Discurso de Sergio Ramírez al recibir el Premio Internacional Carlos Fuentes a la creación literaria en idioma español

Discurso de Sergio Ramírez al recibir el Premio Internacional Carlos Fuentes a la creación literaria en idioma español

Ciudad de México, 23 de febrero de 2015

 
Cuando recibí la noticia de que me había sido concedido el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, pensé, y así lo declaré entonces, que lo astros se habían alineado de manera propicia en mi favor, como ocurre tan pocas veces en la vida.
Y es que no podía aspirar a mejor conjunción: un premio que lleva el nombre de Carlos Fuentes, para el cual propuso mi candidatura la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano; cuyo primer ganador en la primera convocatoria hace dos años fue Mario Vargas Llosa; y que se me otorgaba en el centenario del nacimiento de Julio Cortázar.
Fueron ellos quienes me abrieron el camino de la escritura desde la adolescencia, y quienes, cada cual desde su propio territorio de la imaginación, dueños de una obra distinta y de un estilo distinto, ejercieron en mi generación, la que les siguió, un magisterio imperecedero.
Y, por si fuera poco, un premio concedido por México, que se otorga bajo el patrocinio conjunto del Consejo Nacional de la Cultura y de las Artes, en representación del gobierno de la república, y de la tantas veces ilustre Universidad Nacional Autónoma.
Mi paisano, el gran poeta de la lengua Ernesto Cardenal, honrado también por México al abrirse las puertas de la sala mayor del Palacio de Bellas Artes a su poesía en diciembre pasado, decía que esta era su segunda patria, algo que yo puedo afirmar también con la misma convicción sentimental.
Aunque nunca he vivido en esta tierra de tan infinitos contrastes, donde los portentos de la realidad desafían tantas veces a la imaginación, han sido innumerables mis viajes a esta tierra a lo largo de cincuenta años,  en cada ocasión como uno de esos personajes de Gogol que llega desde las estepas a las puertas de Petersburgo con el mismo asombro y alegría de la primera vez.
Pero, además, puedo afirmar que México es mi patria literaria, desde que Juan Rulfo me enseñó que la desolación de Comala era también la de América Latina, repetida en la urdimbre de murmullos de sus muertos; desde que conocí la orfebrería que es la prosa innumerable de don Alfonso Reyes; desde que penetré  en los laberintos de la poesía de Xavier de Villaurrutia y de Octavio Paz; y desde que me hice de la amistad entrañable de tantos escritores y escritoras mexicanos, y he compartido sus mundos de invención.
Y al recibir este premio, no puedo olvidar a los escritores y artistas centroamericanos que fueron acogidos por México, tierra generosa de asilo, cuando se vieron forzados a exiliarse por tantos infortunios como nos han asolado, persecuciones, golpes de estado, dictaduras, intervenciones extranjeras y guerras civiles.
El general Sandino el primero de ellos, escritor a su manera, que iluminó en las hermosas palabras de sus cartas y manifiestos su hazaña de defender la soberanía de mi patria, tantas veces puesta en riesgo y tantas veces mancillada por potencias extranjeras, de un siglo a otro siglo; una historia que parece una rueda que gira cada vez bajo un nuevo impulso, para regresar siempre al mismo lugar.
Salomón de la Selva, nicaragüense también, que escribió un inigualable Canto a la Independencia de México, lo mismo que Ernesto Mejía Sánchez, poeta y ensayista, discípulo de don Alfonso Reyes y compilador de su obra.
El polígrafo hondureño Rafael Heliodoro Valle, los guatemaltecos Carlos Mérida, artista plástico; Luis Cardoza y Aragón, poeta y ensayista; Augusto Monterroso, narrador y maestro de narradores, Carlos Solórzano, dramaturgo. El escultor y dibujante Francisco Zúñiga, lo mismo que la cantante Chavela Vargas, la novelista Yolanda Oreamuno y la poeta Eunice Odio, los cuatro costarricenses. Centroamericanos todos, se fundieron todos con México, y México se fundió con ellos.
Este premio pone al maestro delante de su discípulo, porque de Carlos Fuentes aprendí lecciones de escritura desde aquellos años de mi temprana juventud cuando, en mis primeros viajes a México, bajaba ansioso las escaleras de la librería El Sótano para encontrarme con sus libros, entre ellos Aura, el primero de los suyos que leí, y que creó en mí la desazón del misterio; con Cantar de Ciegos, que me enseñó la magia de la precisión; y con La región más transparente, todo un tejido coral de voces, y una revelación de las claves de la escritura.
Siempre admiré en Fuentes esa ambición ecuménica suya de tocar todos los temas y todos los registros, y ver siempre en la historia una fuente de imaginación que nunca se agota. Desde su investidura de novelista supo que la vida contemporánea debe estar sujeta a una revisión crítica incesante, y que bajo ese prisma debe ser vista también la historia. No sólo exponer la realidad, también enfrentarla y juzgarla, nunca quedarse en testigo pasivo.
Desde La muerte de Artemio Cruz, a Años con Laura Diaz, a La silla del águila, la historia de México vuelve siempre a ser expuesta con una calidad que yo llamaría profética. Vio con lucidez que la historia de su país estaba compuesta por planos superpuestos: arriba la pirámide azteca de los sacrificios, el cuchillo de obsidiana y la sangre humeante en la piedra: abajo el oscuro inframundo que gobernaba las existencias, y donde el mal escondía sus dientes y sus garras; y luego, sobre las ruinas, los edificios coloniales, conventos y cabildos de la parafernalia virreinal, que también estaba hecha de las mismas piedras del poder. La épica  lucha  por la independencia. El trágico imperio de opereta de Maximiliano. Santa Ana que mandó celebrar funerales a su pierna mutilada. El porfiriato, la épica de la revolución. Fuentes pintó con palabras todo un mural en movimiento, como los que Diego Rivera y José Clemente Orozco pintaron con los pinceles pasados por la pólvora y el fuego.
Pero al pintar la historia de México con los colores de la imaginación, que nunca desprecia la realidad, pintaba también a América Latina y nos enseñaba, en su visión ecuménica, que somos un organismo vivo de vasos comunicantes, realidades compartidas, sueños y derrotas también compartidos, desilusiones y esperanzas. Que nuestra identidad está en la diversidad.
Porque tenemos una sola visión que se expresa de muy diferentes maneras en la misma lengua, que es una y diferente. Compartimos la múltiple exploración de temas en los que nos descubrimos, la multiplicidad del lenguaje, la experimentación como un desafío de la escritura; las maneras en que cada uno de nosotros, como escritores, asume la realidad de su propio país, y convierte a la escritura en una permanente expresión de inconformidad y advertencia.
Antes, los temas literarios comunes de nuestra América fueron las satrapías militares, los dictadores engalonados, el infierno verde de los enclaves bananeros, las intervenciones militares extranjeras, las revoluciones y las guerras civiles; y otro, aún hoy no dilucidado, el de la lucha permanente entre civilización y barbarie; y otro, tampoco dilucidado todavía, el de la marginación y la miseria, los abismos de la desigualdad que no terminan de cerrarse, y que llevan a la angustiosa odisea de las emigraciones masivas hacia la frontera con Estados Unidos.
En nuestro mundo contemporáneo real, del que la literatura no es sino un espejo irisado, las viejas parcas se visten hoy de sicarios. Vista en su conjunto, la anormalidad de nuestra historia es en el presente una macabra fotografía de cuerpos regados en un baldío, un titular en letras rojas sobre una masacre. Pero en la vida y en la muerte de cada uno de esos seres cuyas vidas han sido cortadas, hay una historia que contar. Y la novela es eso, descender al infierno de cada vida, de cada cuerpo mutilado, de cada cuerpo incinerado. Porque la literatura no se ocupa de lo general, como los titulares de los periódicos, sino de lo específico, que son los seres humanos, vistos en singular.
Hemos buscado siempre indagar en la sustancia de la realidad para nutrir la imaginación. Porque nuestra historia ha vivido en un estado de anormalidad permanente, y esa anormalidad se transmuta a la literatura. Las anormalidades varían, pero sus inclemencias persisten. Y nos fijamos en ellas porque asombran, y porque son, antes que nada, anormalidades éticas.
La anormalidad que vivimos se ceba en el desajuste entre lo que queremos y lo que somos. En América Latina sufrimos aún la incongruencia de que los principios que inspiraron las luchas por la independencia siguen escritos en la letra de las constituciones pero no terminan de abatir la desigualdad y crear prosperidad, allí donde el crimen y el terror, y también la demagogia,  se incuban en la pobreza.
Los novelistas también hemos sido cronistas de la violencia de las revoluciones, como lo fue Carlos Fuentes. Fui protagonista en mi patria de una revolución triunfante, y puedo decir que la de hoy no es una violencia que busca transformar la sociedad para hacerla más justa, sino una violencia criminal, para envilecerla. Pero tiene la misma raíz, porque se alimenta de la pobreza. Para entrar en el siglo veintiuno, debemos dejar atrás primero el siglo diecinueve.
Los escritores latinoamericanos somos cronistas de los hechos, y debemos registrarlos, exponerlos. Iluminarlos. Somos testigos privilegiados de las ocurrencias de la vida cotidiana trastocada por la violencia, el miedo, la inseguridad, la corrupción, las grandes deficiencias del estado de derecho. Somos testigos de cargo. Mi oficio es levantar piedras, decía José Saramago; no es mi culpa si debajo de esas piedras lo que encuentro son monstruos que quedan al descubierto. El escritor no es otra cosa que un cazador de monstruos.
La palabra siempre ha luchado por defenderse de las imposiciones intransigentes de las dictaduras militares, de los autoritarismos mesiánicos, de los sectarismos religiosos, de los nacionalismos extremos, de las veleidades del poder económico, de la intransigencia dogmática, de las ideologías totalizantes que pretenden imponer un pensamiento único, lo que significa también imponer la mediocridad.
La literatura no existe para convencer a nadie sobre credos o propuestas ideológicas, sino para hacer preguntas. Cuando el escritor se expresa como ciudadano desde la tribuna que le da la literatura, su voz se multiplica porque es escuchado. Está ejerciendo entonces su primer deber cívico, como enseñó Fuentes, que es el de nunca callarse frente a las injusticias, las imposiciones y las ignominias. Puede ser que un libro no cambie el mundo, pero sí que cambie a quien lo ha escrito, y que cambie también a quien lo lee, porque la imaginación tiene un poder soberano.
Pero un libro debe ser para un escritor un territorio libre de imposiciones, libre de la cobardía de la autocensura, y al mismo tiempo libre de la pretensión de imponer verdades. La verdad siempre estará sujeta a revisión, porque las creencias eternas se vuelven inmóviles, y la inmovilidad significa la muerte, tanto como la homogeneidad del pensamiento. La creencia de que el mundo puede ser cambiado desde los libros es una arrogancia. Más bien  el mundo debe ser interrogado una y otra vez desde los libros.
Es allí donde reside ese poder incesante y soberano de la imaginación.
Quiero, finalmente, dar las gracias a Tulita mi esposa, por su compañía a lo largo de cincuenta años de vida y literatura, y quien siempre ha inventado las horas para que yo pueda escribir. Y a mis hijos Sergio, María y Napoleón, y Dorel, que también han venido a acompañarme desde Nicaragua, junto con Elianne, mi nieta mexicana.
Y mil gracias a México, señor presidente, por esta orden que recibo con emoción y alegría, y que al honrarme a mí, honra al pequeño país de donde vengo, y honra a la literatura centroamericana. 

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