra, como muchos de los otros miembros de la ambulancia improvisada. Ninguno de ellos es político, artista, estrella de rock o economista. Ninguno tiene un apellido ilustre. Seguramente, ninguno se ha abierto una cuenta en Facebook. Y su hazaña no aparecerá en ningún noticiero. Pero todos ellos, en momentos complicados como éste, se vuelven imprescindibles. "Éstos son unos machos"”comenta a su paso Nicolás Ruiz, más conocido en el área como Nico, treinta y siete años, pelo corto y negro, chompa sobre los hombros, pantalón remangado hasta la espinilla. Nico es profesor itinerante del Centro de Educación Técnica, Humanística y Agropecuaria (CETHA) de Emborozú y recorre ahora el mismo trazado que la ambulancia, pero en sentido inverso, rumbo a Pampa Grande, donde transmitirá sus saberes en matemáticas, agronomía y gestión de proyectos. En los arroyuelos, salta de una piedra a otra con el equilibrio de un monje Shaolin, las manos en los bolsillos y la espalda levemente inclinada; y es capaz de atravesar un vado repleto de lodo sin ensuciarse una sola uña."Despacito se avanza lejos "”dice con el tono pausado de un maestro zen que alecciona a sus pupilos sobre la serenidad. Su reloj, sin embargo, le contradice: está cuarenta minutos adelantado porque no le gusta llegar tarde a ningún sitio.   ***   A buen paso, Nico dice que es capaz de completar todo el trayecto en once o doce horas; y cada vez que arriba a Pampa Grande, la primera vivienda que visita es la de Erlinda Mendieta, de setenta años. Hoy es miércoles, ha caído ya la noche y Erlinda prepara café para que Nico se caliente mientras su esposo, Mauro Civila, mira una telenovela en un reproductor de DVD portátil "con pantalla incorporada" que se ilumina gracias a unas placas solares que acumulan energía en los días de cielo raso. "Antes, nos distraíamos con la vitrola "”cuenta divertida Erlinda, ojos claros, aretes lindos". La casa de su dueño siempre estaba llena porque era la única que había. De vez en cuando, mientras conversa con Nico, Erlinda también echa un vistazo a la telenovela en un ambiente que es a la vez sala de estar y dormitorio y que no está decorado ni con muebles importados ni con cuadros de corte costumbrista, sino con clavos de acero de los que se deslizan chicotes, camisas, poleras, machetes y cuchillos. Las más de setenta familias de Pampa Grande se dedican fundamentalmente a su ganado y a la siembra de productos como el maíz, el maní y la yuca. Erlinda y Mauro atienden además una tiendita en la que venden refrescos, cervezas, chocolates y algunas otras chucherías. Traer la mercadería hasta aquí fue una odisea: supuso un viaje de ida y vuelta con mulas y caballos por el sendero que conecta con Emborozú, que la pareja conoce tan bien como Nico. Según Erlinda, la excursión se repite casi todos los meses.   "¿Y cómo le has visto a don Donato? "le pregunta la abuelita a Nico, pensando quizás en la posibilidad de que algún día le toque a ella ser evacuada en la ambulancia humana. "Da pena lo que le pasó ”dice a continuación, antes de que Nico le conteste. Y poco después, se despide y se acuesta.   ***   "Pampa Grande es muy lindo "”comenta al día siguiente a la hora del desayuno". Pero acá no hay trabajo y los jóvenes se van para ganar al menos para comprar ropita. Luego, mientras da unos cuantos granos a sus gallinas y azuza con entusiasmo el fuego para alistar el almuerzo, Erlinda trata de pegar su oído a una radio que sintoniza más emisoras de Argentina que de Bolivia. La usa normalmente para escuchar las últimas noticias. Y dice no importarle estar mejor informada del país vecino que del suyo, pues, como muchos acá, también tiene familia más allá de la frontera. Algunos se marchan para ocuparse como jornaleros durante las épocas de siembra; y los hay que emigran y nunca más retornan. Ninguno de los hijos de doña Erlinda ”ocho varones, tres mujeres” radica hoy en la comunidad; y la señora, que parió a los once sin que la atendiera un médico y los conoce mejor que nadie, asegura que ninguno volverá para quedarse. "Vivir en Pampa Grande siempre ha sido duro ”trata de justificarles”. Sobre todo, porque nunca hemos disfrutado de una carretera. Aquí cocinamos sobre todo a leña. Trasladar una garrafa de gas desde la ciudad cuesta cien pesos (casi cinco veces más de lo que vale en otros puntos de Bolivia). Y eso no se lo puede permitir nadie.   ***   Pampa Grande es una aldea dispersa, conformada por llanuras con abundante pasto en las que las construcciones se levantan distantes entre sí, como si fueran plantas que buscan dónde echar raíces. Una especie de paraíso bíblico perdido en una esquina del mapa. Pero como todos los edenes terrenales tiene su trampa. Puertas hacia fuera, se trata ciertamente de un paraje idílico: con ovejas que campean a sus anchas luciendo unos mechones punk de color rosado que permiten al pastor diferenciarlas de las que no han sido vacunadas, atardeceres cinematográficos y un molino de piedra con varias décadas encima. Puertas hacia dentro, en cambio, la realidad es otra: cuartos en los que duermen cuatro, cinco, seis personas, rincones invadidos por el polvo, espacios mínimos en los que conviven a menudo niños, gatos, perros, abuelos, niñas y gallinas. Nadie sabe cuál es la edad exacta del pueblo: se calcula que tiene entre doscientos y trescientos años. Y son varias las personas que aseguran que esto apenas ha cambiado con el tiempo. Una de ellas es Emelda Mendieta, cuarenta y seis años, bata blanca, brazos robustos, flequillo a un lado. Cuando ella nació, ya estaban en pie muchas de las casas de adobe y también la iglesia. Ahora hay además un colegio, un internado en el que entre semana se alojan los estudiantes de las poblaciones vecinas, una cancha de fútbol que a primera vista parece más grande que las reglamentarias y una posta de salud con forma de ovni que inauguraron en 2009. Emelda, que es la enfermera auxiliar del ambulatorio y la empleada más antigua, me cuenta que ha visto pasar por aquí a muchos colegas: ”Algunos no logran aguantar y piden su traslado al de un año o año y medio. La razón es simple: no sólo tienen la obligación de velar por el bienestar de los que les rodean, sino también por el del resto de los pobladores de la reserva del Tariquía, que con sus dos mil cuatrocientos sesenta y nueve kilómetros cuadrados tiene la misma superficie que un país chiquito, del tamaño más o menos de Luxemburgo. ”Somos una especie de consultorio móvil ”dice Mendieta, quien una vez al mes agarra medicamentos contra el resfrío, contra los males digestivos y de vesícula y contra los dolores musculares y la diarrea y se traslada a otras comunidades que necesitan de sus servicios, como Volcán Blanco, San Pedro, Puesto Rueda, Cambarí, Chillahuatas o Acheralitos. ”Y no es nada fácil moverse por el camino. Como a todo el mundo acá, nos perjudica. Cuando hay emergencias, sufrimos mucho. El año pasado tuve que sacar a una embarazada que se puso mal y corría peligro. Pensé que no resistiría ”recuerda. En casos extremos, como ése, la evacuación es casi la única posibilidad para evitar la muerte. Quizás por eso, la última solicitud de material que se ha tramitado ”que incluye cuatro ponchos medianos para la lluvia, cuatro pares de botas número treinta y ocho y dos bicicletas de montaña” parece más adecuada para un guía de turismo que para un centro médico.      ***   Cuando a Guadalupe Mamani ”profesora del colegio” no le dan buen resultado ni las inyecciones ni los remedios que le recetan en el dispensario, recurre a Sergia Flores, una de las curanderas más veteranas de Pampa Grande. Sergia, de setenta y cinco años, luce dos trenzas bien amarradas que resbalan por su espalda, camina como si tuviera un clavo torcido incrustado en la columna ”totalmente encorvada” y está a punto de examinar al hijo de Guadalupe, que tiene un año y medio y el estómago suelto desde hace varios días. ”No sé qué le pasa. Las pastillas que me dieron no le hicieron efecto alguno. A mí me parece que se asustó. Cuando los niños se asustan, se enferman y vomitan. Se sienten incómodos por la noche: saltan y lloran todo el rato. Y para que se recuperen, para que vuelvan en sí, tiene que tratarles alguien como Sergia ”comenta Guadalupe.   Sergia, que apenas ha pronunciado una o dos palabras, le toma luego el pulso al hijo de Guadalupe para descubrir lo que le pasa ”para ella, los latidos de su muñeca diminuta son como un análisis de sangre o una radiografía”. Y después, le soba la cabeza y las articulaciones haciendo fuerza con sus dedos chuecos. ”Ella suele friccionar a los bebés con vinagre o licor de caña ”dirá Guadalupe otro día. Ahora, sin embargo, calla; y quien da las explicaciones es la pareja de Sergia, Delfín Civila, quien a sus setenta y ocho años es uno de los más longevos del pueblo. ”A veces, llama al ánima del niño con agua bendita o con crucifijos ”dice Delfín sentado a pocos metros con dos chompas, una camisa y una polera encima. Delfín, que tiene un bigotito canoso y recto y fuma como un gánster, sin dejar caer la ceniza al suelo, dice estar cansado: ”El frío está grave. Yo quisiera morir pronto. Otros, para no seguir aquí se ahorcan, ¿no ve? (se ríe, arquea las cejas). Según Delfín, esto antes era muy agreste y había muchos tigres y pumas. ”Arrasaban con todo: potros, terneros. A un joven de otra comunidad lo devoraron y nos dio miedo. Fue así hasta que algunos abrimos el monte a machete y hasta que otros mataron ocho de esas bestias para que dejaran de atacarnos. Yo no podría enfrentarme con esos animales.  Yo no soy valiente. ¿Qué será bueno para criar valor? ¿Comer un pollo? (de nuevo, risas). A Delfín le gustaría conseguir unos lentes para distraerse leyendo un poco. Pero aquí no hay forma de hacerse con un par y él ya no se atreve con el camino. Le han contado que están construyendo una carretera que desembocará dentro de poco en Pampa Grande. Pero es lo que todos llevan escuchando desde hace mucho. Por eso, Delfín, que fue testigo, entre otras cosas, de cómo el correo llegó aquí durante años a lomos de burro, no alberga demasiadas esperanzas de verla.   ***   Para Silverio Llanos, treinta y seis años, gorra blanca, tez cobriza, la nueva carretera será fundamental para que entren los vehículos y la gente pueda vender lo que produce. ”Y también, para que todos puedan abastecerse ”me explica. ”Ahora, cuando se acaban los víveres, uno tiene que salir a pie para traer arroz o fideo por quintal. Para los jóvenes, es algo bastante sencillo. Pero a los mayores, como mis papás, los años les pesan. A ellos les cuesta mucho, demasiado. Silverio, como Nico, es un nómada circunstancial acostumbrado a recorrer a pie las comunidades intentando implementar mejoras en la calidad de vida de los lugareños. Acaba de terminar sus clases con un grupo de mujeres en el invernadero que el Cetha ”la organización de educación alternativa a la que ambos dedican su tiempo” tiene en Pampa Grande y se dirige ahora a los terrenos de otros vecinos, a media hora del centro del pueblo. Avanza a pasos cortos, con una radiecita colgada en el cuello que escupe un canto gregoriano. ”Siempre está conmigo "aclara”. Nunca la dejo. Me hace compañía. Después comenta que ha perdido la cuenta de los kilómetros que ha caminado en toda la comarca. Y luego dice que para él eso no es un sacrificio. ”Yo, como facilitador (así llaman a los del CETHA), tengo el compromiso de devolver los conocimientos que he aprendido. Silverio nació en Motovi, otra población del Tariquía, y hasta los veinte ayudó a su padre con las tareas del campo. ”Sembraba, pastoreaba ”recuerda. ”Él me enseñó a trabajar fuerte. Y para mí ése fue el mejor aprendizaje posible. Luego, por intermediación del CETHA, Silverio consiguió sacar el bachillerato. Lo hizo tarde, a la edad en la que uno suele estar casado y con wawas. Y hoy está tan familiarizado con Pampa Grande que hasta es capaz de impartir  lecciones de geografía local mientras conversa.    ”Esa de ahí es pampa La Paja. Esta otra, pampa El Valle. Y aquella, pampa Grande, la que le da nombre al pueblo señala con el dedo. Todas parecen iguales: planicies color menta que se pierden en un racimo de arbustos o en el horizonte. ”Y ésta, la pampa de aterrizaje ”bromea. Aquí, al parecer, hace varios años descendió con éxito una avioneta, seguramente para recoger a algún enfermo. Poco después, en los dominos de don Donato ”el enfermo que fue evacuado en la ambulancia humana”, reciben a Silverio con una bolsa de naranjas recién cortadas; y luego, en un patio pelado en el que la ropa seca al sol, le comentan que el anciano está bien, que se salvó, que ya lo examinaron en el hospital, que no hay de qué preocuparse. Donato es partero y componedor ”es decir, arregla los huesos: atiende torcerduras y luxaciones” y lo han comenzado a extrañar en el pueblo.“Ya han venido algunos lastimaos a preguntar por él, a averiguar cuándo regresa ”confirma Sofía Zoila López, su hija, treinta y cinco años, cabello despeinado”. Cuando estaba acá, él sólo les pedía la voluntad: diez o veinte bolivianos por cura. ”Así es la gente por aquí: sobre todo, solidaria ”interrumpe Silverio. Según Silverio, cuando alguien se indispone en Pampa Grande, siempre hay hombres dispuestos a cargar una camilla artesanal ”armada con tela de saquillo y dos palos gruesos” sin solicitar siquiera una monedita a cambio. Todos saben que mañana podrían ser ellos, sus hijos o los hijos de sus hijos los que precisen que otros hombros aguerridos los arrastren a través de rincones verdes, ocres y amarillos, como de cuento. De retorno a las oficinas del CETHA en Pampa Grande, Silverio menciona otra vez la nueva carretera, pero esta vez lo hace con un tono de crítica. ”Traerá explotación sobre la tierra. Se expandirá la frontera agrícola. Sacarán madera. Erosionarán los suelos, se eliminarán fuentes de agua y muchas parcelas subirán de precio. El impacto será grande. Y quizá, con los años, desaparezcan incluso todas estas pampas. Por el momento, los que ya han desaparecido son los peces. ”Antes, uno podía encontrar diferentes especies a diez o quince minutos de distancia. Pero la pesca con dinamita acabó con todas ellas poco a poco. El pescado es un gran manjar, un alimento sano para los niños, muy bueno. Y ahora uno debe caminar seis o siete horas para hallar un río en el que haya ejemplares. Para Jaime Ríos, uno de los quince guardaparques del Tariquía, el talón de Aquiles de la región es la falta de conciencia ambiental. ”La basura se quema al aire libre. Hay caza indiscriminada: a menudo, me toca incautar cueros de tigre en las mismas comunidades. Y se tala, pero luego no se reforesta" nos cuenta durante el paseo”. Las condiciones no son las más apropiadas y para nosotros es difícil afrontar las labores de preservación con garantías. Aquí hay riquezas inimaginables: más de veintiséis variedades de orquídeas, helechos arborescentes, hojarasca petrificada de la época de los glaciares. Pero a veces pienso que lo mejor es que nadie sepa dónde queda todo esto.   ***   Cada vez que se organiza un festival se reúnen en torno al colegio muchos de los vecinos del pueblo. Hoy es sábado y Pampa Grande está de fiesta. Los hombres llevan camisas de domingo y las mujeres, blusas sin arrugas y peinados casi perfectos. La actuación estelar viene de la mano de Evelio García ”cincuenta y un años, cara redonda como un queso, violinista autodidacta, tío de Silverio”, que acaba de llegar de Volcán Blanco con una mochila al hombro y su instrumento. Cuentan que Evelio, hace algunos años, durante otro evento similar ”aquella vez, en la comunidad de San Pedro” quiso terminar con broche de oro su interpretación y se subió a lo más alto de uno de los árboles de los alrededores con unas alas de cartón que él mismo había hecho. "Voy a volar", anunció con solemnidad a la concurrencia. Y se lanzó al vacío como si se tratara de una pluma traviesa. Según él, logró volar. Otros aseguran que acabó con sus huesos en el río, maltrecho. Y Silverio dice ahora que seguramente la anécdota es una leyenda que de tanto que la repitieron unos y otros se volvió cierta. Desde entonces, su tío es conocido como el "hombre volador". Desde entonces, es famoso en toda la reserva. Cuando Evelio baja de la tarima, algunos aplauden. Y luego, animado por un vino blanco que se vende con mucho éxito en un práctico envase de cartón, Evelio toca sin parar e improvisa algunas coplas junto a una banca de madera donde se acaban de acomodar algunos de sus seguidores. "Tú ya estás viejo, Evelio. Deberías dejar paso a los jovencitos ”le dice un borracho con sombrero de cuero y un enorme bolo verde de coca en uno de sus carrillos. ”Pero si siempre vengo con músicos nuevos para lucirme "bromea Evelio. La historia del primer violín de Evelio, como casi todo acá, también está vinculada con el camino. Lo compró en Tarija su hermano mayor, durante una travesía que hicieron juntos. En lugar de hacerse de provisiones para un mes, tal y como les encargaron sus padres, la pareja prefirió gastar la plata en el instrumento. ”Al menos, volvieron más livianos ”ríe Silverio. El sonido más característico de Pampa Grande, sin embargo, no es del violín "”entre otras cosas, porque Evelio no pertenece a la comunidad”, sino el del teléfono.      El teléfono público ”el único que funciona en varios kilómetros a la redonda, ya que no hay señal de celular en casi ningún lugar de la reserva"” queda en casa de Agustina Civila, cuarenta y cinco años, madre de ocho hijos. Agustina dice que el aparato suena a cualquier hora del día o de la noche, que trae buenas, pero también malas noticias, que ella sólo gana dos pesitos de las llamadas que hacen los vecinos desde Pampa Grande, y que no suelen reconocerle nada de nada por las que recibe de fuera. ”Cuando llaman de fuera ”explica”, me toca avisar a la persona que buscan, a veces cerca, a veces lejos. Se trata de una carga que tengo que compatibilizar con las tareas del hogar, de un servicio extra que hago en beneficio de la comunidad. Cuando hace viento, está nublado, hace frío o llueve, la conexión telefónica con el exterior suele perderse durante horas ” a veces, durante días o semanas enteras” y el patio de Agustina se ve envuelto en un silencio extraño. Entonces, el único cordón umbilical que queda con las tierras que hay más allá de Tariquía es el camino, como hace cien años.

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