Es común encontrar que por línea editorial, o por incrementar ventas se hace uso de imágenes que son montajes, en algunos casos burlescos, donde se involucra a personas de relevancia sin su consentimiento. ¿Es esto ético? Los montajes humorísticos y las caricaturas son recursos periodísticos cercanos a la columna de opinión y a los editoriales, y, como ellos, se rigen por las mismas normas de cualquier texto periodístico de opinión.
Su compromiso con la verdad es azaroso porque parte de su don es reducir situaciones o actitudes de personajes, a símbolos que, mal utilizados, pueden distorsionar, recortar o suprimir la verdad de un hecho o de una persona. Los caricaturistas siempre expresan su opinión, pero esa expresión debe estar basada en la verdad de los hechos. La suya es “la verdad del parecido”.
Cuando el montaje o la caricatura se trabajan sobre falsedades, equivalen a una agresión burda y se convierten en insultos como los de los grafiteros en los muros callejeros. Entonces el caricaturista degrada su oficio y le hace perder dignidad y credibilidad.
Los caricaturistas son, por oficio, críticos agudos de los gobiernos, destacan sus debilidades y errores, sin perder la sonrisa. El de la crítica es un ejercicio indispensable en las democracias y satanizado en las dictaduras. Los caricaturistas y los niños tienen el privilegio de gritar que el rey está desnudo, cuando los demás callan intimidados. Suelen ser mal recibidos por los gobernantes autoritarios. Es una excepción la reacción democrática del presidente Belisario Betancur, de Colombia, quien al hablar a un caricaturista le dijo: “gentes como usted sí le cuentan al gobernante cómo va él y cómo va el país.”
Sin embargo esa tarea de denuncia queda mal hecha cuando en vez de ser una voz sincera, el grito es una explosión de odio.
Como se ve, tanto la ética como el público esperan del caricaturista “una obra fina, elegante, sutil y hasta donde ello es posible, risueña.” Estas fueron las calidades exigidas por el periodista y político colombiano Álvaro Gómez Hurtado en un escrito sobre el tema
Documentación.
La caricatura no debe trabajar sobre falsedades absolutas. Ello no sería sino una agresión burda, como pueden serlo un insulto o una bofetada. La desfiguración circunstancial que se hace en busca de lo grotesco o lo ridículo tiene que estar circunscrita dentro de ciertos parámetros para que no se devuelva, como un bumerang, contra el propio caricaturista. El alejamiento de la verdad que va envuelto en toda caricatura es el elemento más peligroso de cuantos hay que manejar en este arte tan sutil.
La desfiguración que hace el caricaturista envuelve casi siempre, una acusación. Se le atribuye a una persona un dicho, un hecho, una intención o una simple deformación física que van en detrimento del prestigio de la víctima. De ahí que al caricaturista se le considere como un agresor. Esto hace que, en el periodismo de nuestro tiempo, tan timorato, tan distinto del oficio panfletario de principios de siglo, la agresividad inusitada del caricaturista termina marcando ante el público, la propia actitud del órgano en que sus dibujos se divulgan.
Álvaro Gómez Hurtado en Osuna de Frente. El Ancora Editores, Bogotá, 1982. P.8