El término “noticias falsas’” comenzó a usarse para alertar o atacar las informaciones descaradamente pro-Trump, y ahora es la nueva arma para deslegitimar el trabajo de los periodistas.
El fenómeno no es nuevo: rumores y mentiras se camuflan como verdades para que muchos crean lo que les conviene a pocos.
Pero el año pasado, en medio de la campaña presidencial de Estados Unidos, el fenómeno cobró un protagonismo inédito. Aunque desde el siglo XV hay registros de información engañosa que aparenta ser noticia real, las tecnologías digitales le dieron una nueva dimensión al problema y obligaron a actualizar el concepto. En ese rebranding se optó por referirse a ellas con un nombre aparentemente preciso: “fake news”, o noticias falsas.
A medida que se acercaba el día de las elecciones, los medios tradicionales empezaron a hablar sobre fake news como una clave para entender lo que estaba sucediendo: historias que para muchos eran evidentemente mentirosas, ridículas, fueron consideradas verdaderas por un sector considerable del electorado a pesar de las evidencias que las desmentían.
Las dimensiones reales de la campaña de desinformación solo se advirtieron cuando ya el daño estaba hecho. Muchos norteamericanos y norteamericanas votaron motivados por información que no estaba verificada y que buscaba deliberadamente explotar sesgos; información que parecía veraz, apelaba a las emociones y que se regaba como fuego en redes sociales. Los medios de comunicación tradicionales intentaron atajar la situación con fact-checkers o verificadores de datos, pero no solo no funcionó sino que es probable que sus esfuerzos hayan agravado el problema.
Esa misma situación se vivió en Colombia durante el plebiscito, cuando sectores que se oponían a la refrendación del acuerdo de paz apelaron a mentiras y distorsiones para que los ciudadanos evitaran reflexiones racionales y votaran movidos por la rabia y la indignación. Las cadenas de whatsapp anónimas movilizaron la opinión pública, así sus datos y afirmaciones no tuvieran un respaldo claro.
Lo mismo ha pasado en otros procesos electorales, como en Inglaterra con el Brexit o en las elecciones presidenciales de Francia. Es algo tan poderoso que necesita un nombre, necesita comprenderse y analizarse para evitar su impacto negativo. Pero el nombre con el que se ha popularizado, noticias falsas, no solo es una contradicción sino que representa un peligro para el periodismo.
No puede existir algo así como noticias falsas. Es un oxímoron. Las noticias son noticias precisamente porque son reales y han sido verificadas como tal. Cuando los medios se refieren a las mentiras en esos términos están poniéndose en un riesgo innecesario. Al aceptar el concepto “noticias falsas”, aceptan también que otros llamen a su propio trabajo de la misma manera. De esa manera se relativiza el engaño y se pone al periodismo en el mismo plano de quienes quieren confundir. El presidente Trump empezó a usar esa estrategia apenas llegó a la Casa Blanca, tachando de fake news a todos los medios que publicaban información que lo cuestionaba.
El concepto de noticia es un pilar del periodismo, y por eso no pueden ser los periodistas quienes permitan que se asocie la noticia con falsedad. En enero de este año, cuando el término fake news estaba en los titulares de los medios estadounidenses, Ethan Zuckerman, el director para del Centro de Medios Cívicos del MIT, escribió un artículo contundente para explicar por qué ese término no le hace bien al periodismo.
Hay varias alternativas para referirse a las “noticias falsas”, la más obvia es “mentiras”, pero también hay quienes se refieren a ellas como “información falsa”, o “noticias adulteradas”. Nuestra favorita es “paparruchas” que, según la RAE, es una “noticia falsa o desatinada de un suceso, esparcida entre el vulgo”. Suena bien, es directo, pero no sirve como un cuchillo de doble filo que pueda ser usado contra los periodistas. Si ya tenemos una palabra en español que nombra esa táctica de desinformación, ¿por qué no la empezamos a usar? Ahí queda la invitación.
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